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53. Me llamo Ester

Estaba preparando sopa de lentejas para la cena cuando Nesim me dijo «Hay alguien en la puerta que pregunta por ti». «Que no se pegue la sopa», le avisé después de pasarle el cucharón, tomar su anciana mano en la mía y dar un par de vueltas con ella a la cazuela. Porque si no se lo enseño se puede pasar horas con la cuchara metida en la sopa sin removerla.

Cuando vi a Negro en la puerta simplemente sentí pena por él. Tenía algo en la cara que a una le daba miedo preguntar lo que había pasado.

– No entres -le dije-. Me cambio y ahora mismo estoy contigo.

Me puse el vestido rosa y amarillo que uso cuando me llaman a las celebraciones de Ramadán, a las mesas de los ricos o a las bodas largas y cogí mi atado de los días de fiesta.

– Ya me tomaré la sopa cuando vuelva -le dije al pobre Nesim.

Negro y yo apenas habíamos cruzado una calle de nuestro pequeño barrio judío, donde las chimeneas echan tan poco humo como vapor las cazuelas de los pobres, cuando le dije:

– El antiguo marido de Seküre ha vuelto de la guerra.

Negro estuvo callado hasta que salimos del barrio. Tenía la cara del color de la ceniza, como el atardecer.

– ¿Dónde están? -preguntó mucho después.

Así fue como comprendí que Seküre y los niños no estaban en casa.

– En su casa -me di cuenta de inmediato de que aquello se marcaría como un hierro al rojo en el corazón de Negro porque me refería a la antigua casa de Seküre y quise abrir una puerta a la esperanza-. Probablemente.

– ¿Tú has visto a su marido después de que volviera de la guerra? -me preguntó mirándome a los ojos.

– No lo he visto ni a él, ni a Seküre abandonando la casa.

– ¿Y cómo sabes que ha abandonado la casa?

– Por tu cara.

– Cuéntamelo todo -dijo decidido.

Estaba tan preocupado como para no comprender que para que esta Ester, con el ojo en la ventana y el oído en la calle, pueda ser la Ester que encuentra marido a tantas muchachas soñadoras y que llama con toda tranquilidad a la puerta de tantas casas infelices, nunca puede contarlo todo.

– Hasan, el hermano del antiguo marido de Seküre, fue a vuestra casa -vi que le alegraba que hubiera dicho «vuestra casa»- y le dijo a Sevket que su padre estaba a punto de volver de la guerra, que llegaría esa misma tarde y que si no veía a su mujer y a sus hijos se entristecería mucho. Aunque Sevket le dio la noticia a su madre, Seküre fue prudente y no llegó a tomar una decisión. Poco antes de media tarde Sevket se escapó de casa y se refugió con su tío Hasan y su abuelo.

– ¿Cómo te enteras de todas estas cosas?

– ¿No te ha dicho Seküre que Hasan lleva dos años enredando para llevarla de vuelta a su antigua casa? En cierta época Hasan le envió cartas a Seküre a través de mí.

– ¿Le contestó alguna vez Seküre?

– Conozco a todo tipo de mujeres en Estambul -le respondí con orgullo-, y no hay ninguna tan fiel a su casa, a su marido y a su honra como Seküre.

– Pero ahora su marido soy yo.

En su voz había esa falta de confianza tan masculina que siempre me ha dado tanta pena. Por donde pasa Seküre no quedan más que escombros.

– Hasan escribió una nota en la que decía que Sevket había ido a su casa para esperar a su padre, que su madre se había casado ilegalmente, que el niño era muy desgraciado a causa de su nuevo padre, ese falso marido, y que no pensaba volver, y me la dio para que yo se la llevara a Seküre.

– ¿Y qué hizo Seküre?

– Te esperó toda la noche sola con el pobre Orhan.

– ¿Y Hayriye?

– Hayriye lleva años aguardando la menor oportunidad para ponerle la zancadilla a tu bella esposa. Por eso se le metía en la cama a tu difunto Tío. Cuando Hasan vio que Seküre había pasado la noche sola muerta de miedo por el asesino y los fantasmas le envió otra nota conmigo.

– ¿Qué decía?

– Gracias a Dios esta pobre Ester no sabe leer ni escribir y así cuando señores furiosos y padres irritables le preguntan eso puede responder: yo no puedo leer las cartas, sino sólo las caras de las hermosas jovencitas que las leen.

– ¿Y qué leíste?

– Desesperación.

Estuvimos largo rato sin hablar. Vi una lechuza que esperaba la noche posada en el tejado de una pequeña iglesia griega. Vi mocosos del barrio que se reían de mi ropa y de mi atado. Vi un perro sarnoso que bajaba a la calle desde un cementerio con cipreses rascándose alegre.

– ¡Despacio! -le grité luego a Negro-. Yo no puedo subir estas cuestas como tú. ¿Dónde me llevas con este atado encima?

– Antes de que tú me lleves a casa de ese Hasan yo te llevo a la de hombres valientes y generosos para que abras el atado y les vendas pañuelos bordados con flores, fajines de seda y faltriqueras con bordados de plata para sus amantes secretas.

Era algo bueno que Negro todavía pudiera gastar bromas en su triste situación, pero enseguida percibí la parte seria de su broma:

– Si vas a reclutar un ejército, no te llevaré a casa de Hasan -le dije-. Me dan pánico las peleas y las riñas.

– Si eres la inteligente Ester de siempre, no habrá ni peleas ni riñas.

Pasamos Aksaray y entramos en el camino que iba hacia atrás en dirección a los bosques de Langa. En lo alto del fangoso camino, en un barrio que había visto días mejores, Negro entró en una barbería que todavía estaba abierta. Vi que hablaba con un muchacho de rostro limpio y hermosas manos y con el maestro al que afeitaba a la luz del candil. Sin que pasara mucho el barbero, su guapo aprendiz y otros dos hombres se unieron a nosotros en Aksaray. Llevaban espadas y hachas. En un callejón de Sebdizehzadebasi se nos unió en la oscuridad, espada en mano, un estudiante de medersa a quien nunca me habría imaginado mezclándose en tales asuntos de matones.

– ¿Vais a asaltar una casa en la ciudad en pleno día? -pregunté.

– No es de día, es de noche -respondió Negro con un tono más satisfecho que bromista.

– No te confíes tanto sólo porque has reunido un ejército -le dije-. Que los jenízaros no vean que va por ahí un ejército completamente armado.

– No nos verá nadie.

– Ayer los hombres del predicador de Erzurum asaltaron primero una taberna y luego el monasterio de los Cerrahi en Sagirkapi y sacudieron a todo el mundo. Murió un anciano al que le dieron un estacazo en la cabeza. En la oscuridad pueden pensar que sois de ellos.

– Me he enterado de que fuiste a casa del difunto Maese Donoso, de que viste los caballos con la tinta corrida que tenía su mujer, que Dios la bendiga, y de que avisaste de todo a Seküre. ¿Andaba mucho Maese Donoso con los hombres de ese predicador de Erzurum?

– Si le he tirado a su mujer un poco de la lengua ha sido porque pensaba que podía ser de alguna utilidad para mi pobre Seküre -respondí-. En realidad, había ido a mostrarle las telas que acababan de llegar en el barco de Flandes. No para mezclarme en vuestros asuntos legales y políticos, que mi pobre cabeza de judía no alcanza a comprender.

– Señora Ester, eres muy inteligente.

– Si lo soy, déjame que te diga esto: los hombres de ese predicador de Erzurum van a desmandarse todavía más, van a hacer mucho daño, temedlos.

Al entrar por la calle que hay por detrás de la Puerta del Mercado, mi corazón se aceleró de miedo. Las ramas desnudas y mojadas de los castaños y las moreras brillaban a la luz pálida de la media luna. Un viento que soplaban duendes y espectros sacudió los bordados de mi atadillo haciéndolo zumbar y pasó silbando entre los árboles llevando el olor de nuestra comitiva a todos los perros del barrio, que nos esperaban emboscados. Cuando comenzaron a ladrar de uno en uno y por parejas le señalé la casa a Negro. Observamos por un momento el techo y los postigos oscuros. Negro apostó a sus hombres alrededor de la casa, en la huerta desierta, a ambos lados de la puerta del patio y detrás de las higueras de la parte posterior.

– En ese callejón hay un asqueroso mendigo tártaro -le dije-. Está ciego, pero sabe mejor que el sereno quién entra y sale de la calle. Se está masturbando continuamente, como los desvergonzados monos del Sultán. Dale ocho o diez ásperos sin tocarlo y te lo contará todo.

Desde lejos vi cómo Negro primero le daba el dinero al tártaro y luego le presionaba apoyándole la hoja de la espada en el cuello. Después, no sé cómo pasó, el aprendiz del barbero, que yo creía que estaba vigilando la casa, comenzó a golpear al tártaro con el mango de su hacha. Estuve mirando un poco pensando que enseguida se terminaría aquello, pero el tártaro había empezado a llorar. Eché a correr y se lo arrebaté de las manos antes de que lo matara.

– Me ha mentado a la madre -decía el aprendiz de barbero.

– Dice que Hasan no está en la casa -me explicó Negro-. ¿Podemos fiarnos del ciego? -me alargó una carta que había escrito allí mismo-. Toma esto y llévalo a la casa, dáselo a Hasan y, si él no está, a su padre.

– ¿No le has escrito nada a Seküre? -le pregunté mientras cogía la carta.

– Si le envío una carta aparte, los hombres de la casa se lo tomarán como una provocación -me explicó Negro-. Dile que he encontrado al miserable asesino de su padre.

– ¿Es eso verdad?

– Tú díselo.

Regañé al tártaro, que seguía lloriqueando y lamentándose hasta conseguir que se callara.

– No olvides todo lo que he hecho por ti -le dije, y me di cuenta de que estaba alargando aquello para no tener que irme.

¿Por qué habría metido las narices en todo aquel asunto? Hacía dos años habían matado a una buhonera en la Puerta de Edirne y le habían cortado las orejas porque la muchacha que había prometido se había casado con otro tipo. Mi abuela me decía que los turcos, la mayor parte de las veces, mataban a la gente sin razón alguna. Eché muchísimo de menos a mi Nesim, que ahora estaría en casa tomándose la sopa de lentejas. Por mucho que mis pies me tiraran hacia atrás caminé hacia la casa pensando que Seküre estaría allí. Además me comía la curiosidad.

– ¡Buhoneraaa! Tengo sedas de china para vestidos de fiesta.

Noté que se movía la luz anaranjada que se filtraba por entre los postigos. Se abrió la puerta. El amable padre de Hasan me hizo pasar. La casa estaba calentita, como las casas de los ricos. Seküre, que estaba sentada a la mesa con los niños a la luz de la lámpara, se puso en pie en cuanto me vio.

– Seküre -le dije-. Ha venido tu marido.

– ¿Cuál?

– El nuevo. Ha rodeado la casa con hombres armados. Y están dispuestos a pelear con Hasan.

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