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27. Me llamo Negro

Según Seküre, que me insultaba con su precioso ceño fruncido en la oscuridad de la casa del Judío Ahorcado, quizá podría meter fácilmente aquella monstruosidad en la boca de las muchachas circasianas que me había encontrado en Tifus, en la de prostitutas kipchak, en la de las recién casadas pobres que se venden en las posadas, en la de viudas turcomanas y persas, en la de putas del montón de las que cada vez hay más en Estambul, en la de deshonestas mingarianas, en la de coquetas abjazas o viejas armenias, en la de mujeres genovesas o siriacas, en la de los actores que interpretan mujeres y que lo hacen por activa o por pasiva o en la de muchachos insaciables, pero no en la de Seküre. Me decía muy irritada que estaba claro que yo había perdido toda la noción de la medida a fuerza de acostarme, eso imaginaba, con todo tipo de mujeres más o menos baratas y miserables desde las callejuelas de las pequeñas y calurosas ciudades de Arabia hasta las costas del mar Caspio, desde el país de los persas hasta Bagdad, y que se me había olvidado que algunas mujeres seguían siendo honestas. Así que mis palabras de amor no eran en absoluto sinceras.

Escuchaba respetuosamente las coloridas palabras de mi amada, que habían hecho palidecer al instrumento del crimen, que aún sostenía en la mano, y estaba muerto de vergüenza tanto por mi situación como por la derrota que acababa de sufrir, pero había dos cosas que me alegraban: 1. Que ni siquiera había intentado responder a la ira y a las palabras con un ataque de furia y de palabras de parecido color como lo había hecho, como un animal, con otras mujeres la mayor parte de las veces en que me había visto en situaciones parecidas. 2. Me había dado cuenta de que Seküre estaba mucho más al tanto de mis viajes de lo que habría cabido esperar, señal de que había pensado más en mí de lo que yo creía.

Seküre, viendo mi decepción por no haber hecho realidad mi deseo, había empezado a compadecerse de mí.

– Si realmente estás tan enamorado de mí -me dijo como si quisiera que la perdonara-, deberías contenerte, como haría un hombre honorable, y no intentar deshonrar a la mujer con la que vas en serio. No eres el único que anda enredando para casarse conmigo. ¿Te ha visto alguien venir hasta aquí?

– No.

Volvió su dulce cara, la misma que no había podido recordar en doce años, hacia la puerta, como si hubiera alguien que anduviera por el jardín nevado y me dio el placer de verla de perfil. Por un momento, al sonar un ruido, los dos permanecimos en silencio atentos, pero nadie cruzó la puerta. Ahora recordaba que Seküre despertaba en mí sensaciones funestas incluso a los doce años porque ya sabía más que yo.

– Por aquí anda el espectro del Judío Ahorcado -dijo.

– ¿Y vienes por aquí?

– Duendes, aparecidos, fantasmas… Vienen con el viento, se introducen en las cosas y dan voz al silencio. Todo habla. No me hace falta venir hasta aquí. Puedo oírlos.

– Sevket me trajo para enseñarme el gato muerto, pero ya no estaba.

– Le dijiste que habías matado a su padre.

– No le dije eso exactamente. ¿Ahí acabó la cosa? No le dije que matara a su padre, sino que me gustaría ser su padre.

– ¿Por qué le dijiste que habías matado a su padre?

– Primero me preguntó si había matado a algún hombre y yo le contesté la verdad, que había matado a dos.

– ¿Para presumir?

– Para presumir y para entrarle por los ojos al hijo cuya madre amo. Porque me di cuenta de que su madre consuela a esos bandolerillos enseñándoles los restos del botín que hay en casa y exagerando las heroicidades guerreras de su padre.

– ¡Presume, entonces! Porque no te quieren.

– Sevket no, pero Orhan sí -le dije muy orgulloso de haber atrapado a mi amada en un desliz-. Pero seré el padre de ambos.

Por un momento pareció que en la penumbra cruzaba entre nosotros la sombra de algo inexistente y nos estremecimos inquietos y temblorosos. Cuando conseguí recobrar la compostura, Seküre estaba llorando suavemente.

– Mi pobre marido tiene un hermano, Hasan. Mientras esperaba el regreso de mi esposo viví en la misma casa con él y con mi suegro. Se enamoró de mí. Ahora algo le ha hecho sospechar, se imagina que voy a casarme con alguien, quizá contigo, y está rabioso. Me ha hecho saber que quiere volverme a llevar a su casa a la fuerza. Como, desde el punto de vista del cadí, no estoy viuda, dicen que puede obligarme a regresar en nombre de mi marido. Pueden asaltar nuestra casa en cualquier momento. Mi propio padre tampoco quiere que se me proclame viuda por decisión del cadí porque cree que si me divorcio me buscaré un nuevo marido y lo abandonaré. A mi padre le hizo muy feliz que los niños y yo volviéramos a casa con lo solo que se había quedado después de la muerte de mi madre. ¿Vivirías con nosotros?

– ¿Cómo?

– Si nos casamos, ¿vivirías con mi padre, con nosotros?

– No lo sé.

– Pues piénsalo lo antes posible. No vas a tener demasiado tiempo, créeme. Mi padre nota que se está acercando algo malo y yo le doy toda la razón. Si Hasan y sus hombres asaltan nuestra casa con los jenízaros y llevan a mi padre ante el cadí, ¿testificarías que has visto el cadáver de mi marido? Vienes del país de los persas y te creerán.

– Testificaría, pero yo no lo maté.

– Muy bien. Para que me declararan viuda, ¿afirmarías ante el cadí con otro testigo que viste el cadáver ensangrentado de mi marido en el campo de batalla en el país de los persas?

– No lo vi, querida, pero lo diría por ti.

– ¿Quieres a mis hijos?

– Sí.

– Dime qué es lo que te gusta de ellos.

– De Sevket, su fuerza, su decisión, su honestidad, su inteligencia y su testarudez -le contesté-. De Orhan su aspecto frágil, que es pequeño pero avispado. Me gusta que sean tus hijos.

Mi amada de ojos negros sonrió un poco y derramó algunas lágrimas. Un instante después pasó a otro asunto con la inquietud calculadora de quien quiere abarcar mucho en poco tiempo:

– El libro encargado a mi padre debe ser terminado y entregado a Nuestro Sultán. Toda la mala suerte que nos rodea se debe a ese libro.

– ¿Qué otro suceso diabólico ha ocurrido aparte del asesinato de Maese Donoso?

No le gustó aquella pregunta. Como intentaba parecer sincera, me respondió pareciendo completamente insincera.

– Los seguidores de Nusret, el predicador de Erzurum, están propagando rumores de que en el libro de mi padre hay impiedades y blasfemias francas. ¿Andan enredando los ilustradores que entran y salen de casa porque están celosos unos de otros? ¡Tú has estado con ellos, debes saberlo mejor que yo!

– El hermano de tu difunto marido -le respondí-, ¿tiene alguna relación con los ilustradores, con el libro de tu padre o con los seguidores de Nusret el predicador? ¿O se trata de alguien que va a lo suyo?

– No, no tiene relación, pero Hasan tampoco es alguien que vaya sólo a lo suyo.

Se produjo una pausa extraña y misteriosa.

– Mientras vivías con Hasan, ¿te mantenías apartada de él?

– Todo lo que es posible en una casa de dos habitaciones.

Justo en ese momento, en un lugar no muy lejano, dos perros empezaron a ladrar impacientes completamente entregados a lo que hacían.

Fui incapaz de preguntarle cómo había sido posible que su difunto marido, después de haber luchado en tantas guerras, haber conseguido tantas victorias y haber sido elevado a la categoría de señor de un feudo, la hubiera obligado a vivir en una casa de dos habitaciones con su hermano, y en su lugar le pregunté tímidamente al amor de mi infancia:

– ¿Por qué te casaste con tu marido?

– Porque iban a casarme con alguien, por supuesto -aquello era cierto y explicaba de forma breve e inteligente por qué se había casado con él sin ensalzar a su marido ni apenarme a mí-. Tú te habías ido y no volvías. El despecho quizá sea uno de los síntomas del amor, pero el amante enfurruñado resulta aburrido y no tiene futuro -aquello también era cierto, pero no era una razón suficiente para haberse casado con el bribón de su marido. Aunque sólo fuera por la astuta expresión de su cara, no resultaba difícil descubrir que Seküre, como todos los demás, se había olvidado de mí poco después de que yo abandonara Estambul. Me había lanzado aquella mentira piadosa para reparar en lo posible mi corazón destrozado y yo pensé que era una demostración de buenas intenciones que había que agradecer y comencé a explicarle cómo, a lo largo de mis viajes, no me la había podido quitar de la cabeza y cómo su imagen volvía a mí noche tras noche como una aparición espectral. Aquéllos eran mis sufrimientos más íntimos y profundos, los mismos que había creído que nunca podría contar a nadie; eran absolutamente reales pero, en ese momento me di cuenta sorprendido, en absoluto sinceros.

Aquí debo hacer un inciso para explicar esa diferencia de significados de la cual era consciente por primera vez en mi vida para que se entiendan correctamente mis sentimientos y mis deseos en ese momento; o sea, cómo a veces expresar con palabras la realidad tal cual es le conduce a uno a la insinceridad. El mejor ejemplo quizá nos lo puedan ofrecer esos ilustradores, entre los cuales hay un asesino que tanto nos inquieta: la pintura más perfecta -digamos que un caballo-, por muy bien que represente un caballo real, un caballo concebido cuidadosamente por Dios, o un caballo de los pintados por los grandes maestros ilustradores, puede no reflejar en ese momento los sentimientos sinceros del diestro ilustrador que lo ha pintado. La sinceridad del ilustrador, o la nuestra, humildes siervos de Dios, no aparece en los momentos de mayor destreza y perfección, sino, todo lo contrario, cuando nos equivocamos, cuando metemos la pata, en los momentos en que nos encontramos indispuestos o en que vivimos dolorosas debilidades. Digo todo esto por todas aquellas señoras que se hayan sentido decepcionadas al ver que el deseo más poderoso que en aquel instante yo sentía por Seküre, como ella misma había notado, no se diferenciaba en absoluto del mareante deseo que habría podido sentir por cualquier mujerzuela a lo largo de mis viajes, por ejemplo, por una belleza de Kazvin de rasgos finos, color cobrizo y labios violeta. Mi pobre Seküre, con esa sabiduría de la vida que Dios le había dado y con su intuición de duende, comprendía que hubiera vivido una auténtica tortura china durante doce años por su amor y que, al mismo tiempo, la primera vez que nos encontrábamos solos tras doce años, me comportara como un miserable libidinoso incapaz de otra cosa que de satisfacer a toda prisa sus deseos más oscuros. Nizami había comparado la boca de Sirin, bella entre las bellas, con un tintero lleno de perlas.

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