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23. Me llamarán Asesino

Mi reloj, con sus engranajes haciendo tic tac, me decía que había llegado el anochecer; todavía no se había llamado a la oración pero hacía ya rato que había encendido el candelabro que tenía junto a la mesa de lectura. Había pintado un opiómano rápidamente y de memoria después de sumergir mi cálamo en tinta china negra y pasarlo de manera que se deslizara a toda velocidad por el papel, bien pulido y acabado, cuando oí en mi cabeza aquella voz que cada noche me llamaba para que saliera a la calle. Pero me contuve. Estaba tan decidido a no salir y a quedarme en casa trabajando que incluso en cierto momento intenté clavar la puerta al marco.

El libro que estaba ilustrando a tanta velocidad me lo había encargado un armenio venido desde Gálata que había llamado a mi puerta aquella mañana antes de que nadie se hubiera despertado. El hombre, que hacía de intérprete y guía a pesar de su tartamudez, acudía a mí cada vez que algún viajero francoitaliano quería un Libro de vestiduras e iniciaba un duro regateo. Aquella mañana acordamos ciento veinte ásperos por un libro mediocre de unas veinte ilustraciones y para aquella tarde a la hora de la oración ya había dibujado de una sentada una docena de personajes de Estambul prestando especial cuidado y atención a sus ropajes: un seyhülislam, un jefe de los porteros de palacio, un imán, un jenízaro, un derviche, un espahí, un cadí, un vendedor de vísceras, un verdugo -son muy apreciados cuando se dibujan mientras están torturando-, un pordiosero, una mujer yendo a los baños, un opiómano. He hecho tantos libros de éstos para ganar un puñado de ásperos más, que para no aburrirme mientras pinto juego conmigo mismo a si soy capaz de pintar al cadí sin levantar la punta del pincel del papel o si puedo dibujar al pordiosero con los ojos cerrados.

Todos los bandidos, poetas y desdichados saben que a la hora de la oración del anochecer los duendes y diablos de su interior brincan a un tiempo, se rebelan e intentan seducirlos: «A la calle, a la calle -nos dice la voz inquieta de nuestro corazón-. Corre hacia los demás, hacia la oscuridad, hacia la miseria, hacia el escándalo». Durante años me he dedicado a intentar calmarlos. Esas pinturas que tanta gente considera un milagro surgido de mis manos las pinté con la ayuda de dichos duendes y diablos. Pero desde hace siete días, desde que maté a ese miserable, al anochecer ya no puedo conseguir que me escuchen los duendes y diablos de mi interior. Se rebelan con tal violencia que me digo: «Quizá se calmen si salgo un rato».

Después de decirme aquello, sin entender cómo había ocurrido, como siempre me pasa, me encontré en la calle. Caminé a toda velocidad. Anduve como si no pudiera detenerme por calles nevadas, por pasajes fangosos, por cuestas heladas, por aceras por las que no pasaba nadie. Mientras caminaba, mientras descendía hacia la oscuridad de la noche, hacia los rincones más solitarios y desiertos de la ciudad, lentamente iba dejando atrás mi pecado y mis miedos se aliviaban al resonar mis pasos en las estrechas calles, en los muros de posadas de piedra, de medersas y mezquitas.

Mis pasos me condujeron por sí solos a las calles abandonadas de este suburbio al que venía cada noche y en el que incluso los demonios y los fantasmas no son capaces de entrar sin un estremecimiento. Había oído decir que la mitad de los hombres de este barrio había muerto en la guerra con Persia y que la otra mitad lo había abandonado convencida de que estaba maldito, pero yo no creo en cosas así. La única catástrofe que le ocurrió a este hermoso barrio a causa de la guerra con Persia fue que hace cuarenta años cerraran a cal y canto el monasterio de los kalenderis con la excusa de que era un nido de enemigos.

Rodeé las zarzas y los laureles, que tan bien huelen incluso cuando hace frío, arreglé con mi meticulosidad habitual las tablas que había entre la desplomada chimenea y las ventanas con los postigos caídos y entré. Aspiré el aroma centenario a incienso y moho. Me alegró de tal manera estar allí que creí que iba a derramar lágrimas de felicidad.

Si todavía no lo he dicho, me gustaría decir ahora que no temo a nadie sino a Dios y que la pena que se me pueda imponer en este mundo no me importa lo más mínimo. Mi miedo son los múltiples tormentos que los asesinos como yo sufriremos el Día del Juicio según está indicado claramente en el Sagrado Corán, por ejemplo en la azora del Criterio. Cada vez que aparecen ante mis ojos los colores y la violencia de ese castigo, que me recuerdan a las imágenes simples e infantiles pero terribles del Infierno pintadas sobre pergamino por los antiguos artistas árabes que he visto en los escasos libros antiguos que caen en mis manos o, por alguna extraña razón, a las torturas de los demonios pintados por los maestros chinos y mongoles, no puedo impedir seguir el camino de la analogía y desarrollar el siguiente razonamiento: ¿Qué dice la azora del Viaje Nocturno en su trigésima tercera aleya? ¿No dice que no debe matarse sin un justo motivo a nadie cuya muerte Dios haya prohibido? Bien, pues, el miserable al que he enviado al Infierno no era un creyente cuya muerte hubiera prohibido Dios; y además tenía muy justos motivos para destrozarle el cráneo.

Aquel tipo estaba difamando a los que trabajábamos en el libro que Nuestro Sultán había encargado en secreto. De no haberle callado, habría denunciado como herejes impíos al señor Tío, a los demás ilustradores e incluso al Maestro Osman y nos habría arrojado a los hombres del colérico predicador de Erzurum. Si alguien llega a proclamar en voz alta que los ilustradores estaban cometiendo impiedades, los erzurumíes, que de hecho estaban buscando una excusa para hacer una demostración de fuerza, no se contentarían con nosotros, los maestros ilustradores, sino que arrasarían todo el taller y Nuestro Sultán tendría que limitarse a mirar sin poder alzar la voz.

Como hacía cada vez que venía aquí, saqué la escoba y los trapos del rincón donde los escondía y barrí y quité el polvo al lugar. Haciéndolo se me animó el corazón y me sentí un buen siervo de Dios. Le recé largo rato para que no me privara de ese sentimiento de bondad. El frío, un frío tal que haría que un zorro cagara bronce, se me metía hasta la médula. Comencé a sentir ese avieso dolor en el fondo de mi garganta y salí al exterior.

Inmediatamente después, de nuevo en aquel extraño estado espiritual, me encontré en un barrio completamente distinto. No sabía qué era lo que había ocurrido entre el barrio abandonado del monasterio y aquel sitio, ni qué había pensado, ni cómo era que había llegado a aquellas calles adornadas por hileras de cipreses.

Pero por mucho que hubiera caminado había un pensamiento que no había podido dejar atrás, que me corroía. Quizá si os lo digo se alivie mi carga. Llamémosle el miserable calumniador o el pobre Maese Donoso -ambos entran en el mismo lote-, el difunto iluminador, justo antes de acabar definitivamente difunto, me contó algo más mientras acusaba vehementemente al Tío. Al ver que no me impresionaba demasiado diciéndome que el señor Tío usaba en todas las pinturas los efectos de perspectiva al estilo de los infieles, el muy asqueroso añadió: «Y hay una última pintura. En ella el Tío blasfema contra todo lo que creemos. Lo que hace no es ya impiedad, es simple y llanamente blasfemia». Realmente, tres semanas antes de aquella calumnia del miserable, el señor Tío me había pedido que en diversos rincones de un papel y en tamaños sorprendentemente distintos unos de otros, tal y como se haría en una pintura de los francos, dibujara objetos distintos, un caballo, dinero, la Muerte, cosas así. La mayor parte de la página que me había pedido que pintara, la parte pautada y dorada por el pobre Maese Donoso, estaba siempre cubierta por otros papeles, como si quisiera ocultarnos algo a mí y a los demás ilustradores.

Me gustaría preguntarle al señor Tío qué es lo que hay en esta última pintura de gran tamaño, pero muchas razones me lo impiden. Si se lo pregunto sospechará que fui yo quien mató a Maese Donoso, por supuesto, y hará pública su sospecha. Otra cosa que me inquieta es que si se lo pregunto, el Tío puede responderme que Maese Donoso tenía razón. A veces me digo que voy a preguntárselo no como algo de lo que me hubiera hecho sospechar Maese Donoso, sino como una ocurrencia mía, pero eso no alivia mis miedos. Quizá no sea algo tan terrible el que uno cometa una impiedad sin darse cuenta, pero yo ahora soy plenamente consciente de todo.

Mis piernas, siempre más inteligentes que mi cabeza, me condujeron por sí solas hasta la calle del señor Tío. Me refugié en un rincón y contemplé largo rato la casa todo lo que me permitía la oscuridad. ¡Una grande y extraña casa de rico, de dos pisos y rodeada de árboles! No sé en qué parte de la casa está Seküre. Intenté pintar en mi imaginación cómo vería a Seküre detrás de qué postigo si pudiera ver la casa partida en dos como cortada con un cuchillo, como ocurre con algunas pinturas hechas en Tabriz en tiempos del sha Tahmasp.

La puerta se abrió. En la oscuridad vi que Negro salía de la casa. El Tío miró con cariño a Negro desde la puerta del patio y luego la cerró.

Incluso mi mente, tan dada a las fantasías, pudo extraer de lo que había visto las tres conclusiones siguientes de manera inmediata y dolorosa:

Uno: El señor Tío hará que Negro acabe el libro, nuestro libro, porque resulta más barato y menos peligroso que nosotros.

Dos: La hermosa Seküre se casará con Negro.

Tres: Lo que decía el pobre Maese Donoso era cierto. Lo había matado en vano.

En este tipo de situaciones, o sea, cuando nuestra despiadada mente extrae la amarga conclusión a la que nuestro corazón se niega a llegar, todo nuestro cuerpo se rebela contra ella. En un primer momento la mitad de mi mente se opuso con todas sus fuerzas a esa tercera conclusión, que me había convertido en un miserable asesino que había matado por nada. Mientras tanto mis piernas volvieron a ser más rápidas y lógicas que mi mente y me pusieron en persecución del señor Negro.

Habíamos pasado un cierto número de calles cuando pensé en lo fácil que sería matar a Negro, que caminaba tan contento de la vida y de sí mismo delante de mí, y en cómo eso me libraría de tener que enfrentarme a las dos primeras conclusiones a las que mi mente había llegado y que amargaban mi alma. Incluso, en ese caso no le habría destrozado el cráneo en vano al pobre Maese Donoso. Si ahora corría diez o doce pasos, alcanzaba a Negro por detrás y le descargaba un golpe en la cabeza con todas mis fuerzas, todo continuaría como antes y el señor Tío me mandaría llamar para terminar el libro. Pero una parte más honesta y prudente de mi mente (¿qué es la honestidad la mayor parte de las veces sino miedo?) me seguía diciendo que el miserable al que había matado y tirado al pozo era realmente un calumniador. Si eso era cierto, significaba que no lo había matado en vano y el Tío, que no tenía nada que ocultar con el libro que estaba haciendo, seguiría llamándome a su casa.

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