Pero en cuanto miraba a Negro caminando delante de mí comprendía que no ocurriría nada de aquello. Todo era una ilusión. Negro era más real que yo. A todos nos pasa: después de forjarnos fantasías durante semanas y años creyendo que estamos pensando con lógica, un día vemos algo, una cara, un vestido, un hombre feliz, y de repente comprendemos que ninguno de nuestros sueños se hará realidad, por ejemplo, que nunca nos concederán la mano de tal muchacha, o que nunca nos ascenderán a cual puesto.
Miraba la cabeza de Negro, su nuca, el movimiento de sus hombros, su irritante manera de andar -como si concediera al mundo la gracia de sus pasos-, con un odio profundo que envolvía mi alma con una cálida sensación. Los hombres como Negro, ajenos a cualquier remordimiento, con un futuro dichoso por delante, creen que el mundo entero es su casa y abren cualquier puerta como un rey que entrara en sus establos y rápidamente nos desprecian, a nosotros, a los de dentro. Me contuve a duras penas para no coger una piedra del suelo y darle con ella en la cabeza.
Mientras ambos, dos hombres enamorados de la misma mujer, avanzamos dando vueltas y revueltas, subiendo y bajando por las calles de Estambul, él delante, yo siguiéndole sin que se dé cuenta, y pasamos fraternalmente por calles solitarias entregadas a las manadas de perros para sus batallas, por solares producidos por los incendios donde vigilan los duendes, por patios de mezquitas en cuyas cúpulas se apoyan los ángeles para dormir, junto a cipreses que hablan en susurros con los espíritus, a cementerios cubiertos de nieve que hierven de fantasmas, poco más allá de bandidos que estrangulan a sus víctimas, por entre interminables muros, tiendas, establos, monasterios, fábricas de velas y guarnicionerías, pienso que no lo estoy siguiendo, sino imitándolo.