Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Cuando los entusiastas perros comenzaron a ladrar de nuevo, Seküre dijo nerviosa: «Vamonos ya». Fue entonces cuando nos dimos cuenta de que, aunque todavía no había anochecido, la casa del Judío Ahorcado estaba bastante oscura. Mi cuerpo se movió por sí solo para abrazarla otra vez, pero ella cambió de lugar, hop, como un gorrión saltarín.

– ¿Soy todavía bonita? Respóndeme rápido.

Le respondí, y qué bonita estaba escuchándome, creyéndome y estando de acuerdo con todo lo que le decía.

– ¿Y mi vestido?

También le di mi opinión.

– ¿Huelo bien?

Por supuesto, Seküre también sabía que lo que Nizami llamaba el ajedrez del amor no eran aquellos juegos retóricos, sino movimientos del alma que discurren discretamente entre los amantes.

– ¿Y con qué te vas a ganar la vida? -me preguntó-. ¿Podrás cuidar de mis huérfanos?

Le hablé de mi experiencia de más de doce años al servicio del Estado y como secretario, de las múltiples lecciones que había aprendido de las batallas y de los cadáveres que había visto y de mi brillante futuro, y la abracé.

– Qué bien estábamos abrazados hace un instante -dijo-. Y ahora todo ha perdido su magia del principio.

La abracé con más fuerza para demostrarle lo sincero que era y le pregunté por qué me había devuelto con Ester la ilustración que le había dibujado hacía ya doce años después de conservarla durante tanto tiempo. En sus ojos pude leer la sorpresa que le causaba mi aturdimiento y el cariño por mí que se elevaba en su corazón y nos besamos. Esta vez no me encontré apresado por una sensualidad mareante sino que a ambos nos sacudía el aleteo, parecido al de un águila, de un poderoso amor que nos penetraba el corazón, el pecho, el vientre, por todas partes. ¿No es hacer el amor la mejor manera de sofocar la pasión amorosa?

Mientras cogía con mis manos sus enormes pechos, Seküre me empujó de una forma más decidida y más dulce. No era lo bastante maduro como para conseguir llevar adelante un matrimonio con una mujer a la que hubiera mancillado antes de casarme si quería que tuviera visos de futuro. Además, era lo bastante inconsciente como para olvidar la forma que tiene el Diablo de entrometerse en las cosas que se hacen a toda prisa y lo suficientemente inexperto como para ignorar la paciencia y los sufrimientos que requiere desde el comienzo un matrimonio feliz. Se deshizo de mi abrazo, se alejó de mí, se bajó el velo de lino y se dirigió hacia la puerta. Por la puerta abierta vi la nieve que caía en las calles prematuramente oscurecidas y, olvidándome de todo lo que habíamos susurrado allí -quizá para no turbar al espíritu del Judío Ahorcado-, le grité:

– ¿Y qué vamos a hacer ahora?

– No lo sé -me respondió de acuerdo a las reglas del ajedrez del amor, y mi amada se alejó en silencio dejando atrás las huellas de sus pasos sobre la nieve, que con tanta rapidez había cubierto el viejo jardín.

52
{"b":"93926","o":1}