Литмир - Электронная Библиотека
A
A

18. Me llamarán Asesino

Yo fui quien más lloró mientras arrojaban tierra fría y fangosa sobre el cadáver destrozado del pobre Maese Donoso. Gritaba que yo también moría con él y que me enterraran junto al muerto, hasta tuvieron que agarrarme de la cintura para que no me tirara a la tumba. Cuando pareció que me ahogaba me apretaron las palmas de las manos contra la frente y me echaron la cabeza hacia atrás para que pudiera respirar. Comprendí por las miradas de los familiares del difunto que debía de estar excediéndome en mis lamentos y mis lágrimas, así que procuré controlarme. Además, los cotillas del taller podían comenzar a pensar que Maese Donoso y yo teníamos una relación amorosa a juzgar por lo mucho que gimoteaba.

Para no atraer más la atención, durante el resto del funeral me oculté tras un plátano. Un familiar del difunto, aún más imbécil que el imbécil al que había mandado al Infierno, me descubrió detrás del árbol y me clavó los ojos con una mirada que pretendía ser muy significativa. Me abrazó largo rato. Y luego me dijo el muy bobo:

– ¿Tú eras Sábado o Miércoles?

– Miércoles fue en tiempos el sobrenombre del difunto -le contesté. Se quedó muy sorprendido.

La historia de esos sobrenombres que nos ligan como si se tratara de un pacto secreto es bastante simple. En nuestros años de aprendices todos sentíamos un respeto, una admiración y un cariño enormes por el ilustrador Osman, que acababa de pasar de ayudante a maestro. Aquel gran ilustrador nos lo enseñó todo porque Dios le había dado un talento mágico y la inteligencia de un duende. Cada mañana uno de nosotros, era una de las funciones de los aprendices, debía ir a casa del maestro y acompañarle hasta los talleres llevándole la caja de pinceles, la bolsa y el cartapacio lleno de papeles. Teníamos tal ansia por estar cerca de él que llegábamos a pelearnos por ir ese día.

El Maestro Osman tenía un favorito, pero si iba cada mañana alimentaría los inagotables cotilleos y las bromas obscenas de los demás ilustradores, así que el gran maestro decidió que cada día de la semana fuera uno de nosotros. El maestro trabajaba los viernes y los sábados no iba al taller. Su hijo, al que tanto quería, que era aprendiz como nosotros y que años después le traicionaría a él y a todos nosotros abandonando el arte, le acompañaba los lunes, como si fuera un aprendiz cualquiera. Teníamos un hermano Jueves, alto y delgado y con más talento que cualquiera de nosotros, que murió joven ardiendo de fiebre por una enfermedad desconocida. El difunto Maese Donoso iba los miércoles y por eso era miércoles, pero luego nuestro gran maestro nos volvió a cambiar los nombres, tanto por cariño como por su significado, de martes a Aceituna, de viernes a Cigüeña, de domingo a Mariposa y a él le llamó Donoso aludiendo a la delicadeza de sus decoraciones. Supongo que, como a todos nosotros, durante una época el gran maestro debió de saludarle cada mañana diciendo:

– Buenos días, miércoles, ¿cómo estás?

Al recordar cómo se dirigía a mí también creí que iba a llorar: cuando éramos aprendices, a pesar de todas las azotainas, nos parecía estar en el Paraíso porque el Maestro Osman nos quería, porque se le llenaban los ojos de lágrimas viendo la belleza de nuestras pinturas y nos besaba las manos, porque cuando nos besaba nuestro talento florecía de puro amor. En esos tiempos hasta la envidia, que ensombrecía aquellos años felices, tenía otro color.

Podéis ver que me siento completamente dividido en dos como esas figuras de las que un maestro pinta la cabeza y las manos y otro el cuerpo y la ropa. Alguien como yo, temeroso de Dios, no se acostumbra como si tal cosa a haberse convertido en asesino de manera imprevista. Para poder comportarme como si continuara con mi vida anterior me he hecho con una segunda voz más adecuada a un asesino. Ahora estoy hablando con esa segunda voz burlona y traidora que no entremezclo en absoluto con mi antigua vida. Por supuesto, también escucharéis de vez en cuando mi voz familiar, la antigua, aquella con la que seguiría hablando de no haberme convertido en un asesino, pero con mi sobrenombre habitual y no diciendo «yo, el asesino». Que nadie intente relacionar ambas personalidades porque no tengo un estilo personal ni defectos que me traicionen. Creo que el estilo, o cualquier cosa que sirva para diferenciar a un ilustrador de otro, es un defecto; no una muestra de personalidad como algunos proclaman orgullosamente.

Pero admito que en mi situación particular eso crea un problema. Porque si uso los seudónimos que el Maestro Osman nos puso con tanto amor y que al señor Tío tanto le gusta usar también, no me apetece en absoluto que descubráis si soy Mariposa, Aceituna o Cigüeña. Si lo hicierais, muy probablemente iríais corriendo a entregarme a los torturadores del comandante de la Guardia Imperial.

Por esa razón no puedo decirlo ni pensarlo todo. De hecho, soy perfectamente consciente de que me estáis observando incluso cuando pienso para mí mismo. No puedo permitir que se me pasen por la cabeza descuidadamente resentimientos ni detalles que pudieran descubrirme. Mientras contaba las tres historias llamadas alif, bá y yim tenía presente vuestra mirada en un rincón de mi mente.

Un lado de los guerreros, enamorados, príncipes y héroes legendarios que he pintado decenas de miles de veces siempre está vuelto hacia lo que está pintado allí, hacia los enemigos que combaten, los dragones que degüellan o las hermosas muchachas que lloran en ese tiempo de leyenda. Pero otra parte de sus cuerpos se vuelve hacia los amantes de la pintura que están observando esa ilustración maravillosa. ¡Si tuviera un estilo y una personalidad no sólo estarían ocultos en mi pintura, sino también en mi crimen y en mis palabras! ¡Ya veremos si sois capaces de descubrir mi identidad por el color de mis palabras!

Creo también que si me atrapáis eso le traerá consuelo al alma desdichada del pobre Maese Donoso. Mientras yo ahora estoy entre los árboles y los trinos de los pájaros, contemplando las aguas doradas del Cuerno de Oro y las cúpulas de Estambul, dándome cuenta una vez más de lo hermoso que es vivir, a él le están echando paletadas de tierra. Pobre Maese Donoso, desde que comenzó a frecuentar a los hombres de ese predicador de Erzurum permanentemente furioso dejó de apreciarme, pero en los veinticinco años que pasamos ilustrando libros para Nuestro Sultán hubo momentos en los que nos sentimos muy cercanos el uno al otro. Nos hicimos bastante amigos hace veinte años, mientras trabajábamos para el Libro de los reyes del difunto padre de Nuestro Sultán, pero sobre todo intimamos trabajando en las ocho páginas ilustradas que iban a ir en el Diván de Fuzuli. Una tarde de verano fui a su casa en respuesta a sus comprensibles pero ilógicos deseos (el artesano debía sentir en el alma el texto que iba a ilustrar) y mientras bandadas de golondrinas revoloteaban alocadamente por encima de mi cabeza, le escuché recitarme con un tono pretencioso versos del Diván de Fuzuli. Aquella tarde se me clavó en la memoria el que dice: «Yo no soy yo, ese que llamo yo has sido siempre tú». Y no dejo de meditar y preguntarme cómo podría pintarse ese verso.

En cuanto supe que habían encontrado el cadáver acudí corriendo a su casa y sentí que el pequeño jardín en el que nos habíamos sentado a leer poesía, ahora cubierto de nieve, había disminuido de tamaño, como ocurre con todos los jardines que volvemos a ver al cabo de los años. Lo mismo le pasaba a la casa. De una de las habitaciones laterales se alzaban los gemidos exagerados y los chillidos cada vez más altos, como si compitieran entre ellas, de las mujeres. Cuando su hermano mayor empezó a explicarnos, le presté atención: la cara de nuestro pobre hermano Maese Donoso estaba prácticamente destrozada y le habían aplastado la cabeza. Cuando lo sacaron del pozo en el que había permanecido cuatro días sus hermanos tuvieron dificultades para reconocerlo así que tuvo que ser su pobre mujer, Kalbiye, a la que habían sacado de casa, quien identificara aquel cadáver irreconocible en medio de la oscuridad de la noche gracias a su ropa hecha harapos. Ante mis ojos se me apareció la escena en que los mercaderes madianitas sacan a José del pozo al que le han arrojado sus envidiosos hermanos. Me gustaba mucho pintar aquella escena de José y Züleyha porque me recordaba que el sentimiento más elemental de la vida es la envidia entre hermanos.

En un momento de silencio noté que me miraban. ¿Debía llorar? Pero mi mirada se clavó en Negro. El muy miserable nos estaba examinando a todos intentando dar la impresión de que el señor Tío le había enviado entre los ilustradores especialmente para investigar el asunto.

– ¿Quién ha podido cometer esta vileza? -gritó el hermano mayor-. ¿Qué monstruo sin conciencia ha podido matar a nuestro hermano, que no era capaz de hacerle daño a una hormiga?

La respuesta a su pregunta fueron más lágrimas y yo me uní a él con aspecto sincero mientras también buscaba una respuesta. ¿Quiénes eran los enemigos de Donoso? De no haberlo matado yo, ¿qué otro lo habría matado? Recuerdo que en tiempos -creo que en los años en que preparábamos el Libro de los talentos - discutió con algunos a quienes no les importaban un bledo las maneras de los maestros antiguos y que, para decorar más rápido y barato, estropeaban con colores innobles los márgenes de las páginas en las que nosotros, los pintores, tanto habíamos trabajado. ¿Quiénes eran? Aunque luego surgieron ciertos rumores que decían que el motivo de la enemistad no había sido ése sino el amor de un apuesto aprendiz de encuadernador del piso de abajo, pero eso era agua pasada. Además, había a quienes molestaban la elegancia, la finura y el aire femeninamente señorial de Donoso, pero todo aquello tenía que ver con otras razones: como su dependencia servil de los modelos antiguos, lo puntilloso que podía llegar a ser en cuanto a la armonía de colores entre la pintura y la decoración, o el hecho de que señalara en presencia del Maestro Osman y de una manera muy educada pero absolutamente pedante los defectos inexistentes de otros ilustradores, especialmente los míos… Su última disputa había tenido que ver con una cuestión a la que, en tiempos, el Maestro Osman había sido especialmente sensible: si los ilustradores de palacio debían trabajar fuera a escondidas y aceptar en secreto pequeños encargos que no fueran de palacio. Como el interés del Sultán y el dinero del Gran Canciller habían disminuido en los últimos años, todos los ilustradores habían comenzado a visitar por las noches las mansiones de dos pisos de bajas advenedizos y rústicos o, los mejores de ellos, la casa del Tío.

34
{"b":"93926","o":1}