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50. Nosotros, dos derviches errantes

Teniendo en cuenta que se han extendido hasta la sección de ilustradores, muy probablemente gracias al enano Cezmi agá, los rumores de cómo hay también una imagen nuestra en un álbum, entre otras páginas llegadas de China, Samarcanda y Herat, en el rincón más oculto del tesoro que los ancestros de Su Majestad Nuestro Sultán llenaron conquistando y saqueando cientos de países a lo largo de cientos de años, creemos que nosotros también debemos contar nuestra historia a nuestra manera y ojalá nadie de la selecta clientela que atesta este café se sienta ofendido.

Han pasado cien años desde nuestra muerte y cuarenta desde que se cerraron nuestros incorregibles monasterios, focos de herejía, hogares del Diablo y, además, partidarios de los persas, pero, mirad, estamos ante vosotros. ¿Cómo? ¡Pues porque hemos sido pintados a la manera de los francos! Como se puede ver en esta pintura, un día nosotros, dos derviches errantes, caminábamos de una ciudad a otra por los dominios de Nuestro Sultán.

Vamos descalzos, con las cabezas afeitadas, medio desnudos, cada uno con un jubón y una piel de gamo, cinturones al talle, cayados en la mano y nuestras escudillas colgando de las cadenas que llevamos al cuello, además uno de nosotros lleva un hacha para cortar leña y el otro una cuchara para comer lo que Dios quiera que entre en nuestras escudillas.

En ese momento mi querido amigo, mi compañero, y yo estábamos entregados a la misma eterna discusión: quién usaría antes la cuchara para comer de su escudilla. Estábamos ante la fuente de una hospedería entregados a aquel primero yo, no primero yo, cuando un hombre extraño, un viajero franco, nos detuvo, nos dio a cada uno una moneda veneciana de plata y comenzó a pintarnos.

Era franco, y, por lo tanto, extraño. Nos colocó justo en medio del papel, como si fuéramos la tienda de Nuestro Sultán, y nos estaba pintando tal como estábamos, medio desnudos, cuando se me vino algo a la cabeza de repente y se lo conté a mi querido camarada: para que pareciéramos verdaderos derviches kalenderis, pobres y mendicantes, debíamos volver el iris de los ojos hacia dentro y el blanco hacia fuera y mirar como los ciegos, y así lo hicimos. En situaciones parecidas es parte de la naturaleza del derviche el contemplar el mundo que hay en su mente y no el exterior, y como además nuestras cabezas estaban atiborradas de hachís, el paisaje interior era mucho más agradable.

Y además el paisaje exterior empeoró. Porque oímos cómo gritaba y chillaba un señor religioso.

Por Dios, que no se nos malinterprete ahora. Hablamos de un Señor Religioso y la semana pasada eso se malinterpretó en este bonito café; de la misma manera que ese Señor Religioso no es Su Excelencia el maestro Nusret, el predicador de Erzurum, tampoco es el maestro Husret, de padre desconocido, ni el maestro de Sivas que follaba con el Diablo en lo alto de un árbol. Porque los que todo lo retuercen han dicho que si alguien vuelve a hablar mal de Su Excelencia el Señor Predicador, le cortarán la lengua al señor cuentista y pondrán patas arriba el café.

Como hace ciento veinte años aún no había café, el Señor Religioso a quien nos referimos echaba fuego de rabia por la boca.

– ¿Por qué pintas a éstos, franco infiel? -decía-. Estos vergonzosos kalenderis van por ahí robando y mendigando, toman hachís, beben vino, fornican unos con otros y, como se puede ver por su manera de ir medio desnudos, no saben lo que son la oración, la piedad, el hogar, la familia ni la patria, son la vergüenza del mundo. Teniendo nuestro país tantas cosas bellas, ¿por qué pintas a estos asquerosos? ¿Para mostrar nuestras miserias?

– No, porque la pintura de vuestras miserias me supone más dinero -le contestó el franco infiel y nosotros, los dos derviches, nos quedamos estupefactos ante la fuerza del razonamiento del ilustrador.

– ¿Y mostrarías hermoso al Diablo si eso te supusiera mas dinero? -le replicó el Señor Religioso intentando llevarle a un astuto debate, pero, como puede deducirse por esta pintura nuestra, el ilustrador franco era un auténtico artesano y no le interesaba el parloteo sino su obra y el dinero, así que no le prestó atención.

Así pues, nos pintó, guardó la pintura en las alforjas del caballo y regresó al país de los francos, pero como el victorioso ejército de la casa de Osman también conquistó y saqueó aquella ciudad a orillas del Danubio, nosotros dimos marcha atrás hasta llegar a Estambul, a la cámara del Tesoro. Y de allí, copiados cuidadosamente de cuadernos secretos a libros, acabamos por llegar a este establecimiento feliz donde se toma café como si fuera un elixir rejuvenecedor. Ahora,

UNA BREVE EXPLICACIÓN SOBRE LA PINTURA,

LA MUERTE Y NUESTRO LUGAR EN EL MUNDO

El Señor Religioso de Konya que mencionamos poco antes declaraba lo siguiente en algún lugar del grueso volumen que reunía sus sermones, que ordenó pasar por escrito: los kalenderis sobran en este mundo. Porque en este mundo la gente se divide en cuatro clases: 1. Señores; 2. Comerciantes; 3. Campesinos; 4. Artistas. No están en ninguna de ellas. Por lo tanto, sobran.

Y además declaraba lo siguiente: «Siempre andan en parejas y discuten sobre quién será el primero en usar su única cuchara para comer de la escudilla», de manera que quien no sepa que esto es una retorcida alusión al auténtico asunto, quién follará antes a quién, se reirá sin llegar a comprenderlo. Su Excelencia el Religioso Pordiosnosemeentiendamal ha descubierto nuestro secreto porque tanto él como nosotros, más todos los hermosos efebos y los aprendices y los ilustradores, viajamos por el mismo camino.

Pero el auténtico secreto

Es éste: el franco infiel nos observaba tan dulcemente y con tanto cuidado mientras nos pintaba que a nosotros nos gustaron él y ser pintados por él. Se dedicaba a una labor tan errónea como la de observar el mundo con los ojos desnudos y pintar lo que veía, y así nos pintó ciegos, a nosotros, que en realidad podemos ver, pero no nos importó. Ahora estamos muy contentos. Según el Señor Religioso estamos en el Infierno, según algunos impíos somos cadáveres putrefactos y según vosotros, inteligente comunidad de ilustradores reunida aquí, somos una pintura y como somos una pintura, qué bien, nos encontramos ante vosotros como si estuviéramos vivos. Porque después de nuestro encuentro con el dicho Señor Religioso y después de pasar mendigando por tres hospederías y ocho aldeas en nuestro camino de Konya a Sivas, una noche comenzó a nevar e hizo un frío tal que los dos derviches nos abrazamos, nos dormimos y nos morimos congelados. Antes de morir soñé que era pintado y que mi imagen, después de vivir miles de años, iba al Paraíso.

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