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– Tú eres responsable de tu hermano. Si salís y el duende no os hace nada, os mataré yo -puse la cara terrible que ponía antes de darles una bofetada-. Ahora rezad para que viva vuestro abuelo enfermo. Si sois buenos, Dios aceptará vuestras oraciones. Nadie os tocará un pelo.

Comenzaron a rezar sin demasiada convicción. Bajé a la cocina.

– Alguien ha tirado la mermelada de toronjas -me dijo Hayriye-. Un gato no habría tenido bastante fuerza y un perro no ha podido entrar.

De repente debió de ver el terror en mi rostro porque se detuvo.

– ¿Qué hay? ¿Qué ha pasado? ¿Le ha ocurrido algo a su señor padre?

– Ha muerto.

Lanzó un grito. Soltó con tal fuerza sobre la tabla el cuchillo y la cebolla que tenía en las manos que la cabeza del pescado que acababa de cortar dio un salto. Lanzó otro grito. En ese momento ambas nos dimos cuenta de que la sangre que tenía en la mano izquierda no había brotado del pescado, sino de su índice, porque se lo había cortado al lanzar el primer grito. Subí corriendo y mientras buscaba un trozo de gasa oí que de la habitación de enfrente, donde estaban los niños, llegaban ruidos y gritos. Entré en la habitación con el trozo de tela en la mano. Sevket estaba encima de Orhan, le apretaba los hombros con las rodillas y le estaba ahogando.

– ¡Qué estáis haciendo! -grité con todas mis fuerzas.

– Orhan iba a salir de la habitación -dijo Sevket.

– Mentira -respondió Orhan-. Sevket abrió la puerta y yo le dije que no saliera -comenzó a llorar.

– Si no os quedáis sentados calladitos os mataré a los dos.

– Madre, no te vayas -me dijo Orhan.

Ya abajo, le vendé el dedo a Hayriye y conseguimos detener la hemorragia. Cuando le conté que mi padre no había muerto de forma natural, se horrorizó y rezó para que Dios nos protegiera; lloraba mirándose el dedo cortado. ¿Había querido a mi padre tanto como lloraba frotándose frenéticamente los ojos, o lloraba tanto como lo había querido? Quiso subir a verle.

– No está arriba -le dije-. Está en la habitación de atrás.

Me miró suspicaz. Pero cuando comprendió que yo no iba a acompañarla a mirar, no pudo vencer su curiosidad y su deseo de pasar miedo. Tomó la lámpara y salió. Desde el lugar en que estaba, desde la cocina, pude ver que daba cuatro o cinco pasos por el atrio, que empujaba lentamente, respetuosa y preocupada, la puerta del cuarto y que miraba a la luz de la lámpara que sostenía la revuelta habitación. En un primer momento no pudo ver a mi padre, así que levantó más la lámpara intentando iluminar todos los rincones de aquel enorme cuarto.

– ¡Aaah! -gritó luego. Le había visto allí donde yo lo había dejado, justo al lado de la puerta. Lo contempló sin moverse lo más mínimo. Su sombra permanecía inmóvil sobre el atrio y en la pared del establo. Mientras ella miraba yo me imaginé lo que veía. Al dar media vuelta y regresar, ya no lloraba. Me alegró ver que se encontraba lo bastante despejada como para que se le clavara en un rincón de la mente lo que iba a decirle.

– Ahora escúchame, Hayriye -le dije. Hablaba sacudiendo el cuchillo de pescado, que mi mano había cogido por sí misma-. El piso de arriba también está manga por hombro, ese demonio maldito entró allí también y lo rompió y lo tiró todo y lo puso patas arriba. Fue allí donde le destrozó la cabeza a mi padre, allí lo mató. Bajé a mi padre para que los niños no lo vieran y para que no te asustaras. Yo me fui de aquí después de que os marcharais vosotros. Mi padre estaba solo en casa.

– No lo sabía -me dijo insolente-. ¿Dónde estabas?

Guardé silencio porque quería que se diera perfecta cuenta de que me callaba. Luego le dije:

– Estaba con Negro. Nos encontramos en la casa del Judío Ahorcado. Pero no se lo dirás a nadie. Y por ahora tampoco le dirás a nadie que han matado a mi padre.

– ¿Quién lo mató?

¿Era realmente estúpida, o se lo hacía para presionarme?

– Si lo supiera no ocultaría su muerte -respondí-. No lo sé. ¿Lo sabes tú?

– ¿Cómo voy a saberlo? ¿Y ahora qué hacemos?

– Seguirás como si no hubiera pasado nada -le dije. Me habría gustado llorar a gritos pero guardé silencio. Nos quedamos un rato calladas.

– Deja ahora el pescado -le dije mucho después-. Ahora prepara la cena de los niños.

Protestó y comenzó a llorar, yo la abracé y nos estrechamos con fuerza. Por un instante la quise, sintiendo pena no sólo de los niños o de mí, sino de todos nosotros. Pero por otro lado, mientras estábamos abrazadas, el gusano de la duda se agitaba receloso en mi corazón. Ya sabéis dónde estaba yo mientras asesinaban a mi padre. Sabéis que había alejado de casa a Hayriye y los niños pero que lo había hecho con otra intención, que las coincidencias se habían acumulado una detrás de otra… Pero ¿lo sabe Hayriye? ¿Habrá entendido lo que le explicaba? ¿Lo entenderá? Sí, pero también se le pondrá la mosca detrás de la oreja. La abracé con más fuerza; pero me sentí como si estuviera engañándola cuando me di cuenta de que con su mente de esclava pensaría que lo hacía para encubrir mis enredos. Mientras aquí mataban a mi padre yo estaba con Negro haciendo el amor. Si sólo fuera Hayriye la que siguiera aquella lógica, no me sentiría tan culpable, pero sé que vosotros también creéis lo mismo. ¡Pobre de mí! ¡Qué desdichada soy! Y así, cuando comencé a llorar, Hayriye también lloró y nos abrazamos de nuevo.

Hice como que comía en la mesa que pusimos en la habitación del piso superior. De vez en cuando decía que iba a ver al abuelo, entraba en la otra habitación y estallaba en lágrimas. Los niños, como estaban muy nerviosos, se arrimaron a mí cuando nos acostamos después de cenar. Durante largo rato no pudieron dormir por miedo del duende y no hacían más que dar vueltas y decir: «¿Has oído ese ruido?». Para que se tranquilizaran y se durmieran, les prometí que les contaría una historia de amor. Ya lo sabéis, en la oscuridad las palabras son aladas.

– Madre, no te vas a casar con nadie, ¿no? -me preguntó Sevket.

– No te preocupes por eso y escucha. Érase una vez un príncipe que se enamoró de lejos de una muchacha hermosísima. ¿Que cómo es posible? Porque antes de ver a esa belleza había visto una pintura suya.

Como hago siempre que me siento triste e infeliz, les conté la historia no como si fuera algo que ya sabía, sino como si la estuviera improvisando tal y como me salía de dentro. La decoraba con los colores de lo que en aquel momento cruzaba mi corazón, mis recuerdos y mis amarguras, de manera que lo que contaba se convertía en una especie de pintura triste que ilustraba lo que me ocurría.

Después de que los niños se quedaran dormidos salí de la cálida cama y entre Hayriye y yo recogimos las cosas que aquel repugnante demonio había desordenado. Mientras pasaban uno a uno por nuestras manos los cofres, las telas y los libros destrozados, las tazas, escudillas de cerámica, y tinteros tirados al suelo y rotos, las cajas de pinturas y el atril hechos pedazos, las páginas y los papeles rasgados con odio y arrojados a un lado, de vez en cuando alguna de las dos se detenía y se echaba a llorar. Era como si lamentáramos menos la muerte de mi padre que el hecho de que hubieran dejado patas arriba las habitaciones y los muebles, que hubieran violado tan salvajemente nuestra intimidad. Por propia experiencia sé que quienes han perdido a algún ser querido se consuelan viendo que lo que queda en casa sigue tal cual estaba, se dejan engañar porque las cortinas, los manteles y la luz del sol parecen los mismos de siempre y llegan a creer que en realidad Azrael no se ha llevado hace mucho tiempo ya a la persona que querían. La casa que mi padre había cuidado con tanta solicitud y cuyos rincones y puertas había decorado con tanto cuidado había sido revuelta sin la menor compasión y eso, de la misma manera que nos dejaba sin dicho consuelo y dichos sueños, nos aterrorizaba recordándonos la crueldad infernal de quien lo había hecho.

Por ejemplo, después de bajar, sacar agua fresca del pozo y hacer las abluciones a propuesta mía, estábamos leyendo en el Sagrado Corán con encuadernación de Herat que tanto le gustaba a mi difunto padre la azora de la Familia de Imran, que él siempre decía que le gustaba mucho porque habla a un tiempo de la esperanza y la muerte, cuando oímos aterrorizadas que la puerta del patio chirriaba en aquel momento, pero no ocurrió nada más. A medianoche, después de comprobar el cerrojo de la puerta y poner tras ella entre las dos la maceta de albahaca que mi padre regaba las mañanas de primavera con el agua que él mismo sacaba del pozo, entramos en casa y por un instante creímos que nuestras sombras, alargadas por la lámpara que llevábamos, eran de otra persona. Y lo peor de todo fue el miedo que nos envolvió como una especie de oración muda mientras lavábamos la cara cubierta de sangre de mi padre y le cambiábamos de ropa en silencio, «Pásame la manga por abajo», susurró Hayriye, de tal manera que no me dejó otra opción que aceptar lo definitivo de su muerte.

Cuando le quitamos la ropa manchada de sangre, incluida la interior, lo que nos sorprendió y nos admiró fue el color blanquecino pero lleno de vida que había adquirido la piel de mi padre al dar sobre ella la luz de la vela en aquella oscura habitación. Como ambas seguíamos temblando de miedo de vez en cuando por peligros más amenazadores, no nos importaba mirar el cuerpo desnudo de mi padre, cubierto de heridas y manchas ahí tirado, contemplarlo libremente. Cuando Hayriye subió por ropa interior y una camisa verde, no pude contenerme y le miré ahí mismo a mi pobre padre y me avergoncé enormemente de lo que había hecho. Después de vestirle con ropa limpia y lavarle con sumo cuidado la sangre del cuello, la cara y el pelo, lo abracé con todas mis fuerzas, hundí la nariz en su barba, le olí hasta hartarme y lloré largo rato.

A aquellos que me vean como alguien sin conciencia, incluso culpable, he de decir que lloré dos veces más: 1. Cuando me encontré un pulidor hecho con una concha mientras estábamos arreglando la habitación de arriba para que los niños no notaran lo que había ocurrido y me lo llevé al oído con una costumbre heredada de la infancia sólo para darme cuenta de que el sonido de las olas se había apagado bastante. 2. Cuando vi también hecho pedazos el cojín de terciopelo rojo en el que mi padre llevaba sentándose los últimos veinte años, hasta el punto de que casi se había convertido en parte de su trasero.

Una vez que lo dejamos todo tal y como estaba antes, exceptuando los daños irreparables, me negué cruelmente a la petición de Hayriye de dormir esa noche en nuestro cuarto. «Que los niños no sospechen por la mañana», le dije. Pero la verdad es que quería estar a solas con mis hijos y castigar a Hayriye. Me acosté pero no pude dormir durante largo rato. No porque pensara en lo terrible que era lo que me había ocurrido, sino porque estaba haciendo cálculos sobre lo que se me iba a venir encima.

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