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Pasó mucho rato y mi mente seguía confusísima. Durante mucho tiempo estuve mirando al azar las páginas ilustradas de los volúmenes que sacaba de los arcones sólo para calmar mis demonios interiores y para dispersar los duendes de la indecisión.

¡Cuánta gente, hombres y mujeres, se metía el dedo en la boca! En los últimos doscientos años en todos los talleres de Samarcanda a Bagdad se había usado ese gesto como expresión de asombro. Cuando el héroe Keyhüsrev, rodeado por sus enemigos, logra cruzar sano y salvo la corriente del río Ceyhun con la ayuda de su caballo negro y de Dios, el miserable balsero que se negó a aceptarlo en su balsa y el remero a su servicio se llevan el dedo a la boca sorprendidos. Hüsrev se queda con el dedo en la boca al ver por primera vez la belleza de Sirin, de piel como el claro de luna, mientras ella se baña en un lago cuya superficie de plata se había oscurecido con el tiempo. Pero lo que miré con mayor cuidado fue a las hermosas mujeres del harén que aparecían llevándose el dedo a la boca en puertas entreabiertas de palacios, en ventanas inalcanzables de torres de castillos, detrás de cortinajes: mientras Tejav, que había sido derrotado por el ejército de Irán y había perdido su corona, huía del campo de batalla, su favorita Espinuy, bella entre las bellas, lo contemplaba con tristeza y asombro con el dedo en la boca desde una ventana del harén de palacio y le imploraba con la mirada que no la dejara al enemigo; mientras José era conducido a su celda tras haber sido arrestado por la calumniosa acusación de Züleyha de que la había violado, su calumniadora se metía el dedo en la hermosa boca, más que por asombro, como demostración de su diabólica malignidad y de su lujuria; mientras unos enamorados felices pero melancólicos salidos de una colección poética se extasiaban por efectos del vino y del amor en un jardín paradisíaco, una dama malintencionada los observaba con el dedo en su roja boca, más que por sorpresa, por envidia.

A pesar de que ese gesto era un modelo que todos los ilustradores habían copiado en sus cuadernos y en sus memorias, cada vez que una hermosa mujer se llevaba un largo dedo a la boca lo hacía con una elegancia distinta.

¿Hasta qué punto fue un consuelo ver aquellas pinturas? Cuando estaba a punto de oscurecer fui hasta el Maestro Osman y le dije:

– Maestro, señor, cuando se abra la puerta, con su permiso, voy a abandonar el Tesoro.

– ¿Y eso? Todavía nos quedan una noche y una mañana. ¡Qué pronto se han hartado tus ojos de ver las más bellas pinturas que jamás hayan existido en el mundo!

Mientras me decía aquello no apartaba la mirada de la página que había ante él, pero la palidez creciente que se iba adueñando de sus pupilas demostraba que se estaba quedando ciego poco a poco.

– Nos hemos enterado del secreto de los ollares del caballo -le respondí valientemente.

– Ja! ¡Sí! Del resto se ocuparán Nuestro Sultán y el Tesorero Imperial. Quizá nos perdonen a todos.

¿Denunciaría a Cigüeña como el asesino? Me dio miedo preguntárselo porque temía que no me dejara salir. Y, todavía peor, a veces creía que me culparía a mí.

– Se ha perdido el alfiler de turbante con el que se cegó Behzat -dijo.

– Probablemente el enano lo haya cogido y lo haya llevado a su sitio -contesté-. ¡Qué bonita es la página que está mirando!

Su cara se iluminó como la de un niño y sonrió de repente.

– Es cuando Hüsrev llega una noche a caballo al castillo de Sirin y espera encendido de amor -dijo-. A la manera de los antiguos maestros de Herat.

Ahora miraba la pintura como si la viera, pero ni siquiera tenía la lente en la mano.

– ¿Puedes ver la hermosura en las hojas de los árboles, que aparecen una a una como iluminadas desde dentro en la oscuridad de la noche parecidas a flores de primavera o a estrellas? ¿La paciencia en la decoración de los muros? ¿El elegante equilibrio en la composición de la pintura entera? El caballo del apuesto Hüsrev es airoso y delicado como una mujer. Arriba, en la ventana, su amada Sirin tiene la cabeza inclinada pero el rostro orgulloso. Es como si los enamorados fueran a permanecer eternamente en la luz que se filtra de los colores, el tacto y la piel de la pintura cuidadosamente trabajados con tanto amor por el ilustrador. ¿Ves? Sus cabezas están relativamente vueltas hacia el otro, pero sus cuerpos están medio girados hacia nosotros porque saben que están en una pintura y que nosotros los vemos. Por eso, no intentan en absoluto parecerse de manera exacta a lo que vemos todos los días. Justo al contrario, insinúan que han surgido de los recuerdos de Dios. Ésa es la razón por la que ahí, en esa pintura, el tiempo se ha detenido. Por deprisa que pase el tiempo en la historia que ilustran, ellos, como jovencitas tímidas y elegantes bien educadas, permanecerán para siempre sin hacer ningún movimiento exagerado con las manos o los brazos, con sus delicados cuerpos y ni siquiera con sus ojos. Todo permanecerá petrificado junto a ellos en la noche azul: el pájaro del cielo vuela inquieto como los acelerados corazones de los amantes en medio de la noche, entre las estrellas, pero también permanece para siempre clavado en el cielo ahora, en este instante incomparable. Los antiguos maestros de Herat, cuando eran conscientes de que la oscuridad aterciopelada de Dios estaba cayendo sobre sus ojos como un telón, sabían también, perfectamente, que si se quedaban ciegos mientras miraban sin moverse una pintura así durante días, semanas, sus almas acabarían por mezclarse por fin con ese tiempo infinito de la pintura.

Cuando a la hora de la oración del anochecer la Puerta del Tesoro fue abierta con la misma ceremonia por la multitud de siempre, el Maestro Osman continuaba observando todavía la página que tenía ante él prestando toda su atención al pájaro inmóvil en el cielo. Pero cualquiera que notara el color pálido de sus pupilas comprendería que había algo extraño en su manera de mirar la página, de la misma forma que nos damos cuenta de que algunos ciegos se acercan al plato de comida por el ángulo incorrecto.

Como los funcionarios del pabellón del Tesoro no me registraron con demasiada minuciosidad cuando supieron que el Maestro Osman se quedaría dentro y que Cezmi agá estaría en la puerta, no encontraron el alfiler de turbante que me había escondido en los calzones. Al salir del patio de Palacio a las calles de Estambul, me metí en un callejón, me saqué de los calzones aquella terrible cosa que había dejado ciego al legendario Behzat y me la introduje en el fajín. Caminé por las calles como si corriera.

El frío de las salas del Tesoro se me había metido tan dentro que me dio la impresión de que sobre las calles de la ciudad había descendido un dulce aire de primavera temprana. Moderé el paso al cruzar por el mercado de Eskihan y pasar ante los colmados, las barberías, las perfumerías, las fruterías y las leñerías que iban cerrando una a una, y observaba con atención las barricas, los manteles, las zanahorias y los tarros iluminados por candiles en el interior de las cálidas tiendas.

La calle de mi Tío, no es ya que no diga «mi calle», ni siquiera puedo decir «la calle de Seküre» todavía, me pareció un lugar aún más extraño y lejano tras dos días de ausencia. Pero la alegría de haber regresado sano y salvo a Seküre y la idea de que esa noche podría entrar en la cama de mi amada, ya que se podía considerar que el asesino había sido descubierto, me hacía sentirme tan próximo al mundo entero que al ver el granado y el postigo cerrado recién arreglado, tuve que contenerme para no gritar como un campesino que llama a alguien que está en la otra orilla de un arroyo. Porque al ver a Seküre lo primero que quería decir era «Ya se sabe quién es el vil asesino».

Abrí la puerta del patio. No sé si por el chirrido de la puerta, por la despreocupación con la que un gorrión bebía del cubo del pozo o por la oscuridad de la casa, pero lo cierto es que me di cuenta enseguida con ese instinto lobuno del hombre que ha vivido completamente solo durante doce años de que no había nadie en la casa. Cuando uno comprende apenado que se ha quedado solo insiste, no obstante, en abrir todas las puertas, todos los armarios, hasta las tapaderas de los pucheros abre. Yo hice lo mismo. Miré incluso en los baúles.

Lo único que oí a lo largo de aquel prolongado silencio fue el estruendo de mi corazón latiendo a toda velocidad. Como un anciano que ya no estuviera para esas cosas, sólo encontré consuelo cuando saqué mi espada del fondo del baúl más alejado, donde la había escondido, y me la ceñí a la cintura. En tantos años de empuñar la pluma mi espada de empuñadura de marfil siempre me había dado paz interior y equilibrio, incluido el equilibrio necesario para caminar. Los libros, aunque los tomamos por consuelo, sólo añaden profundidad a nuestra desdicha.

Bajé al patio. El gorrión ya se había ido. Salí de la casa abandonándola en el silencio de una oscuridad cada vez mayor, como si abandonara un barco que se va a pique.

Corre, me decía ahora mi corazón con mayor confianza en sí mismo, ve y encuéntralos. Corrí. Pero me fui moderando según aumentaba el número de perros que me seguían alegres por haber encontrado una diversión en los patios de las mezquitas que cruzaba usándolos como atajos para evitar los lugares más abarrotados.

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