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49. Me llamo Negro

Salí de la casa en la oscuridad de la mañana y sin que nadie me viera, silencioso como un invitado culpable, y caminé largo rato por las fangosas calles. Hice mis abluciones en el patio de Beyazit, entré en la mezquita y recé. Dentro no había nadie aparte de un anciano que dormía mientras rezaba, una habilidad que sólo se consigue tras años de práctica, y el señor Imán. A veces, en medio de nuestros sueños somnolientos y nuestros recuerdos infelices, sentimos que Dios nos presta atención por un momento y le pedimos algo con las mismas esperanzas de alguien que, entusiasmado, ha conseguido entregar en mano una petición al Sultán: yo le rogué a Dios que me concediera un hogar feliz lleno de gente que me quisiera.

Al llegar a su casa noté que a lo largo de aquella semana el Maestro Osman había ido llenando poco a poco el lugar que antes ocupaba en mi mente mi difunto Tío. Me resultaba más áspero y distante, pero su fe en la ilustración de libros era más profunda. Se parecía, más que a un gran maestro que se había pasado años desatando huracanes de miedo, admiración y amor entre los ilustradores, a un derviche anciano e inofensivo.

Mientras íbamos de casa del maestro a Palacio, él ligeramente jorobado sobre su caballo y yo ligeramente jorobado caminando junto al animal, debíamos de parecemos al anciano derviche y su entusiasta discípulo de las ilustraciones baratas que adornan las leyendas antiguas.

En Palacio encontramos al Comandante de la Guardia y a sus hombres aún más entusiasmados y dispuestos que nosotros. Como Nuestro Sultán estaba seguro de que identificaríamos en un abrir y cerrar de ojos al ruin asesino examinando esa misma mañana los caballos que habían pintado los tres maestros ilustradores, había ordenado que se torturara al muy maldito sin que hiciera falta que se le informara siquiera. Así pues, fuimos llevados no ante la fuente del verdugo, donde se realizan las ejecuciones públicas para que sirvan de ejemplo, sino a la pequeña barraca que había en lo más recóndito de los Jardines Privados y que se prefería para los casos de interrogatorios, torturas y ejecuciones que se llevaban en secreto.

Un joven, tan airoso y cortes como para no ser un hombre del jefe de la Guardia, depositó con el gesto de alguien seguro de sí mismo tres hojas de papel en un atril.

Cuando el Maestro Osman sacó su lente mi corazón comenzó a latir a toda velocidad. Como un águila que planea elegante sobre una tierra desierta, su mirada y su lente, siempre a la misma distancia, pasaron despacio sobre los tres maravillosos dibujos de caballos. Y como el águila que ve una gacela que puede servirle de presa, se detuvo por un momento en los ollares de los caballos prestándoles toda su atención sin perder en ningún momento su compostura.

– No -dijo luego con frialdad.

– No ¿qué? -preguntó el Comandante de la Guardia.

Yo también creía que el gran maestro se lo tomaría con paciencia y que examinaría cada punto de los caballos, de las crines a los cascos.

– El maldito ilustrador no ha dejado la menor huella -respondió el Maestro Osman-. Por estos dibujos no podemos saber quién hizo el alazán.

Cogí la lente, que había dejado a un lado, y observé los ollares de los caballos: el Maestro tenía razón. En ninguno de los tres había nada parecido a aquellos extraños ollares del alazán pintado para el libro que preparaba mi Tío.

Fue entonces cuando me llamaron la atención los torturadores que esperaban en el exterior con un instrumento cuyo uso no pude deducir. Mientras intentaba observarlos por el hueco de la puerta abierta vi que alguien corría hacia atrás, como si le hubiera poseído un espíritu, huía y se lanzaba detrás de una morera buscando refugio.

Justo en ese momento entró Nuestro Glorioso Sultán, pilar del Universo, como una luz que iluminara la plomiza mala.

El Maestro Osman le explicó de inmediato que no podría sacar nada de aquellos dibujos de caballos. No obstante, no pudo impedir llamar la atención de Nuestro Sultán sobre la manera de encabritarse de uno de los caballos de aquellos magníficos dibujos, sobre la delicadeza de la elegante postura de otro y sobre la dignidad y el orgullo, como sólo pueden verse en los libros antiguos, del tercero. Al mismo tiempo adivinó uno por uno qué ilustrador había hecho cada dibujo y el muchacho que se había pasado la noche yendo de puerta en puerta lo confirmó.

– Soberano mío, no os sorprendáis de que conozca como la palma de mi mano a mis ilustradores -dijo el maestro-. Porque de lo que yo me sorprendo es de cómo ha podido surgir un dibujo que me resulta completamente desconocido de alguno de esos ilustradores que tan bien conozco. Porque ningún defecto de un maestro ilustrador carece de fundamento.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Nuestro Sultán.

– Próspero Sultán Nuestro, Excelso Escudo del Mundo, en mi opinión la firma oculta que vemos en los ollares de este caballo alazán no es un estúpido error sin sentido del ilustrador, sino algo cuya raíz se remonta hasta la antigüedad, a otras pinturas, otras técnicas, otros estilos y quizá otros caballos. Si hurgamos entre las páginas maravillosas de los libros centenarios que guardáis en los armarios y los baúles de hierro de vuestro Tesoro Privado, en sótanos cerrados con siete llaves, quizá veamos que lo que hoy consideramos un defecto antes era una técnica y podremos relacionarlo con el pincel de uno de los tres ilustradores.

– ¿Quieres entrar en el Tesoro Privado? -preguntó admirado el Sultán.

– Sí -contestó mi maestro.

Aquélla era una petición tan insolente como pretender entrar en el Harén. Al mismo tiempo comprendí lo siguiente: de la misma manera que los edificios del Harén y el Tesoro se levantaban en los más hermosos rincones del Jardín del Paraíso Privado del palacio de Nuestro Sultán, también ocupaban los dos rincones más sensibles de su corazón.

Estaba intentando averiguar qué ocurriría por la expresión del hermoso rostro de Nuestro Sultán, el cual por fin me atrevía audazmente a mirar, cuando de repente se fue. ¿Se habría ofendido? ¿Seríamos castigados, incluidos los ilustradores al completo, por la insolencia de mi maestro?

Mientras observaba los tres caballos que tenía ante mí me imaginé que me matarían sin que pudiera volver a ver a Seküre y sin que compartiéramos la misma cama. A pesar de toda su belleza, aquellos maravillosos caballos me parecían ahora surgidos de un universo muy lejano.

En medio de aquel terrible silencio, me di cuenta repentinamente de que, de la misma manera que ser llevado de niño a los Recintos Privados, al corazón de Palacio, ser educado y vivir allí significaba ser siervo del Sultán y quizá morir por él, el hecho de ser ilustrador significaba ser esclavo de la belleza de Dios y morir por ella.

Mucho después, mientras uno de los hombres del Tesorero Imperial nos conducía hacia arriba, hacia la Puerta Central, no se me iba de la cabeza la muerte; el silencio de la muerte. Pero al cruzar la Puerta del Saludo, donde tantos bajas habían entregado su vida en ejecuciones públicas, fue como si los porteros ni siquiera nos vieran. Ni la plaza del Consejo, que el día anterior me había deslumbrado como si fuera el mismísimo Paraíso, ni la torre, ni los pavos reales me afectaron lo más mínimo. Comprendí que se nos llevaba más adentro, a los Recintos Privados, al corazón secreto del mundo de Nuestro Sultán.

Y fue así como cruzamos puertas por las que ni siquiera los grandes visires podían entrar sin permiso. Como sí fuera un niño que penetrara en un cuento, no me atrevía a levantar la mirada del suelo para no enfrentarme a las maravillas y a los monstruos que surgirían ante mí. Ni siquiera pude mirar la Sala de las Audiencias. No obstante, la mirada se me fue por un momento y pude ver los muros del Harén, un plátano vulgar, en nada distinto a otros árboles, y un hombre alto vestido con un caftán de brillante raso azul. Pasamos entre altas columnas. Nos detuvimos delante de una pesada puerta, mayor y más ostentosa que las demás y adornada con mucarnas.

En el umbral había unos agás con brillantes caftanes y uno de ellos se inclinó hacia la cerradura.

El Tesorero Imperial, mirándonos a los ojos, nos dijo:

– Dichosos vosotros a quienes Nuestro Glorioso Sultán ha concedido permiso para entrar en el Tesoro Privado. Veréis libros que nadie ha podido ver, contemplaréis páginas de oro e increíbles ilustraciones y seguiréis el rastro como cazadores. Mi Sultán me ha ordenado que os recuerde que le ha concedido tres días al Maestro Osman, que el primero ya se ha cumplido y que en el plazo de dos días, antes del jueves a mediodía, el maestro debe descubrir y comunicarle quién de entre los ilustradores es el maldito asesino, y que, en caso contrario, el Comandante de la Guardia resolverá el asunto recurriendo a la tortura.

Primero abrieron la envoltura que protegía el sello colocado en el candado para impedir que cualquier otra llave fuera introducida en la cerradura. El Superintendente del Tesoro y dos agás comprobaron que el sello estaba intacto y asintieron con la cabeza. Rompieron el sello, al introducir la llave en la cerradura el candado se abrió con un chasquido que rompió el silencio en el que todos esperábamos y repentinamente el rostro del Maestro Osman adquirió un color ceniciento. Al abrir una de las hojas de aquella pesada puerta de madera labrada una luz oscura, como procedente de tiempos muy antiguos, le golpeó en la cara.

– Mi Sultán no ha querido que vengan inútilmente los agás de los escribas ni los secretarios que llevan los registros del inventario -dijo el Tesorero Imperial-. El Bibliotecario ha muerto y no hay nadie que cuide de los libros en su lugar. Por esa razón Mi Sultán ha ordenado que sólo Cezmi agá entre con vosotros.

Era un enano que parecía tener por lo menos setenta años pero de ojos brillantes. El gorro que llevaba, parecido a una vela de barco, era aún más extraño que él.

– Cezmi agá se conoce el interior como su propia casa. Él sabe mejor que nadie dónde están los libros, dónde está todo.

El anciano enano pareció envanecerse. Estaba inspeccionando un brasero de patas de plata, un orinal con el asa con incrustaciones de nácar y unos candiles y candelabros que le llevaban unos pajes.

El Tesorero Imperial nos dijo que cerrarían la puerta tras nosotros, la sellarían con el sello de setenta años de antigüedad del sultán Selim el Fiero y que después de la oración de la tarde volverían a romper el sello y abrirla en presencia de la multitud de agás presentes al efecto, y que tuviéramos cuidado en que no se nos metiera nada «por error» entre nuestras ropas, en nuestros bolsillos o en nuestros fajines porque a la salida se nos registraría hasta en los calzones.

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