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– Pintar es recordar.

Abriendo y cerrando viejos tomos, entristeciéndose ante las maravillas (porque ya nadie pintaba así), alegrándose ante las ineptitudes (¡porque todos los ilustradores éramos hermanos!) y mostrándome lo que había recordado el ilustrador, viejas imágenes de árboles, ángeles, parasoles, tigres, tiendas, dragones y príncipes tristes, en realidad quería decirme lo siguiente: en determinado momento Dios vio el mundo en su forma mas única e incomparable y, creyendo en la belleza de lo que veía, se lo cedió a sus siervos. Nuestro trabajo, el de los ilustradores y el de los amantes de la pintura que lo observan, es recordar el maravilloso paisaje que Dios vio y nos donó. Los más grandes maestros de cada generación de ilustradores trabajaban entregando sus vidas hasta quedarse ciegos para alcanzar con gran esfuerzo e inspiración aquel magnífico sueño que Dios nos había ordenado ver, para intentar pintarlo. Lo que hacían se parecía a la humanidad buscando acordarse de sus recuerdos de la edad de oro. Pero, por desgracia, incluso los más grandes maestros, como ancianos cansados y grandes ilustradores que se quedan ciegos de tanto trabajar, sólo podían recordar parcialmente y de forma poco clara aquella maravillosa pintura. Ésa era la razón por la que, aunque nunca hubieran visto las obras del otro y además hubiera entre ellos cientos de años de diferencia, a veces, y como si fuera un milagro, los antiguos maestros pintaban lo mismo exactamente igual, un árbol, un pájaro, un príncipe en los baños o una joven melancólica asomada a una ventana.

Mucho más tarde, después de que la luz roja de la sala del Tesoro se oscureciera ligeramente y de comprender que en el armario no había ninguno de los libros que el sha Tahmasp había enviado como regalo al abuelo de Nuestro Sultán, el Maestro Osman continuó siguiendo la misma lógica:

– A veces el ala de un pájaro, la forma en que una hoja se agarra al árbol, la manera en que el alero dobla la esquina, la de flotar una nube en el cielo, la sonrisa de una mujer, permanecen durante siglos pasando de maestro a aprendiz, siendo enseñadas, aprendidas y memorizadas de generación en generación El maestro ilustrador nunca olvida ese detalle que se ha grabado en su memoria, de la misma forma que ha memorizado el Sagrado Corán, porque cree de corazón en la inmutabilidad de aquel modelo que ha aprendido de su propio maestro, como cree en la inmutabilidad del Sagrado Corán. Pero el que no lo olvide no significa que el maestro ilustrador lo use siempre. A veces las costumbres del taller en el que pierde la luz de sus ojos pintando o las de los malhumorados maestros junto a los que trabaja, sus gustos en cuanto a colores y los deseos del sultán impiden que el ilustrador pinte ese detalle, sea el ala de un pájaro o la sonrisa de una mujer…

– O los ollares de un caballo -añadí de repente.

– O los ollares de un caballo… -dijo el Maestro Osman sin sonreír lo más mínimo-. Ese gran maestro no pinta de la manera que tiene grabada en lo más profundo de su corazón sino que lo hace siguiendo las costumbres del taller en el que trabaja en ese momento, como lo hacen todos los demás. ¿Me entiendes?

En un ejemplar del Hüsrev y Sirin de Nizami, de los tantos que habían pasado por nuestras manos, leyó la inscripción que había grabada en piedra en lo alto del muro del palacio en una página ilustrada en la que se mostraba a Sirin en el trono: Altísimo Dios, protege la fuerza, el gobierno y el país de nuestro noble Sultán y justo Jakán, hijo de Tamerlán Jan el Victorioso de manera que sea feliz (escrito en el sillar izquierdo) y rico (escrito en el sillar derecho).

– ¿Dónde podremos encontrar ilustraciones en las que el ilustrador haya pintado los ollares de un caballo tal y como lo tenía grabado en la memoria? -le pregunté luego.

– Tenemos que encontrar el legendario volumen del Libro de los reyes que el sha Tahmasp envió como regalo -me contestó el Maestro Osman-. Tenemos que ir a esos tiempos hermosos, antiguos y legendarios en los que el mismísimo Dios colaboraba en la pintura de ilustraciones. Aún debemos mirar muchos libros.

Se me pasó por la cabeza que la verdadera intención del Maestro Osman no era encontrar caballos de ollares extraños, sino contemplar todo lo posible aquellas maravillosas ilustraciones que llevaban años durmiendo en aquella sala del Tesoro lejos de cualquier mirada. Estaba tan impaciente por encontrar las pistas que me permitieran llegar a Seküre, que me esperaba en casa, que me resultaba imposible creer que el gran maestro pudiera querer quedarse todo el tiempo que le fuera posible en aquella helada sala del Tesoro.

Y así continuamos abriendo otros armarios y otros baúles que el anciano enano nos mostraba y examinando ilustraciones. A veces me aburrían aquellas pinturas todas parecídas, me negaba a ver de nuevo a Hüsrev bajo la ventana del castillo visitando a Sirin, me alejaba del maestro sin ni siquiera echar una mirada a los ollares del caballo de Hüsrev e intentaba calentarme junto al brasero o paseaba admirado y respetuoso entre los terribles montones de telas, oro, botín y armas y armaduras de las demás salas del Tesoro, que daban unas a otras. En ocasiones corría hasta el Maestro Osman debido a que hacía algún ruido o a algún gesto con la mano soñando que por fin había encontrado alguna nueva maravilla en un volumen o, sí, que por fin había aparecido en alguna página un caballo de extraños ollares, y al mirar la página que el maestro, acurrucado en una alfombra de Usak de los tiempos del sultán Mehmet el Conquistador, sostenía entre sus manos ligeramente temblorosas me encontraba con una ilustración como nunca había visto otra igual, el Diablo embarcándose arteramente en el arca del Profeta Noé.

Contemplamos cientos de shas, reyes, sultanes y emperadores que habían ocupado los tronos de todo tipo de Estados desde los tiempos de Tamerlán hasta los de Solimán el Magnífico, cazando alegres y despreocupados entre gacelas, leones y liebres. Vimos cómo incluso el Diablo se mordía el dedo y se avergonzaba del vicioso que había atado las rodillas posteriores de un camello y había construido unos escalones de madera para poder violar al pobre animal. Vimos, en un libro en árabe que había llegado de Bagdad, cómo el comerciante sobrevolaba los mares agarrado a las patas del ave legendaria. En primera página del siguiente volumen, que se abrió por sí sola, vimos la escena que más nos gustaba a Seküre y a mí, a Sirin enamorándose de Hüsrev observando su imagen colgada de un árbol. Viendo una ilustración que daba vida al funciona-miento interno de un complicado reloj hecho con bobinas, bolas, pájaros y estatuillas árabes sobre el lomo de un elefante, recordamos la hora.

No sabría decir cuánto tiempo más estuvimos así, examinando volumen tras volumen, página tras página. Era como si la edad dorada, inmóvil e inmutable, que mostraban las ilustraciones y las historias que observábamos se hubiera mezclado con el tiempo, húmedo y mohoso, que estábamos viviendo en la sala del Tesoro. Era como si las páginas, pintadas al precio de la luz de los ojos en los talleres de decenas de shas, príncipes, janes y sultanes, fueran a cobrar vida después de tantos años de estar ocultas en baúles poniendo en movimiento a todo tipo de caballos, como parecía hacerlo todo lo que nos rodeaba: los cascos, las espadas y dagas con empuñaduras incrustadas con diamantes, las armaduras, las tazas llegadas de la China, los polvorientos y delicados laúdes y los almohadones bordados con perlas y los tapices cuyos iguales habíamos visto realmente en las ilustraciones.

– Ahora comprendo que en realidad lo que han hecho los miles de ilustradores que han reproducido lentamente y de manera imperceptible la misma imagen a lo largo de los siglos ha sido la lenta e imperceptible conversión del mundo en otro.

He de confesar que no entendí del todo lo que quería decir el gran maestro. Pero el cuidado que demostraba con los miles de imágenes hechas en los últimos doscientos años desde Bujara y Herat a Tabriz, Bagdad y al mismo Estambul, ya hacía rato que iba mucho más allá de buscar una señal en los ollares de los caballos. Lo que estábamos haciendo era una especie de ceremonia de melancólica reverencia a la inspiración, el talento y la paciencia de todos los maestros que se habían dedicado a la pintura y a la ilustración durante siglos en estas tierras.

Por eso cuando las puertas de la sala del Tesoro se abrieron a la hora de la oración del anochecer y el Maestro Osman me dijo que no tenía el menor deseo de salir y que sólo si permanecía allí hasta el amanecer examinando ilustraciones a la luz de velas y candiles podría llevar a cabo correctamente la misión que le había encomendado Nuestro Sultán, mi primera reacción fue la de quedarme allí con él -y con el enano- y así se lo dije.

Cuando la puerta se abrió y mi maestro hizo saber aquella decisión nuestra a los agás que nos esperaban fuera y le pidió permiso al Tesorero Imperial, me arrepentí de inmediato. Echaba de menos a Seküre y la casa. Me inquietaba enormemente pensar cómo pasaría la noche sola con los niños, cómo podría cerrar con firmeza la ventana de los postigos ahora ya reparados.

Me llamaban a la maravillosa vida del exterior los enormes y húmedos plátanos del Patio Privado, que se veían apenas, como si estuvieran entre nieblas, a través de la única hoja abierta de la puerta de la sala del Tesoro, y los movimientos de dos jóvenes pajes que hablaban entre ellos usando los gestos de los sordos para no molestar a Nuestro Sultán con sus voces, pero me paralizó una sensación de vergüenza y culpabilidad.

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