Литмир - Электронная Библиотека
A
A

16. Yo, Seküre

Antes, cada vez que venía Ester la buhonera, soñaba que algún amante capaz de conseguir que latiera a toda velocidad el corazón de una mujer como yo, inteligente, hermosa, bien criada, viuda pero virtuosa, se habría decidido por fin y habría escrito una carta que ella me traería. Y, al ver que las cartas eran de mis pretendientes habituales, al menos ganaba fuerza y paciencia para esperar a mi marido. En cambio, ahora, cada vez que Ester la buhonera se va me siento confusa y mucho peor.

Escuché los sonidos del mundo. Desde la cocina llegaba el ruido de un hervor y olor a limón y cebolla: sé que Hayriye está cociendo calabacines. Sevket y Orhan están en el patio, donde el granado, jugando a los espadachines a empellones, oigo sus voces. Mi padre, silencioso, está en la habitación de al lado. Abrí la carta de Hasan, la leí y me di cuenta de que no había nada de que preocuparse. A pesar de todo le tenía un poco de miedo y me felicité por cómo resistí sus esfuerzos por meterse en mi cama en la época en que compartíamos la misma casa. Luego volví a leer la carta de Negro sosteniéndola con cuidado, como si fuera algo frágil que pudiera romperse, y de nuevo me sentí confusa. No volví a leer las cartas; salió el sol y pensé lo siguiente: si cualquier noche me hubiera dejado abrazar por Hasan y hubiéramos hecho el amor, nadie se habría dado cuenta; excepto Dios. Se parece a mi desaparecido marido, así que habría sido lo mismo. A veces se me ocurre alguna idea así de estúpida y extraña. Salió el sol y, al templarse el ambiente, noté de repente que tenía un cuerpo, sentí mi piel, mi cuello, incluso mis pezones. Mientras el sol me daba entrando por la puerta Orhan se metió en la casa de repente.

– ¿Qué lees, madre? -me preguntó.

Bien, había dicho hace un instante que no había vuelto a leer las cartas que me había traído Ester, os he mentido. Estaba leyéndolas de nuevo. Pero ahora por fin doblé las cartas, me las guardé en el seno y le dije a Orhan:

– Ven a mis brazos. ¡Uf! Bendito sea Dios, cuánto pesas, te has puesto enorme -le besé-. Estás helado -le estaba diciendo cuando:

– Madre, qué caliente estás -me dijo apoyando su espalda en mi pecho.

A ambos nos gustaba estar sentados apretándonos con fuerza el uno contra el otro, sin hablar. Le olí el cuello y le besé. Lo abracé con más fuerza. Nos quedamos callados un rato.

– Me estás haciendo cosquillas -me dijo mucho después.

– Vamos a ver -le dije con una voz muy seria-. Si viniera el sultán de los duendes y te dijera que le pidieras lo que quisieras, ¿qué es lo que más te gustaría pedirle en la vida?

– Me gustaría que Sevket estuviera con nosotros.

– ¿Y qué más? ¿Quieres tener un padre?

– No. Cuando sea mayor yo me casaré contigo.

Lo malo no es envejecer, volverse fea, ni siquiera quedarse pobre y sin marido, sino que nadie te envidie, pensé. Bajé de mis brazos el cuerpo ya caliente de Orhan. Subí a ver a mi padre pensando que una mala persona como yo debía casarse con alguien bueno.

– Cuando Nuestro Exaltado Sultán vea con sus propios ojos el libro terminado le premiará -le dije-. Y usted volverá a ir a Venecia.

– No sé -me contestó mi padre-. Este asesinato me ha asustado. Nuestros enemigos deben de ser poderosos.

– Sé que esta situación mía les ha envalentonado dando lugar a malentendidos y a que abriguen falsas esperanzas.

– ¿Qué?

– Debo casarme lo antes posible.

– ¿Qué? -exclamó mi padre-. ¿Con quién? Pero tu ya estás casada. ¿De dónde te has sacado eso? -me preguntó-. ¿Quién te pretende? Por muy razonable e irresistible sea ese pretendiente que tienes -continuó mi sensato padre-, dudo mucho que sea posible encontrar a alguien así que, además, sea de nuestro gusto -y añadió resumiendo mi desafortunada situación-. Sabes que para que puedas casarte antes debemos resolver ciertos asuntos muy importantes -y continuó tras un largo silencio-. ¿Quieres dejarme e irte, querida?

– Anoche soñé que mi marido había muerto -le dije. Pero no lloré como una mujer que realmente hubiera soñado eso.

– De la misma manera que hay quien sabe interpretar una pintura mirándola, hay que saber interpretar los sueños.

– ¿Le parece bien que se lo cuente?

Se produjo una pausa momentánea y nos sonreímos como personas inteligentes que a toda velocidad tienen en cuenta todas las posibles implicaciones de lo que están diciendo.

– Interpretando tu sueño, yo puedo creer que ha muerto, pero tu suegro, tu cuñado y el cadí, que está obligado a hacerles caso, querrán otras pruebas.

– Hace dos años que cogí a los niños y volví a casa, pero ni mi suegro ni mi cuñado me han reclamado.

– Porque son perfectamente conscientes de sus errores -me respondió mi padre-. Pero eso no significa que acepten que te divorcies.

– Si fuéramos malikíes o hanbalíes, el cadí, teniendo en cuenta que ya han pasado cuatro años, permitiría que me divorciara y además me otorgaría una pensión. Pero, gracias a Dios, somos hanefíes y no podemos hacerlo.

– No me menciones siquiera al sustituto del cadí de Üsküdar, ese safií, eso son asuntos sucios.

– Todas las mujeres de Estambul cuyos maridos han desaparecido en la guerra acuden a él con sus testigos para divorciarse. Como es safií, sólo les pregunta si su marido ha desaparecido, cuánto tiempo lleva así, si tiene problemas para subsistir, si son aquellos sus testigos, y enseguida las divorcia.

– ¿Quién te mete esas cosas en la cabeza, hija mía? ¿quién te ha sorbido el seso?

– Y una vez que me haya divorciado, y si hay alguien que me haga perder la cabeza, por supuesto será usted quien me indique quién es ese hombre y yo nunca me opondré a la decisión que haya tomado respecto a mi matrimonio.

Mi astuto padre, viendo que su hija podía ser tan astuta como él, comenzó a pestañear. En realidad hay tres razones para que mi padre pestañee a esa velocidad: 1. Cuando le presionan y su mente funciona a toda marcha para buscar alguna treta. 2. Cuando está a punto de llorar sinceramente por la pena o la desesperación. 3. Cuando le presionan y su treta consiste en mezclar la primera y la segunda razón y quiere dar la impresión de que está a punto de llorar de pena.

– ¿Quieres coger a tus hijos y marcharte dejando solo a tu anciano padre? Sabes que tenía miedo de que me mataran a causa de nuestro libro -sí, eso dijo, nuestro libro-, pero ahora que te vas a ir con los niños eso es lo que quiero, morirme.

– Padre mío, ¿no es usted quien siempre dice que la única manera posible de librarme de ese inútil de cuñado mío es divorciándome?

– No quiero que me abandones. Puede que tu marido vuelva algún día. Y aunque no vuelva, no tiene nada de malo que sigas casada. Basta con que vivas en esta casa con tu padre.

– No quiero otra cosa sino vivir en esta casa con usted.

– Hija mía, ¿no decías hace un momento que querías casarte?

Así es discutir con mi padre: al final acabo por creer que no tengo razón.

– Sí, lo decía -le respondí mirando al suelo. Luego, mientras me contenía para no llorar, me dio valor lo razonable de la idea que se me había ocurrido y continué-. Bien, entonces, ¿no voy a volver a casarme nunca?

– Daría la bienvenida a un yerno que no te llevara lejos de aquí. ¿Quién es tu pretendiente? ¿Estaría dispuesto a vivir con nosotros en esta casa?

Guardé silencio. Por supuesto los dos sabíamos que mi padre no sentiría respeto por un yerno dispuesto a vivir en esta casa con nosotros y que acabaría por aplastarle. Y le menospreciaría de una manera tan retorcida y magistral por ser un calzonazos que ni siquiera yo querría entregarme a un hombre así.

– Sabes que en la situación en que te encuentras es casi imposible que te cases sin el consentimiento de tu padre, ¿no? Pues no quiero que te cases y no te doy permiso.

– No quiero casarme, quiero divorciarme.

– Porque un animal desconsiderado al que no le importara otra cosa que su propio beneficio podría hacerte mucho daño. Sabes cuánto te quiero, ¿no es verdad, hija mía? Y además tenemos que terminar ese libro.

Me callé. Porque si llego a empezar a hablar me habría dejado llevar por los demonios, que estaban perfectamente al tanto de mi irritación, y le habría dicho en la cara a mi padre que sabía que por las noches se llevaba a Hayriye a la cama. Pero ¿no estaría feo que una muchacha como yo le dijera a su anciano padre que sabía que se acostaba con una esclava?

– ¿Quién quiere casarse contigo?

Miré al suelo y guardé silencio, pero no por vergüenza, sino de pura rabia. Y lo que era aún peor, no poder responderle a pesar de estar tan enfadada me enfurecía todavía más. Entonces me imaginé a mi padre y a Hayriye en la cama en aquella postura tan ridícula y repugnante. Estaba a punto de llorar cuando le dije, todavía mirando al suelo:

– Hay calabacines en el fuego. Que no se peguen.

Fui al cuarto que había junto a las escaleras, el que tenía una ventana que nunca se abría que daba al pozo, rápidamente encontré a tientas mi cama en la oscuridad, la abrí y me tumbé en ella. ¡Ah! ¡Qué hermoso es cuando eres niña, te has enfrentado a alguna injusticia, te acuestas y te quedas dormida llorando! Sólo yo me quiero y esta soledad es tan amarga que solamente vosotros, que oís mis lamentos y mis gemidos, venís en mi ayuda cuando lloro por mi soledad.

Poco después miré y vi que Orhan se había acostado conmigo. Metió la cabeza entre mis pechos, le miré y me di cuenta de que él también lloraba suspirando. Lo atraje hacia mí y le apreté con fuerza.

– No llores, madre -me dijo poco después-. Padre volverá de la guerra.

– ¿Y tú cómo lo sabes?

Guardó silencio. Pero en ese momento le quise tanto, le apreté de tal manera contra mi pecho que olvidé todas mis preocupaciones. Ahora, antes de quedarme dormida abrazando el cuerpo delicado de mi flaco Orhan, sólo me queda una inquietud y quiero confesárosla. Ahora estoy arrepentida de lo que poco antes dije furiosa sobre mi padre y Hayriye. No, no es que sea mentira, pero de todas maneras me da tanta vergüenza haberlo dicho que me gustaría que olvidarais que lo he hecho. Vednos como si nunca lo hubiera hecho y como si mi padre no hiciera lo que hace con Hayriye. Por favor.

31
{"b":"93926","o":1}