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26. Yo, Seküre

Cuando Hayriye me anunció que había llegado Ester, estaba colocando en el baúl la ropa que había lavado y tendido a secar ayer… Eso iba a decir, pero ¿para qué mentiros? Bueno, cuando llegó Ester estaba observando a mi padre y a Negro por el agujero del armario aunque no dejaba de pensar en ella ya que esperaba impaciente las cartas de Negro y de Hasan. Porque, de la misma manera que sentía que el miedo a la muerte de mi padre se debía a una sospecha razonable, también sabía que el interés de Negro por mí no le duraría toda la vida. El amor de Negro estaba en proporción directa a sus deseos de casarse y se había enamorado con facilidad precisamente porque quería casarse. Si no lo hacía conmigo lo haría con otra y también de ella se enamoraría antes de casarse.

Hayriye le ofreció un asiento a Ester en un rincón de la cocina y le puso en la mano un vaso de jarabe de rosas mientras me miraba acusadora. Me había dado cuenta de que desde que Hayriye había caído en brazos de mi padre podría estar contándole todo lo que veía y aquello me daba miedo.

– Ojos negros, desdichada mía, preciosa, he llegado tarde porque mi marido, ese cerdo de Nesim, no me dejaba salir de ninguna manera -dijo Ester-. Deberías saber lo que vale no tener un marido que te dé la lata.

En cuanto sacó las cartas se las arrebaté de las manos. Hayriye se retiró a un rincón en el que no molestaba pero desde el que podía oírlo todo. Le di la espalda a Ester para que no pudiera verme la cara y leí primero la carta de Negro. Temblé por un instante al pensar en la casa del Judío Ahorcado. No tengas miedo, Seküre, eres capaz de salir con bien de cualquier cosa, me dije, y comencé a leer la carta de Hasan. Éste estaba a punto de rabiar de furia:

Señora Seküre:

Ardo de pasión por ti pero sé perfectamente que no te importa. Por las noches sueño que corro por colinas desiertas en pos de tu imagen. Cada vez que dejas sin respuesta una de mis cartas, que me consta que lees, una flecha de tres plumas en el asta se me clava en el corazón. Te escribo porque quizá contestes a ésta. Hay algo que corre de boca en boca y que al parecer andan diciendo tus hijos: que has soñado que tu marido ha muerto y que ya estás libre para casarte. No sé si es verdad. Lo que sé es que aún estás casada con mi hermano mayor y que todavía tienes unas obligaciones respecto a esta casa. Vamos a acudir hoy al cadí para traerte de nuevo a ella porque mi padre me ha dado por fin la razón. Iremos por ti con todos los hombres que podamos reunir, quiero que tu padre lo sepa. Prepara tu equipaje, vuelves a casa. Envíame inmediatamente tu respuesta por mediación de Ester.

Me rehíce sólo después de leer la carta por segunda vez y miré a Ester con ojos interrogantes. Pero no me dijo nada nuevo ni sobre Hasan ni sobre Negro.

Saqué de inmediato el recado de escribir que guardaba en el armario de las cazuelas, coloqué el papel en la tabla del pan y estaba a punto de empezar una carta a Negro cuando me detuve.

Se me había venido algo a la cabeza. Me volví y miré a Ester: estaba acurrucada sobre el jarabe de rosas con la felicidad de un niño gordo y me pareció estúpido haber pensado siquiera por un instante que Ester podría adivinar lo que había pensado. Dejé en su sitio la pluma y el papel, me volví hacia Ester y sonreí.

– Mira cómo sonríes, hermosa -me dijo-. No te preocupes, al final todo acabará bien. Estambul rebosa de ricos señores y de bajas que se mueren de ganas de casarse con una preciosidad como tú, que sabe hacer de todo.

Ya sabéis, a veces decimos de tal manera algo en lo que de verdad creemos que enseguida nos preguntamos: «¿Por qué habré dicho esto con tan poca convicción a pesar de estar tan convencida?». Y así fue como yo dije:

– Pero, Ester, ¿quién puede querer casarse con una viuda con dos hijos? ¡Por el amor de Dios!

– Con una como tú, muchos, muuuchos -dijo haciendo un gesto con la mano como para indicar cuántos.

Yo la miraba a los ojos. Pensaba que no me gustaba nada. Guardé silencio de tal manera que comprendió que no iba a darle ninguna carta y que tenía que irse. Después de que Ester se fuera me retiré a mi rincón, cómo os lo explicaría, sintiendo ese mismo silencio en mi alma.

Permanecí en la oscuridad largo rato apoyándome en la pared sin hacer nada. Pensaba en mí, en qué haría, en el miedo que iba creciendo en mi corazón. A lo largo de todo aquel tiempo pude escuchar lo que hablaban entre ellos Sevket y Orhan en el piso de arriba.

– Y eres tan cobarde como una mujer -decía Sevket-. Atacas por la espalda.

– Se me mueve un diente -decía a su vez Orhan.

Pero por otra parte, con un rincón de mi mente, seguía lo que ocurría entre mi padre y Negro.

Podía escuchar con toda comodidad lo que hablaban porque la puerta azul del cuarto de pintura estaba abierta.

– Después de ver los retratos de los maestros italianos -decía mi padre-, uno se da cuenta con miedo de que en la pintura los ojos no son ya unos agujeros simples y redondos todos iguales, sino que son como los nuestros, que reflejan la luz como espejos y que la absorben como pozos. Los labios no son hendiduras en medio de caras planas como el papel, sino centros de expresión, cada cual de un rojo distinto, que pueden expresar nuestras alegrías, nuestras tristezas y nuestra alma tensándose y relajándose. La nariz no es un muro insípido que divide nuestra cara en dos, sino un instrumento vivo y curioso con una forma completamente distinta para cada uno de nosotros.

¿Le sorprendía tanto a Negro como a mí que cuando mi padre mencionaba a los caballeros infieles que habían encargado aquellas pinturas se refiriera a ellos como «nosotros»? Cuando miré por el agujero, la cara de Negro parecía tan pálida que por un instante tuve miedo. Mi pobre moreno, mi triste valiente, ¿te has pasado la noche sin dormir pensando en mí y por eso has perdido el color?

Quizá no lo sepáis: Negro es un hombre alto, delgado y apuesto. Tiene una frente amplia, ojos almendrados y una nariz poderosa y elegante. Sus manos siguen siendo largas y delicadas, como cuando era niño, y sus dedos inquietos y ágiles. Cuando se pone en pie se planta muy erguido, sus hombros son ligeramente anchos, pero no tanto como los de un porteador. Cuando era niño ni su cuerpo ni su cara se habían asentado aún. Doce años después, la primera vez que lo vi desde este rincón oscuro comprendí de inmediato que había alcanzado la perfección.

Ahora, cuando acerco lo suficiente el ojo al agujero en la oscuridad, puedo ver en el rostro de Negro la misma tristeza que veía hace doce años. Me siento orgullosa y culpable de que sufra tanto por mí. La cara de Negro, mientras observa una de las pinturas hechas para el libro y atiende a lo que le cuenta mi padre, es totalmente inocente e infantil. Justo en ese momento, al ver que abría su boca rosada como un niño me apeteció de repente ponerle mi pecho en los labios. Negro metería su cabeza en lo más recóndito de mi seno mientras yo le pasaría los dedos por la nuca y el pelo, cerraría los ojos de felicidad cuando se llevara mi pezón a los labios, como habían hecho mis hijos, y el pobre de él, como un niño sin esperanzas, comprendería que sólo podría alcanzar la paz gracias a mi afecto y dependería de mí para siempre.

Aquella fantasía me agradó tanto que, sudando ligeramente, me imaginé que lo que Negro miraba admirado y atento no era la imagen del Diablo que le estaba mostrando mi padre, sino el tamaño de mis pechos. Y no sólo mis pechos, que observaba embriagado mi pelo, mi cuello, toda yo. Tanto le gustaba, que me decía todas aquellas palabras dulces que no me había dicho cuando era joven, y yo, por su expresión y por sus miradas, podía comprender cuánto admiraba mi actitud orgullosa, mis buenas maneras, mi educación, la paciencia y el valor con que esperaba el regreso de mi marido y la belleza de la carta que le había escrito.

De repente me enfurecí con mi padre, que andaba urdiendo intrigas para que me casara de nuevo. Estaba harta de las pinturas que encargaba a los ilustradores, y que imitaban a las de los maestros francos, y de sus recuerdos de Venecia.

Al cerrar de nuevo los ojos, ay, Dios mío, no lo hice por propia voluntad, Negro se aproximó a mí de una manera tan dulce en mi imaginación que lo sentí justo a mi lado en la oscuridad. De repente noté que se me había acercado por la espalda, que me besaba la nuca, el cuello y por detrás de las orejas y comprendí que era muy fuerte. Me sentía segura porque era firme, grande y duro y podía apoyarme en él. Sentía un cosquilleo en la nuca y un escalofrío en los pezones. Noté de tal manera que su miembro se me acercaba por detrás, enorme, mientras estaba con los ojos cerrados en la oscuridad que me mareé. ¿Cómo sería el de Negro?

A veces sueño que mi marido me lo enseña sufriendo. Me doy cuenta de que por un lado intenta caminar irguiendo su cuerpo sangrante acribillado por las flechas y las lanzas de los soldados safavíes, y por otro se acerca a mí pero por desgracia entre nosotros hay un río que nos separa. Mientras me llama desde el otro lado del río dolorido y ensangrentado me doy cuenta de que su miembro se ha vuelto enorme. Si es verdad lo que la recién casada georgiana contaba en los baños, y que las viejas confirmaban, «Sí, puede ser de ese tamaño», entonces la de mi marido tampoco es demasiado grande. Si la de Negro es mayor, si esa cosa enorme que le vi por debajo del fajín después de que cogiera el papel en blanco que le envié con Sevket era lo que era -que sí-, me da miedo que no quepa dentro de mí o que me haga daño.

– Madre, Sevket me está remedando. Salí del rincón oscuro del armario, pasé silenciosamente al cuarto de enfrente, saqué del baúl el chaleco rojo de paño y me lo puse. Habían abierto mi cama y estaban empujándose y gritándose encima.

– ¿No os he dicho que no gritéis cuando Negro está en casa?

– Madre, ¿por qué te has puesto ese chaleco rojo?

– me preguntó Sevket.

– Pero, madre, Sevket me estaba remedando -protestó Orhan.

– ¿No te he dicho que no lo hagas? ¿Qué es esta porquería y qué hace aquí? -a un lado había un trozo de pellejo.

– Es de un bicho muerto -me respondió Orhan-. Sevket lo ha cogido por el camino.

– Ahora mismo vais a llevároslo para tirarlo donde lo habéis encontrado.

– Que se lo lleve Sevket.

– Os estoy diciendo que os lo llevéis.

Cuando vieron que empezaba a morderme la comisura del labio furiosa, como siempre hago cuando voy a pegarles, se dieron cuenta de lo decidida que estaba y se fueron. Ojalá vuelvan pronto y no se resfríen.

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