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7. Me llamo Negro

Al ver por primera vez a su hijo, recordé de inmediato qué era lo que llevaba años recordando erróneamente de la cara de Seküre. La cara de Seküre era estrecha, como la de él, y su barbilla más larga de lo que recordaba. Por lo tanto, la boca de mi amada debía ser, por supuesto, más pequeña y estrecha de lo que había pensado durante años. A lo largo de doce años, mientras erraba de ciudad en ciudad, mi ansiosa fantasía había ensanchado la boca de Seküre imaginando sus labios más armoniosos, carnosos e irresistibles, como una cereza grande y brillante.

Si hubiera tenido conmigo una pintura del rostro de Seküre hecha a la manera de los maestros italianos, jamás me habría sentido desarraigado ni perdido al darme cuenta de que era incapaz de recordar la cara de la amada, que había dejado atrás en algún lugar en medio de aquel viaje de doce años de duración. Porque si el rostro de vuestra amada vive grabado en vuestro corazón, el mundo sigue siendo vuestro hogar.

El ver al hijo de Seküre, hablar con él y besarle, me provocó esa incomodidad exclusiva de los mal aventurados, asesinos y pecadores. Una voz interior me decía: «Vamos, ahora ve a ver a Seküre».

Por un momento pensé en dejar a mi Tío sin darle la menor explicación y abrir una a una las puertas que daban a la antecámara -las había contado de reojo, cinco puertas oscuras incluida la que daba a las escaleras- hasta encontrar a Seküre. Pero precisamente había permanecido doce años lejos de mi amada por abrirle mi corazón en el peor momento y sin calcular las consecuencias. Esperé en silencio y maliciosamente escuchando a mi Tío y observando los cojines en los que quién sabe cuan a menudo se sentaría Seküre y los objetos que sin duda tocaría.

Me contó que el Sultán había querido que el libro estuviera terminado para el milenario de la Hégira. El Sultán, Escudo del Mundo, quería demostrar en el milenario de nuestro calendario que tanto él como su Estado podían usar las maneras de los francos tan bien como ellos mismos. Además, como sabía que los maestros ilustradores estaban muy ocupados con el Libro de las Festividades que había encargado, ordenó que no salieran de sus casas y que trabajaran en ellas en lugar de entre el alboroto de los talleres. Por supuesto, estaba al corriente de que acudían a escondidas a casa de mi Tío.

– Ya verás a Osman, el Gran Ilustrador -me dijo mi Tío-. Algunos dicen que está ciego y otros que chochea; yo creo que está ciego y chochea.

Evidentemente, el hecho de que mi Tío dirigiera la confección de un libro con el permiso y el estímulo del Sultán a pesar de no ser maestro ilustrador y de que, de hecho, no tuviera nada que ver con el oficio, tenía que ensanchar sus diferencias con el Maestro y Gran Ilustrador Osman.

Puse toda mi atención en los objetos de la casa acordándome de mi infancia. Recordaba de doce años atrás el tapiz azul de Kula del suelo, el aguamanil de cobre, la bandeja del café y la cafetera y las tazas, que, cuántas veces lo había repetido orgullosamente mi tía, habían venido de la lejana China a través de Portugal. Todos aquellos objetos, como también el atril con incrustaciones de madreperla para leer el Corán que había a un lado, el perchero para el turbante de la pared y el almohadón rojo de terciopelo que tocaba recordando su suavidad, eran restos de la casa de Aksaray en la que Seküre y yo habíamos pasado nuestra infancia y todavía tenían algo del brillo de los días de felicidad y pintura que había vivido en aquella casa.

Felicidad y pintura. Me gustaría que los queridos lectores que prestan atención a mi historia y a mis penas las tuvieran siempre en mente como los puntos en que se originó mi mundo. En tiempos fui muy feliz aquí, entre libros, plumas y pinturas. Luego me enamoré y fui expulsado del Paraíso. En los años en que sufrí mi exilio amoroso pensé a menudo cuánto le debía a Seküre y al amor que sentía por ella por haberme abierto el camino a que me tomara con optimismo la vida y el mundo aún en plena juventud. Era extraordinariamente optimista porque, con la simpleza de un niño, no tenía la menor duda de que mi amor era correspondido y aceptaba el mundo de manera optimista considerándolo un buen lugar. Con el mismo optimismo amé y me identifiqué con los libros, con las cosas que por entonces mi Tío me decía que leyera, lo que me enseñaban en la medersa, los dorados y la pintura. Pero, de la misma forma que le debo al amor que sentía por Seküre aquella primera y enriquecedora mitad de mi educación, soleada y festiva, también le debo al haber sido rechazado la oscura sabiduría que la amargó: la herencia que me dejó Seküre fueron noches frías como el hielo, el deseo de desaparecer con las brasas que se apagaban en las chimeneas de habitaciones de posadas, el que en mis sueños me viera a menudo caer por un precipicio desolado junto a la mujer que dormía a mi lado después de haber hecho el amor y la idea de «soy un tipo que no vale cuatro cuartos».

– ¿Sabías que después de morir -me dijo mi Tío mucho después- nuestras almas pueden encontrarse con las de los vivos que duermen a pierna suelta en sus camas en este mundo?

– No, no lo sabía.

– Después de la muerte hay un largo viaje, y por eso no la temo. Lo que temo es morir antes de haber acabado el libro de Nuestro Sultán.

Aunque parte de mi mente estaba convencida de que yo era más fuerte, más razonable y más sano que mi Tío, la otra parte estaba ocupada por el excesivo precio del caftán que me había comprado para visitar a este hombre que doce años atrás no me había permitido que me casara con su hija, por los arneses de plata del caballo que sacaría del establo y montaría en cuanto bajara las escaleras y por la silla de cuero repujado.

Le dije que le comunicaría cualquier cosa de la que me enterara entre los ilustradores. Le besé la mano, bajé las escaleras, salí al patio, noté el frío de la nieve y recordé que no era ni un viejo ni un niño: en mi piel sentía gozosamente el mundo. Cuando cerraba la puerta del establo se levantó el viento. Al cruzar el patio, el caballo blanco de cuyas bridas tiraba se estremeció al mismo tiempo que yo: reconocí como mía esa actitud difícil de expresar que se notaba en sus poderosas patas cruzadas por gruesas venas y en su impaciencia. En cuanto salí a la calle me dispuse a montar en el caballo de un salto a punto de perderme por las callejuelas como un jinete de cuento para nunca regresar, cuando vino hacia mí una mujerona enorme sin que me diera cuenta de dónde había salido, una judía vestida de rosa de arriba abajo con un atadillo en la mano. Era tan grande y tan ancha que parecía un armario. Pero también era ágil, vivaracha y hasta un tanto coqueta.

– León mío, muchacho, realmente eras tan guapo como decían -me dijo-. ¿Estás casado o soltero? ¿Quieres comprarle un pañuelo de seda para tu amante secreta a Ester, la principal buhonera de Estambul?

– No.

– ¿Una faja roja del Atlas?

– No.

– ¡No me digas tanto que no! ¿Cómo no va a tener un león como tú una novia o una amante secreta? ¿Quién sabe cuántas muchachas arden de pasión por ti con los ojos llenos de lágrimas?

De repente su cuerpo se alargó como el delicado cuerpo de un acróbata y se me acercó con una elegancia sorprendente. Al mismo tiempo, hizo que en su mano apareciera una carta con la habilidad de un prestidigitador que saca cosas de la nada. Agarré la carta en un abrir y cerrar de ojos y me la introduje diestramente en el fajín, como si llevara años entrenándome para aquel instante. Era una carta bastante gruesa y ahora la sentía por dentro de mi fajín como si fuera fuego sobre mi piel helada entre la cintura y el vientre.

– Monta y ve al paso -me dijo Ester la buhonera-. Sigue este muro y gira con él por la calle de la derecha. Ve tranquilo, pero cuando llegues junto al granado date media vuelta y mira hacia la casa de la que has salido, a la ventana que haya frente a ti.

Siguió su camino y desapareció en un parpadeo. Monté a caballo, pero como un jinete novato que monta por primera vez en su vida. Mi corazón latía desbocado, mi mente estaba arrebatada por la inquietud, mis manos no acertaban a sostener las riendas, pero cuando mis piernas rodearon con firmeza el cuerpo del animal la sensatez y la destreza que da la experiencia se apoderaron tanto de él como de mí y mi inteligente caballo echó a andar al paso, tal y como había dicho Ester, y doblamos por la calle a la derecha. ¡Magnífico!

Entonces sentí que quizá realmente fuera guapo. Notaba que desde detrás de cada postigo y cada celosía me observaban las mujeres del barrio, como en los cuentos, y que yo me disponía a arder de nuevo en el mismo fuego. ¿Era eso lo que quería? ¿Recaer en la enfermedad después de tantos años? El sol apareció tan repentinamente que me sorprendió.

¿Dónde estaba el granado? ¿Era este árbol triste y raquítico? ¡Sí, era él! Me volví ligeramente sobre la silla: justo frente a mí había una ventana, pero en ella no había nadie. ¡Esa vieja bruja de Ester me había engañado!

Eso me estaba diciendo cuando de repente los postigos cubiertos de hielo se abrieron con un estallido y allí vi después de doce años la hermosa cara de mi bella amada enmarcada por la ventana que relucía a la luz del sol y entre ramas nevadas. ¿Me miraban esos ojos negros a mí o a una vida más allá de mí? No pude saber si estaba triste, si sonreía o si sonreía con tristeza. ¡Estúpido caballo, no vayas al ritmo de mi corazón, frena! A pesar de todo, me giré intrépidamente en la silla y la miré con nostalgia hasta el final, hasta que su cara misteriosa, elegante y delicada desapareció entre las ramas blancas.

Mucho después, cuando abrí la carta y vi la ilustración que contenía me di cuenta de cuánto se parecía nuestra situación, yo a caballo, ella en la ventana, a la escena, pintada miles de veces, en que Hüsrev llega a caballo bajo la ventana de Sirin -aunque entre nosotros y algo más atrás había también un árbol sombrío- y me consumió un amor como el que está pintado en esos libros que tanto nos gustan, que nos fascinan.

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