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Me contuve a duras penas mientras Hasan leía la carta para sí. Por fin no pude más, le pregunté y él me la leyó:

Querida señora Seküre:

Quieres que termine el libro de tu padre. Me gustaría que supieras que ésa es mi única intención. Con ella fui a esa casa y no con la de molestarte, como ya te he dicho. Sé perfectamente que el amor que siento por ti es un problema exclusivamente mío. Pero a causa de este amor soy incapaz de coger la pluma para escribir los textos necesarios para el libro y que tu padre, mi Tío, me pidió. Cada vez que siento tu presencia en la casa me quedo petrificado y no puedo ayudarlo. Lo he meditado mucho y todo esto tiene una única razón: después de doce años sólo he podido ver tu cara una vez, cuando apareció en la ventana. Ahora tengo muchísimo miedo de olvidar aquella visión. Si pudiera volver a verte más de cerca, no tendría miedo de perder la imagen de tu rostro y podría acabar fácilmente el libro de tu padre. Sevket me llevó ayer a la casa vacía del judío Ahorcado. En esa casa nadie podrá vernos. Te esperaré allí hoy a la hora que quieras. Sevket me dijo ayer que habías soñado que tu marido había muerto.

Hasan leyó la carta lanzando carcajadas, a veces haciendo más aguda su voz, ya chillona de por sí, como la de una mujer, a veces imitando los ruegos temblorosos de un amante que ha perdido la cabeza. Se burló de que su deseo de poder «volver a verte» lo hubiera escrito en persa.

– En cuanto ha visto que Seküre le daba esperanzas, Negro ha empezado a regatear. Estos cálculos no son propios de un verdadero enamorado.

– Pero él está realmente enamorado de Seküre -dije inocente.

– Eso que acabas de decir me demuestra que estás de parte de Negro. El que escriba que soñó que mi hermano había muerto significa que ella acepta que su marido ha muerto.

– Es sólo un sueño -dije, tonta de mí.

– Sé perfectamente lo listo y enredador que es Sevket. ¡Cuántos años hemos vivido juntos en esta casa! Sevket nunca habría llevado a Negro a la casa del Judío Ahorcado a no ser que su madre le hubiera dado permiso o, peor aún, le hubiera forzado a hacerlo. ¡Si Seküre cree que nos puede quitar de en medio a mi hermano y a nosotros, se equivoca! Mi hermano sigue vivo y volverá de la guerra.

Sin haber terminado de hablar entró en la otra habitación, e iba a encender una vela con la llama del hogar pero se quemó la mano y lanzó un grito. Lamiéndose la mano consiguió por fin encender la vela y la colocó a un lado de un atril de lectura. Sacó un cálamo de una caja, lo sumergió en el tintero y comenzó a escribir a toda velocidad en un papelito.

Comprendí de inmediato que le agradaba que le contemplara, pero le sonreí con esfuerzo para demostrarle que no le tenía miedo.

– ¿Quién era ese judío ahorcado? ¿Lo sabes?

– Algo más allá de su casa hay otra amarilla. Dicen que Mose Hamon, el querido médico del anterior sultán, que era inmensamente rico, ocultó allí durante años a su mantenida, una judía de Amasya, y al hermano de ésta. Al parecer unos años antes un joven griego había desaparecido en el barrio judío de Amasya en vísperas de Pascua y la gente decía que lo habían estrangulado para hacer pan ácimo con su sangre. En cuanto aparecieron unos testigos falsos comenzó la matanza de judíos pero el querido médico del sultán consiguió sacar a aquella hermosa mujer y a su hermano y, con permiso del sultán, esconderlos. Al morir el sultán, sus enemigos no pudieron atrapar a la hermosa mujer, pero consiguieron que ahorcaran al hermano, que vivía solo.

– Si Seküre no espera a que mi hermano vuelva de la guerra también a ella la castigarán -dijo Hasan entregándome las cartas.

Pero en su cara no se leía la ira ni la ambición, sino ese desvalimiento y esa desdicha tan propios de los auténticos enamorados. Por un instante vi en sus ojos que, sin que pasara mucho, el amor convertiría a aquel hombre en un anciano. El dinero que había comenzado a ganar en las aduanas no le había servido en absoluto para rejuvenecerle. Después de tanta mirada ofendida y tanta amenaza se me ocurrió que todavía sería capaz de preguntarme cómo podría convencer a Seküre. Pero ya se había acercado tanto a convertirse en un hombre absolutamente malvado como para no preguntarlo. En cuanto uno acepta que es malo, y el ser rechazado en el amor es una razón importante para llegar a serlo, la crueldad surge luego con facilidad. Me dieron tanto miedo aquella terrible espada roja de la que hablaban los niños, que cortaba todo lo que tocaba, y las cosas que se me pasaban por la imaginación, que me lancé a la calle desesperada y nerviosa, como si quisiera huir de allí.

Y así fue como me pillaron desprevenida los insultos del pordiosero tártaro. Pero me recuperé enseguida y dejé muy despacio en su pañuelo una piedra que había recogido del suelo.

– Toma, tártaro tiñoso -le dije.

Contemplé sin reírme cómo alargaba la mano para coger la piedra creyendo que era dinero. Sin escuchar sus insultos, me fui a casa de una de mis hijas, a la que había casado después de encontrarle un buen novio.

Mi querida hija me sacó un hojaldre con espinacas que le había sobrado del día anterior pero que aún seguía estando crujiente; para el almuerzo estaba preparando un guisado de cordero con abundante salsa y ligeramente ácido por las ciruelas, tal y como a mí me gusta; para no romperle el corazón me esperé a que terminara y me comí dos cazos rebosantes con pan tierno. Había preparado también un estupendo jarabe de uvas y, sin dudarlo un segundo, le pedí mermelada de rosas, le añadí una cucharada al jarabe, me lo tomé para que me pasara bien la comida y le llevé sus cartas a mi triste Seküre.

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