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48. Yo, Seküre

Soñé con mi padre, me decía algo que yo no podía comprender, fue horrible; me desperté. Tenía a ambos lados a Sevket y a Orhan fuertemente abrazados a mí y su calor me había hecho sudar. Sevket me había puesto la mano en el regazo. Orhan había apoyado su cabeza sudorosa en mi pecho. A pesar de todo pude salir de la cama y de la habitación sin despertarlos.

Crucé la antesala y abrí silenciosamente la puerta de Negro. A la luz del candelabro que llevaba en la mano no lo vi a él sino la cama blanca que se extendía como un cadáver amortajado en medio de la fría y oscura habitación. Era como si la luz del candelabro fuera incapaz de alcanzar la cama.

Al acercar un poco más la mano, la luz anaranjada de la vela iluminó la cara cansada y sin afeitar de Negro y sus hombros desnudos. Me acerqué bastante a él, dormía como Orhan, acurrucado como una cochinilla, y su rostro tenía la expresión de una muchacha dormida.

«Éste es mi marido», me dije. Me resultaba algo tan lejano y extraño que me envolvió una sensación de arrepentimiento. Si hubiera tenido una daga en la mano, lo habría matado. No porque quisiera hacerlo realmente, sino porque sólo pensaba cómo sería matarlo, como nos ocurre a todos cuando somos niños. No creía que hubiera vivido años pensando en mí ni en la expresión de niño inocente de su rostro.

Le di un golpecito en el hombro con un lado de mi pie descalzo y lo desperté. Al verme, más que quedarse hechizado o emocionarse, tuvo miedo por un momento, como yo quería. Antes de que se despertara del todo le pregunté:

– He soñado con mi padre. Me dijo algo terrible: que tu lo habías matado…

– ¿No estábamos juntos cuando lo asesinaron?

– Eso también lo sé yo -le respondí-. Pero tú sabías que mi padre estaría solo en casa.

– No, no lo sabía. Fuiste tú quien envió a los niños con Hayriye. Sólo lo sabían Hayriye y quizá Ester. Y tú sabes mejor que yo quién más podría saberlo.

– A veces me da la impresión de que una voz en mi interior está a punto de decirme por qué todo va a peor, que me va a descubrir el secreto de toda esta mala fortuna. Abro la boca para que salga esa voz pero, como pasa en los sueños, no me sale el menor sonido de la garganta. Y tú ya no eres aquel Negro bueno e inocente que conocía de niña.

– Tu padre y tú expulsasteis a ese Negro inocente.

– Si te has casado conmigo para vengarte de mi padre, ya te has vengado. Pero quizá sea por eso por lo que los niños no te quieren.

– Lo sé -me contestó, pero lo dijo con tristeza-. Esta noche, antes de acostarse, cuando tú estabas abajo, estuvieron cantando «Negro, Negro, culo de perro» de manera que yo lo oyera.

– Pues haberles pegado, entonces -le dije queriendo en un primer momento que les hubiera pegado realmente-. Si les levantas la mano, te mato -añadí luego preocupada.

– Métete en la cama. Te vas a quedar helada.

– Quizá nunca me meta en esa cama tuya. Quizá ambos nos equivocáramos casándonos. Dicen que la boda no es válida. Esta noche, antes de dormirme, oí los pasos de Hasan. No lo olvides, mientras viví con mi difunto marido, me pasé años oyendo sus pasos. Los niños lo quieren. Y además es despiadado. Tiene una espada roja, cuídate de él.

Vi algo tan cansado y tan duro en la mirada de Negro que me di cuenta de que no podría asustarlo.

– De nosotros dos eres tú quien tiene más esperanzas y más tristeza -le dije-. Yo sólo trato de no ser infeliz y de proteger a mis hijos, en cambio tú te obstinas en probarte a ti mismo. Y no es porque me quieras.

Estuvo largo rato explicándome cuánto me quería, cómo siempre había pensado en mí en las noches nevadas que había pasado en caravasares desiertos y en montañas desnudas. De no haberme contado todo eso, habría despertado a los niños y me habría marchado de vuelta a la casa de mi antiguo marido. De repente le dije lo siguiente porque me salió de dentro hacerlo:

– A veces me da la impresión de que mi antiguo marido puede regresar en cualquier momento. No es que me dé miedo quedarme contigo a solas en una habitación a medianoche, ni que puedan atraparnos los niños, sino que en cuanto nos abracemos llame a esa puerta.

Desde fuera, justo desde más allá de la puerta del patio, llegaban los maullidos de unos gatos que luchaban a muerte. Luego hubo un largo silencio. Creí que me iba a echar a llorar en cualquier momento. No era capaz ni de dejar el candelabro en la mesilla ni de regresar a mi habitación, junto a mis hijos. Me dije que no saldría de aquel cuarto sin estar lo bastante convencida de que no había tenido nada que ver en el asesinato de mi padre.

– Nos tienes en poco -le dije a Negro-. Te has vuelto muy vanidoso desde que te casaste conmigo. Ya te dábamos pena porque mi marido no volvía, ahora te la damos además porque han matado a mi padre.

– Señora Seküre -me contestó muy cuidadosamente. Me gustó aquella manera de empezar-. Sabes tan bien como yo que nada de eso es cierto. Haría cualquier cosa por ti.

– Entonces sal de la cama y espera en pie como yo.

¿Por qué le dije que esperaba algo?

– No puedo -respondió señalando avergonzado el edredón y el camisón que llevaba.

Tenía razón. Pero, de todas formas, me enfureció que no me hiciera caso.

– Antes de que mataran a mi padre entrabas en esta casa con la cabeza gacha, como un gato que ha derramado la leche. Ahora cuando me llamas «señora Seküre» parece que ni tú mismo te lo creyeras y que además quisieras que sepamos que no te lo crees.

Temblaba, no de furia, sino por el frío helado que envolvía mis piernas, mi espalda y mi cuello.

– Métete en la cama y conviértete en mi esposa -me dijo.

– ¿Cómo encontrarán al miserable que mató a mi padre? Si tardan mucho en encontrarlo no sería correcto que yo me quedara en esta casa contigo.

– Gracias a Ester y a ti, el Maestro Osman está prestando toda su atención a los caballos.

– El Maestro Osman era un enemigo mortal de mi difunto padre. Ahora mi padre ve desde arriba que lo necesitamos para encontrar al asesino y sufre.

De repente saltó de la cama y se me vino encima. Ni siquiera pude moverme. Pero, al contrario de lo que pensaba, se limitó a apagar con los dedos la vela del candelabro. Todo se quedó a oscuras.

– Tu padre ya no puede vernos -susurró-. Estamos solos. Y ahora dime, Seküre: desde que volví después de doce años de ausencia me has estado haciendo sentir que me amarías, que podría ocupar un lugar en tu corazón. Luego nos casamos. Desde entonces evitas amarme.

– Me casé contigo por necesidad -susurré.

En la oscuridad podía notar cómo mis palabras se clavaban despiadadamente como otros tantos clavos, como decía Fuzuli, en el cuerpo que tenía frente a mí.

– Si te hubiera amado, lo habría hecho de niña -le susurré de nuevo.

– Dime, belleza en la oscuridad -me preguntó-. Has espiado a todos esos ilustradores que entraban y salían de vuestra casa y los conoces. ¿Quién crees que es el asesino?

Me agradó que todavía estuviera alegre. Era mi marido.

– Tengo frío.

No recuerdo si llegué a decirlo. Comenzamos a besarnos. Todo era hermoso: abrazarlo mientras aún sostenía con una mano el candelabro en la oscuridad, tomar su lengua sedosa en mi boca, mis lágrimas, mi pelo, mi camisón, mi temblor, incluso su cuerpo. También era hermoso apoyar mi nariz con aquel frío en su cálida mejilla y que se calentara, pero la cobarde Seküre se contuvo, no se abandonó en medio de los besos y pensó en el candelabro que sostenía, en su padre, que la observaba, en su antiguo marido y en sus hijos, que dormían en su cama.

– ¡Hay alguien en casa! -grité. Empujé a Negro y salí a la antesala.

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