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No me importó lo más mínimo que el Tío decidiera no continuar con el libro, con nuestro libro, con la excusa del mal agüero. Por supuesto, sospechaba que alguno de los que adornábamos el libro nos habíamos quitado de en medio al cretino de Maese Donoso. Si vosotros estuvierais en su lugar, ¿os atreveríais a invitar a vuestras casas una noche cada dos semanas a un asesino para que pintara? ¿O antes intentaríais decidir quién era el asesino y quién era el mejor ilustrador? No tengo la menor duda de que en poco tiempo comprendería quién de entre los que acudían a su casa era el de mayor talento tanto en colorear como en decorar, pautando y pintando, dibujando caras y componiendo páginas, y entonces sólo querría seguir trabajando conmigo. Ni se me ocurre pensar que pueda ser tan miserable como para tomar a un ilustrador de auténtico talento como yo por un vulgar asesino.

Seguía de reojo a ese imbécil de Negro que se había traído con él. Cuando aquella pareja se alejó del cementerio y comenzó a bajar hacia el muelle de Eyüp junto con la multitud, que ya había comenzado a dispersarse, yo la seguí. Ellos se subieron a una barca de cuatro remos y yo tomé una de seis con unos jóvenes aprendices que se reían completamente olvidados ya del muerto y del funeral. En cierto momento, a la altura de la Puerta de Fener, nuestras barcas se acercaron hasta el punto de casi abordarse y pude ver de cerca que Negro y el Tío se susurraban algo y de repente volví a darme cuenta de lo fácil que es matar a un hombre. Dios mío, nos has dado a todos ese increíble poder, pero también nos has inspirado miedo para que no lo usemos.

Pero en cuanto uno ha vencido ese miedo y se ha puesto en marcha, se convierte de repente en alguien completamente distinto. Antes no sólo me aterrorizaba el Diablo, sino el más mínimo indicio de maldad que sintiera en mí. Ahora siento que la maldad es algo soportable, incluso necesario para un ilustrador. Si dejamos a un lado el hecho de que las manos me temblaron en los días posteriores al crimen, desde que maté a ese miserable dibujo mucho mejor, coloreo de manera más brillante y osada y, lo que es más importante, veo que mi imaginación crea maravillas. Pero ¿cuánta gente hay en Estambul capaz de apreciarlas?

A la altura de Cibali miré furioso a Estambul desde el mismísimo centro del Cuerno de Oro. Las cúpulas cubiertas de nieve refulgían al sol, que había surgido repentinamente. Cuanto más grande y colorida sea una ciudad, más rincones tendrá en los que ocultar nuestros crímenes y pecados; cuanto más poblada, más gente habrá entre la que mezclarnos con nuestras culpas. La sabiduría de una ciudad no hay que medirla por los sabios que acoge, ni por sus bibliotecas, ni por sus ilustradores, calígrafos y medersas, sino por el número de crímenes tortuosos cometidos en sus calles oscuras a lo largo de miles de años. Siguiendo esa lógica, no me cabe la menor duda de que Estambul es la ciudad más sabia de todo el universo.

Me bajé en el muelle de Unkapani tras Negro y su Tío y les seguí mientras subían la cuesta apoyándose el uno en el otro. Se detuvieron en el solar de un incendio detrás de la mezquita del sultán Mehmet, hablaron por última vez y se separaron. Al quedarse solo, el señor Tío me pareció por un momento un anciano inválido. Me apeteció ir corriendo a su lado, contarle las calumnias de ese miserable de cuyo funeral volvíamos, explicarle lo que había hecho para protegernos a todos de dichas calumnias, y preguntarle: «¿Es cierto lo que decía Maese Donoso? ¿Que nos estamos aprovechando de la confianza de Nuestro Sultán para las pinturas que estamos haciendo? ¿Que estamos traicionando los modelos de nuestro arte y blasfemando contra nuestra religión? ¿Ha terminado la última pintura, la grande?».

Mirando hacia el fondo, me detuve en medio de la calle, que a aquella hora de la tarde los padres e hijos que regresaban a sus casas nos iban dejando a mí, a los duendes y hadas, a los bandidos y ladrones y a la tristeza de los árboles nevados. En el otro extremo, en la suntuosa casa de dos pisos del señor Tío, bajo el tejado que pude entrever por un momento entre las ramas ahora desnudas de los castaños, estaba la mujer más bella del mundo. Pero no quiero perder la cabeza.

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