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– Maestro -dije con un sentimiento de admiración-, parece que, como esperaba, el método de la dama da resultado. Cada ilustrador tiene una firma secreta.

– Cada ilustrador, no; cada taller -respondió orgulloso-. Incluso ni siquiera cada taller. En algunos desafortunados talleres, tal y como ocurre en algunas familias infelices, cada cual se pasa años dando su opinión sin darse cuenta de que la felicidad vendrá de la armonía y que la armonía se convertirá en felicidad. Unos intentan pintar como los chinos, otros como los turcomanos, otros como los de Shiraz y otros como los mongoles y ni siquiera tienen unas maneras comunes, como los matrimonios infelices que se pasan años discutiendo.

Ahora el orgullo se había hecho dueño de su rostro de una forma muy evidente y la mirada de un hombre furioso y desabrido que quiere tener en sus manos todo el poder había reemplazado la expresión de «triste anciano digno de pena» que llevaba viéndole desde hacía tiempo.

– Maestro -le dije-, a lo largo de veinte años usted ha reunido aquí, en Estambul, todo de tipo de ilustradores de todos los caracteres y temperamentos de los cuatro puntos cardinales en una armonía tal que ha creado el estilo otomano.

¿Por qué aquella admiración que hacía un momento había sentido con todo el corazón se había convertido ahora, al decírselo a la cara, en hipocresía? ¿Porque para que podamos ser sinceros cuando elogiamos a alguien cuyo talento y maestría admiramos de verdad, éste debe haber perdido su influencia y su poder y ser un poco patético?

– ¿Dónde se ha perdido ese enano? -dijo.

Dijo aquello como alguien poderoso a quien le gusta que lo adulen y lo elogien pero que recuerda de una manera imprecisa que no debería gustarle: para que pareciera que preferiría cambiar de tema.

– A pesar de ser un gran maestro en las leyendas y las formas persas, ha sido capaz de crear un universo de pintura distinto, digno del poder y el renombre de los otomanos -susurré-. Usted ha sido quien ha traído a la pintura la fuerza de la espada otomana, los colores optimistas de la victoria, el atento interés por objetos e instrumentos y la libertad de una cómoda manera de vivir. Maestro, el mayor honor que he tenido en mi vida es estar aquí con usted contemplando las maravillas de los legendarios maestros antiguos…

Continué susurrándole ese tipo de cosas durante un buen rato. La proximidad de nuestros cuerpos en el desorden de la sala del Tesoro, que parecía un campo de batalla abandonado, y en su fría oscuridad, convertía mi susurro en una especie de testimonio de confidencialidad.

Luego, como les ocurre a algunos ciegos que son incapaces de controlar la expresión de sus rostros, apareció en los ojos del Maestro Osman una mirada de viejo que se abandona al placer. Continué elogiando largo rato al anciano maestro, a veces de corazón y a veces notando el escalofrío de asco que me producen los ciegos.

Cogió mi mano con sus fríos dedos, me acarició el brazo, me tocó la cara. Fue como si sus dedos me pasaran su fuerza y su vejez. Pensé en Seküre, que me esperaba en casa.

Estuvimos un rato sin movernos, con las páginas abiertas ante nosotros. Parecía que mis elogios y la admiración y la pena que él sentía por sí mismo nos hubieran agotado y estuviéramos descansando. Sentíamos vergüenza ajena.

– ¿Dónde se ha perdido el enano? -preguntó de nuevo.

Yo estaba seguro de que el avieso enano estaba espiándonos desde cualquier rincón en el que se hubiera escondido. Moví los hombros como si lo buscara con la mirada a izquierda y derecha pero tenía los ojos clavados con toda mi atención en los del Maestro Osman. ¿Estaba ciego o quería que todo el mundo, incluido él mismo, lo creyera? Algunos de los antiguos maestros de Shiraz, los más incapaces y de menor talento, en su vejez hacían como si estuvieran ciegos para ser respetados y para que no les echaran en cara sus errores.

– Quiero morir aquí -dijo.

– Gran maestro, señor -le lisonjeé-, comprendo tan bien lo que quiere decir, en estos malos tiempos en los que no se valora la pintura sino lo que se puede ganar con ella, en los que no se aprecia a los maestros antiguos sino a los imitadores de los francos, que se me llenan los ojos de lágrimas. Pero también es misión suya defender de sus enemigos a sus maestros ilustradores. Dígame, por favor, ¿qué resultados ha obtenido del método de la dama? ¿Quién es el ilustrador que ha pintado ese caballo?

– Aceituna.

Lo dijo con tal tranquilidad que ni siquiera tuve la oportunidad de sorprenderme.

Guardó silencio un rato.

– Pero estoy seguro de que Aceituna no mató ni a tu Tío ni al pobre Maese Donoso -continuó con calma-. He concluido que Aceituna pintó el caballo porque él es el que permanece más fiel a los antiguos maestros, porque es quien más de cerca y más de corazón conoce las leyendas y las maneras de Herat y porque la estirpe de sus maestros se remonta hasta Samarcanda. Sé que no me vas a preguntar «¿Por qué no nos hemos encontrado estos ollares en los demás caballos que Aceituna lleva años pintando?». Ya he dicho que a veces algunos detalles, el ala de un pájaro, la forma en que una hoja se agarra a la rama, aunque pasan de maestro a aprendiz a través de generaciones guardados en la memoria, nunca salen a la luz a causa del mal carácter y la rudeza del maestro del ilustrador o por el gusto del sultán o por el ambiente del taller. Así pues, éste es el caballo que el querido Aceituna aprendió en su niñez directamente de sus maestros persas y que nunca olvidó. El hecho de que este caballo haya aparecido por fin en el libro del estúpido de tu Tío es una jugarreta cruel que Dios me ha hecho. ¿Es que no hemos seguido todos el modelo de los antiguos maestros de Herat? ¿Es que no hemos pensado siempre en las maravillas de los antiguos maestros de Herat cuando hablábamos de pinturas hermosas de la misma manera que cuando un ilustrador turcomano imagina la cara de una mujer hermosa sólo puede hacerlo tal y como la pintarían los chinos? Todos nosotros admiramos a los antiguos maestros de Herat. Tras todos los grandes ilustradores está la Herat de Behzat y tras Herat están los jinetes mongoles y los chinos. ¿Por qué iba Aceituna, tan apegado a las leyendas de Herat, a matar al pobre Maese Donoso, mucho más devoto que él de las maneras antiguas, hasta el punto de seguirlas a ciegas?

– ¿Quién fue? -le pregunté-. ¿Mariposa?

– ¡Cigüeña! Eso es lo que me dice mi corazón. Porque conozco su ambición y su ofuscada laboriosidad. Escucha: muy probablemente el pobre Maese Donoso comprendió que ese libro de tu Tío que imitaba las maneras francas y que él iluminaba no era más que una impiedad, una herejía y una pura profesión de ateísmo y tuvo miedo. Sus miedos y sus dudas se contradecían porque, por un lado, era tan simple como para prestar atención a la palabrería de ese imbécil del predicador de Erzurum, ya que, por desgracia, aunque los maestros iluminadores están más cercanos a Dios que los ilustradores, son también más aburridos y bobos, y, por otro, porque era consciente de que el libro del estúpido de tu Tío era un proyecto secreto e importante para el Sultán. ¿Creer al Sultán o al predicador de Erzurum? Si hubiera sido en otro momento, por supuesto este pobre hijo mío, a quien conocía como la palma de mi mano, habría venido a mí, a su maestro, para confesarme el dilema que le corroía el corazón como un gusano. Pero como él mismo, con su cerebro de mosquito, era perfectamente capaz de comprender que iluminar el libro del imitador de los francos de tu Tío era traicionarme tanto a mí como al taller, buscó a otro y le contó sus dudas al astuto y ambicioso Cigüeña de quien cometía el error de admirar su inteligencia y su moralidad porque admiraba su talento. He sido testigo en muchas ocasiones de cómo Cigüeña usaba a Maese Donoso aprovechándose de dicha devoción. Fuera cual fuese la discusión que hubo entre ellos, Cigüeña mató al otro. Y como Maese Donoso había expuesto previamente sus miedos a los erzurumíes, éstos, para demostrar su fuerza mediante la venganza, mataron al admirador de los francos de tu Tío, a quien consideraban responsable de la muerte de su compañero. No puedo decir que lo lamente mucho. Hace años tu Tío engañó a Nuestro Sultán y consiguió que un pintor veneciano, llamado Sebastiano, hiciera a la manera de los francos una imagen de Nuestro Sultán como si fuera un rey de los infieles; y luego me plantó delante aquella vergonzosa pintura para que tomara ejemplo y me obligó a hacer algo tan feo y tan indigno como reproducirla con todo detalle y yo, por miedo a Nuestro Sultán, copié deshonrosamente aquella pintura hecha a la manera de los infieles. De no haberlo hecho, quizá hoy lamentara la muerte de tu Tío y me estaría esforzando para que se encontrara al miserable que lo mató. Pero lo que me preocupa no es tu Tío, sino mi taller. Por culpa de tu Tío todos esos maestros ilustradores a quienes he querido más que si fueran hijos míos y a quienes he formado con tanto amor durante veinticinco años nos traicionaron a mí y a todas nuestras tradiciones y comenzaron a imitar entusiasmados a los maestros francos simplemente porque así lo quería Nuestro Sultán. ¡Todos esos villanos se merecen la tortura! Nosotros, los ilustradores, sólo nos merecemos el Paraíso si somos fieles, no al sultán que nos da trabajo, sino a nuestro talento y a nuestro arte. Ahora quiero mirar solo este libro.

Dijo sus últimas palabras de la misma manera en que un cansado bajá a quien se ha responsabilizado de una derrota expresa con tristeza su último deseo antes de que lo decapiten. Abrió el libro que el enano había puesto ante él y comenzó a darle órdenes con voz gruñona para que encontrara la página que quería. Con aquel tono acusatorio se convirtió de inmediato en el Gran Ilustrador que todos los miembros del taller conocían y al que estaban acostumbrados.

Me alejé de allí, me retiré a un rincón entre almohadones bordados con perlas, mosquetes de culata enjoyada y cañón oxidado y armarios, y contemplé desde lejos al Maestro Osman. La sospecha que me corroía mientras lo escuchaba envolvía ahora todo mi ser: me parecía tan razonable que hubiera sido él quien había ordenado matar al pobre Maese Donoso y después a mi Tío para detener aquel libro que imitaba a los francos de Nuestro Sultán, que me reprendí por la admiración que poco antes había sentido por el Maestro Osman. Por otro lado, inevitablemente también sentía un profundo respeto por aquel gran maestro que ahora se entregaba por completo a la pintura que había ante él, estuviera ciego o sólo medio ciego, como si la contemplara con la arrugada piel de su anciano rostro. Cuando por fin me entró bien en la cabeza que sería capaz de entregar con toda facilidad al torturador del Comandante de la Guardia no sólo a cualquiera de los maestros ilustradores sino a mí también con tal de proteger las maneras antiguas y el orden en el taller, de librarse del libro de mi Tío y de volver a ser el único favorito del Sultán, hice trabajar durante largo rato toda la fuerza de mi imaginación para deshacerme del cariño que me había unido a él en los últimos dos días.

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