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30. Yo, Seküre

La nieve caía de tal manera que me entraba por el velo y se me metía en los ojos. Caminaba a duras penas por el jardín cubierto de hierba podrida, barro y ramas rotas, pero aceleré el paso en cuanto salí a la calle. Sé que estáis sintiendo curiosidad por lo que pensaba. ¿Hasta qué punto podía confiar en Negro? Dejadme que os diga algo claramente. Yo misma también sentía mucha curiosidad por lo que pensaba. Me comprendéis, ¿no? Estaba muy confusa. No obstante, estaba segura de algo: de momento me dedicaré, como siempre, a la comida, a los niños, a mi padre y a otras cosas y algún tiempo después mi corazón, sin necesidad de preguntarme, me susurrará de repente lo que está bien y lo que está mal. Antes de mañana a mediodía sabré con quién voy a casarme.

Hay algo que quiero compartir con vosotros antes incluso de regresar a casa. No, mujer, ahora no viene a cuento el tamaño del aparato que me enseñó Negro. Si queréis ya hablaremos de eso luego. A lo que me refería es a la prisa de Negro. No es que no piense que la pasión lo cegaba. En realidad, aunque fuera así, no importaría demasiado. ¡Lo que me sorprendió fue su estupidez! ¡Así que ni siquiera se le ocurrió que podía asustarme y hacerme huir, que jugar con mi honor podía haber enfriado mis sentimientos hacia él, que incluso podría haber dado pie a cosas más peligrosas! Puedo adivinar al instante por la mirada triste de su rostro cuánto me quiere y me desea. Después de doce años, ¿por qué no puede ir paso a paso y esperar doce días?

¿Sabéis? Me da la impresión de que estoy enamorada de su torpeza y de esa mirada triste e infantil. Lo noté cuando sentí lástima por él en lugar de enfadarme. «¡Ay, pobre niño! -decía una voz en mi interior-. ¿Cómo puedes sufrir tanto y ser tan torpe?». Me apetecía de tal manera protegerle que podría haber cometido un error y haberme entregado a ese niño mimado.

Pensé en mis pobres hijos y aceleré el paso. En eso me dio la impresión de que un hombre se me venía encima como un espectro entre aquella nieve que cegaba y la oscuridad temprana, así que incliné la cabeza y seguí adelante evitándole.

En cuanto entré por la puerta del patio comprendí que Hayriye y los niños no habían regresado todavía. Bueno, aún no habían llamado a la oración del anochecer. Subí por las escaleras, la casa olía a mermelada de toronjas; mi padre estaba a oscuras en su habitación; yo tenía los pies helados; cuando entré en la habitación con el candil en la mano y lo vi todo desordenado, el armario abierto y los almohadones tirados por el suelo, pensé «Éstos han sido Sevket y Orhan». El silencio de la casa era el de siempre y al mismo tiempo no era el de siempre. Me puse la ropa de estar en casa y me disponía a sentarme un rato en la oscuridad a solas para sumergirme en mis sueños, cuando me llegó un ruidillo desde el fondo de la mente, desde abajo, desde justo debajo de mí, no desde la cocina sino desde el cuarto de pintura que se usaba en verano. ¿Había bajado ahí mi padre con este frío? Me estaba diciendo que no recordaba haber visto allí la luz de ningún candil cuando noté que crujía la puerta que daba de la entrada al patio. Me puse bastante nerviosa cuando inmediatamente después los malditos perros se pusieron a ladrar de una manera ominosa y agorera más allá de la puerta del patio.

– ¡Hayriye! -grité-. ¡Sevket, Orhan!

Tenía frío. Supuse que mi padre tendría el brasero encendido y decidí ir a sentarme con él para calentarme. Ya no pensaba en Negro sino en los niños. Llevaba el candil en la mano.

Al cruzar la antecámara me dije que quizá debería poner agua en el fogón de abajo para la sopa de pescado. Entré en el cuarto de la puerta azul, todo estaba desordenado y estuve a punto de preguntarme distraída qué sería lo que habría hecho mi padre.

Entonces fue cuando lo vi en el suelo.

Lancé un chillido aterrorizada. Grité una vez más. Luego guardé silencio observando el cadáver de mi padre.

Me doy cuenta por vuestro silencio y vuestra sangre fría que hace mucho que sabéis lo que ha ocurrido en esta habitación. Si no todo, al menos sí mucho. Por lo que ahora tenéis curiosidad es por mi reacción ante lo que veía, por lo que sentía. A veces, cuando se observa una pintura y se ve el sufrimiento del protagonista, se intenta adivinar por él el desarrollo de los acontecimientos que han llevado hasta ese instante de dolor; así mismo, vosotros, observando mis reacciones, intentaréis comprender satisfechos, no mi dolor, sino lo que vosotros mismos sentiríais si estuvierais en mi lugar y hubieran matado a vuestro padre de esa manera.

Muy bien. Aquella tarde regresé a casa y alguien había matado a mi padre. Sí, me tiré del pelo. Sí, lloré a moco tendido. Sí, lo abracé con todas mis fuerzas como hacía cuando era niña y aspiré su olor. Sí, estuve temblando largo rato de miedo, de dolor, de soledad, no podía respirar. Sí, no podía creer lo que veía y le rogué a Dios que se incorporara y se levantara, que se sentara silencioso como siempre en su rincón entre sus libros. Levántate, padre, levántate, no te mueras, vamos, padre, levántate, padre. Pero su cabeza ensangrentada estaba hecha pedazos. Más que la furia que había rasgado papeles y libros, que había roto mesas, juegos de pintura y tinteros y había esparcido los pedazos, que había destrozado salvajemente un cojín, los atriles y las escribanías y lo había revuelto todo y que había matado a mi padre, me dio miedo el odio que había provocado tanto destrozo en la habitación. Ya no podía llorar. Mientras por la calle lateral pasaban dos personas hablando y riendo en la oscuridad, yo oía en mi mente el silencio infinito del mundo y me limpiaba con la mano los mocos y las lágrimas de la cara. Medité largo rato en los niños y en nuestra vida.

Escuché el silencio. Eché a correr. Cogí a mi padre de los pies y lo saqué tirando de ellos hasta la antecámara. Allí se volvió más pesado por alguna extraña razón, pero comencé a bajarlo por las escaleras sin que me importara. A la mitad se me agotaron las fuerzas y tuve que sentarme, estaba a punto de llorar pero oí un ruido y creí que llegaban Hayriye y los niños, así que agarré de nuevo los pies de mi padre, me los encajé en las axilas y bajé más rápido ahora. La cabeza de mi querido padre estaba tan destrozada, tan llena de sangre, que cuando golpeaba los escalones producía el sonido que haría una bayeta mojada y luego escurrida. Ya abajo giré su cuerpo, que ahora, también por alguna extraña razón, resultaba más ligero, lo arrastré a través del atrio de un tirón y entré en la habitación de dibujo de verano, junto al establo. Corrí hasta el hogar de la cocina para poder ver en la oscura habitación. Al regresar vi a la luz de la vela que la habitación de pintura en la que había metido a mi padre también estaba toda revuelta y me quedé muda de espanto.

¿Quién había sido, Dios mío? ¿Cuál de ellos?

Mi mente funcionaba a toda velocidad y rápidamente realicé una serie de cálculos. Cerré bien la puerta y dejé a mi padre en aquella desordenada habitación. Cogí un cubo de la cocina, lo llené con agua del pozo, subí al piso de arriba y, a la luz de la lámpara que había encendido, limpié la sangre de la antecámara y luego de las escaleras. Lo hice todo muy rápidamente. Subí a mi habitación, me quité la ropa manchada y me puse otra limpia. Me disponía a entrar en el cuarto de mi padre con el cubo y el trapo cuando oí que se abría la puerta del patio. En ese mismo momento comenzó la llamada a la oración del anochecer. Reuniendo todas mis fuerzas, les esperé en lo alto de las escaleras sosteniendo la lámpara.

– ¡Madre, somos nosotros! -dijo Orhan.

– ¡Hayriye! ¿Dónde estabais? -grité con todas mis fuerzas, pero me salió más un susurro que un grito.

– Pero, madre, todavía no han terminado de llamar a la oración… -dijo Sevket.

– ¡Cállate! Vuestro abuelo está enfermo y duerme.

– ¿Enfermo? -preguntó Hayriye desde abajo. Pero pudo notar mi irritación por mi silencio-. Señora Seküre, hemos estado esperando a Kosta. Cuando llegaron las lisas recogimos algo de laurel sin perder tiempo y les compré a los niños los higos secos y las cornejas.

Me apetecía bajar las escaleras y reñir a Hayriye en susurros pero pensé que si lo hacía la lámpara iluminaría los escalones y las gotas de sangre que habían quedado al fregar a toda prisa. Los niños subieron ruidosamente y se quitaron los zapatos.

– ¡Chiiist! -les dije empujándoles hacia nuestra habitación-. Vuestro abuelo está durmiendo, no vayáis por ese lado.

– Iba a ir a la habitación de la puerta azul, donde está el brasero -me respondió Sevket-, no al cuarto del abuelo.

– Ahí es donde vuestro abuelo se ha quedado dormido -susurré. Pero me di cuenta de que dudaban por un instante-. No vaya a ser que los duendes que han poseído al abuelo y le han puesto enfermo os hagan daño también a vosotros. Vamos a ver, a vuestro cuarto -les cogí de la mano y los metí en la habitación donde dormíamos abrazados-. Decidme, ¿qué habéis hecho en la calle hasta estas horas?

– Hemos visto a unos pordioseros árabes -dijo Sevket.

– ¿Dónde? -le pregunté-. ¿Llevaban banderas?

– En la cuesta. Le dieron un limón a Hayriye y ella les dio dinero. Estaban cubiertos de nieve.

– ¿Y qué más?

– Estaban tirando con arco en la plaza.

– ¿Con esta nevada?

– Madre, tengo frío -dijo Sevket-. Voy a ir a la habitación de la puerta azul.

– No saldréis de este cuarto -le dije-, o estáis muertos. Yo os traeré el brasero.

– ¿Y por qué íbamos a morirnos? -preguntó Sevket.

– Voy a contaros algo -les dije-. Pero no se lo podéis repetir a nadie, ¿entendido? -me prometieron que no se lo dirían a nadie-. Mientras estabais en la calle un hombre blanquísimo de la cabeza a los pies, de color de muerto, vino de un país muy lejano a hablar con vuestro abuelo. Resultó que era un duende -me preguntaron de dónde había venido el duende-. Del otro lado del río.

– ¿De donde está nuestro padre? -dijo Sevket.

– Sí, de allí -le contesté-. El genio había venido para ver las pinturas de los libros de vuestro abuelo. Pero el pecador que las mire se muere al momento.

Se produjo un silencio.

– Mirad, yo voy abajo, con Hayriye -les dije-. Ahora os traigo el brasero y la bandeja con la cena. Que no se os ocurra salir de este cuarto o moriréis, porque el duende todavía está en casa.

– Madre, madre, no te vayas -me pidió Orhan.

Me volví hacia Sevket:

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