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17. Soy vuestro Tío

Es difícil tener una hija, muy difícil. Lloraba en su habitación, podía oír sus sollozos, pero yo era incapaz de hacer nada excepto mirar las páginas del libro que tenía en las manos. En una página del volumen que estaba intentando leer, el Libro de las circunstancias del Juicio Final , estaba escrito que tres días después de la muerte el alma recibe permiso de Dios para visitar el cuerpo en el que antes vivía. El alma, al ver el lastimoso estado de su antiguo cuerpo en la tumba, sanguinolento y entre líquidos putrefactos, siente pena, llora diciendo «pobre cuerpo, pobre y querido antiguo cuerpo mío» y lleva luto por él. Pensé durante un rato en el amargo final de Maese Donoso, en su triste situación en el fondo del pozo y en que su alma lo habría visitado allí en lugar de en su tumba y en que, por supuesto, se habría entristecido enormemente.

Cuando se apagaron los sollozos de Seküre dejé aquel libro sobre la muerte. Me puse una camisa de lana más, me apreté firmemente el grueso fajín de fieltro como para calentarme la cintura, me puse también los zaragüelles forrados de piel de conejo y me disponía a salir cuando miré y vi en la puerta a Sevket.

– ¿Adonde vas, abuelo?

– Tú métete en casa. Voy a un funeral.

Pasé por calles desiertas cubiertas de nieve entre casas pobres, podridas por todas partes, inclinadas, que apenas podían tenerse en pie, y por los solares vacíos que habían dejado los incendios. Caminé largo rato por los suburbios en dirección a las murallas, dando pasos cuidadosos para no resbalarme en el hielo y caerme, entre huertas y campos, pasando ante herrerías, talabarterías y establecimientos de vendedores de sillas, arneses, herraduras, ruedas y guarniciones para carros.

No sabía por qué se celebraba el funeral tan lejos, en la mezquita de Mihrimah en la Puerta de Edirne. Ya en la mezquita abracé a los cabezones y atónitos hermanos del muerto, que parecían furiosos y altivos. Los ilustradores y calígrafos nos abrazamos y lloramos. Mientras rezábamos el responso entre una niebla plomiza que había descendido de repente y lo envolvía todo, mi mirada se quedó clavada en el ataúd sobre el ara funeraria y sentí tal odio por el miserable que había hecho aquello, creedme, que incluso se me confundió en la mente la oración de Gloria a Dios.

Después de la oración, mientras los congregados se llevaban el ataúd a hombros, yo continuaba entre los ilustradores y los calígrafos. Cigüeña y yo olvidamos que algunas de las noches en que nos quedábamos a trabajar hasta el amanecer a la pálida luz de las lámparas en el libro había intentado convencerme de lo chapucero de las decoraciones de Maese Donoso, de lo inexperto de su uso del color -todo lo llenaba de azul marino para que pareciera más rico- y que de hecho yo le había dado la razón respondiéndole «pero no hay nadie más», y nos dimos un abrazo mutuo sollozando de nuevo. La mirada de Aceituna, amistosa, con un cierto respeto, y su abrazo posterior -el hombre que sabe abrazar es un buen hombre- me agradaron tanto que otra vez pensé que de entre todos los ilustradores y calígrafos era él quien más creía en mi libro.

El Gran Ilustrador, el Maestro Osman, y yo nos encontramos lado a lado en las escaleras de la puerta del patio y no supimos qué decirnos. Fue un momento extraño y tenso; uno de los hermanos del difunto comenzó a lloriquear y un tipo amigo de manifestaciones ostentosas gritó: «Dios es grande».

– ¿A qué cementerio vamos? -me preguntó, pero sólo por decir algo.

Responderle que no lo sabía podía ser tomado por una actitud casi hostil y aquello me preocupaba, así que sin pensármelo me volví al hombre que estaba a mi lado en las escaleras y le pregunté yo también:

– ¿A qué cementerio vamos? ¿Al de la Puerta de Edirne?

– Al de Eyüp -me contestó aquel joven cretino, barbudo y airado.

– Al de Eyüp -me volví y le dije a mi maestro, pero de hecho ya había oído la respuesta del joven cretino barbudo y airado. Así pues me miró como diciendo que lo había oído y lo hizo de tal manera que comprendí de inmediato que no quería que nuestro encuentro se prolongara más.

Por supuesto, el hecho de que Nuestro Sultán me favoreciera con el encargo de escribir, decorar e ilustrar aquel libro al que yo calificaba de «secreto» era algo que había provocado el resentimiento del Maestro Osman. Además, estaba el detalle de que por influencia mía Nuestro Sultán sintiera curiosidad por los estilos de pintura de los francos. En cierta ocasión el sultán había obligado al Gran Maestro Osman a que copiara un retrato suyo que le había hecho un italiano. Sé que el Maestro Osman me consideraba responsable de aquella extraña pintura, imitación de la del artista italiano, que había hecho asqueado calificándola de «tortura». Tenía razón.

Me detuve a mitad de las escaleras y miré el cielo un rato. Comencé a descender los helados escalones una vez que me aseguré de que me había quedado bastante atrás. No había bajado un par de ellos cuando alguien me agarró del brazo y me abrazó: Negro.

– Hace mucho frío -me dijo-. ¿No lo nota?

No tenía la menor duda de que era él quien le sorbía el seso a Seküre. Lo probaba incluso la manera confiada que tenía de cogerme del brazo. En su comportamiento había algo que quería decirme que había madurado después de trabajar doce años. Se acabaron las escaleras. Que me cuente luego de qué ha podido enterarse en el taller.

– Pasa delante, hijo mío -le dije-. Ve a unirte a los demás.

Se sorprendió pero no lo demostró. Incluso me gustó la manera que tuvo de soltarme el brazo muy serio y echar a andar. Si le entregaba a Seküre, ¿viviría con nosotros en la misma casa?

Salimos de la ciudad por la Puerta de Edirne cuando vi allá abajo, casi desapareciendo entre la bruma, el ataúd y a la multitud de ilustradores, calígrafos y aprendices que lo llevaban a hombros a toda velocidad bajando hacia el Cuerno de Oro. Iban con tal rapidez que ya habían hecho más de la mitad del camino fangoso que descendía desde la cañada cubierta de nieve hasta Eyüp. A la izquierda, entre la bruma y el silencio, humeaba tranquilamente la chimenea de la fábrica de velas de la fundación piadosa de la Hanim Sultán. Bajo las murallas estaban los mataderos y los desolladeros que trabajaban incesantemente para servir a los carniceros griegos de Eyüp. El hedor a carroña que surgía de allí se extendía por todo el valle hasta las cúpulas de la mezquita de Eyüp y los cipreses del cementerio, apenas visibles a lo lejos. Después de andar un rato, escuché cómo llegaban desde abajo los gritos de niños jugando en el nuevo barrio judío de Balat.

Cuando llegamos a la altura de Eyüp Mariposa se me acercó. Con su habitual manera fogosa entró directamente en el tema:

– Esto lo han hecho Aceituna y Cigüeña. Como todos los demás, sabían perfectamente lo mal que nos llevábamos el difunto y yo; y, además, sabían que todos lo sabían. Entre nosotros hay celos, incluso unos sentimientos hostiles y una enemistad evidentes por ver quién pasará a dirigir los talleres después del Maestro Osman. Ahora suponen que voy a cargar con la culpa o que por lo menos el Gran Canciller y, aconsejado por él, Nuestro Sultán se distanciarán de mí, no, de nosotros.

– ¿A quiénes te refieres cuando dices «nosotros»?

– Nosotros somos los que queremos que en los talleres continúe la antigua ética, que se siga el camino de los maestros persas, los que afirmamos que no todo se puede pintar por dinero. Los que afirmamos que en nuestros libros deberían aparecer las viejas leyendas, las epopeyas y las historias antiguas en lugar de armas, ejércitos, prisioneros y conquistadores, que no se deberían abandonar los antiguos modelos, que los auténticos ilustradores no deberían pintar cualquier motivo para el primero que se les aparezca por delante en una tienda del mercado para conseguir tres o cuatro piastras y verse obligados a aceptar trabajos humillantes. Y Nuestro Exaltado Sultán nos da la razón.

– Te estás calumniando inútilmente -le dije para que abreviara-. Estoy seguro de que en los talleres no puede haber nadie capaz de hacer semejantes cosas. Sois todos hermanos. No hay nada de malo en pintar algunos motivos que no se han hecho antes, al menos nada como para provocar enemistades.

En ese momento, tal y como me ocurrió cuando oí la noticia por vez primera, me di cuenta de una verdad absoluta. El asesino de Maese Donoso era uno de los maestros más notables de los talleres de Palacio y formaba parte de la multitud que subía la cuesta del cementerio por delante de mí. También estaba seguro de que las demoníacas intrigas del asesino continuarían, de que era un enemigo del libro que estaba dirigiendo y que, muy probablemente, venía a mi casa para que le encargara pinturas e ilustraciones para mi libro. ¿Estaba Mariposa enamorado también de mi hija como la mayoría de los ilustradores y pintores que iban y venían por mi casa? ¿Había olvidado mientras afirmaba todo aquello que a veces le había pedido pinturas que iban totalmente en contra de sus convicciones? ¿O era que intentaba sugerirme algo de una manera magistral?

No, no puede estar queriendo sugerirme nada, pensé poco después. Mariposa, como los demás maestros ilustradores, se sentía decididamente agradecido hacia mí: al desaparecer el dinero y los regalos con que Nuestro Sultán obsequiaba a los ilustradores a causa de las guerras y de su propio desinterés, durante un tiempo los únicos ingresos extraordinarios serios los obtuvieron gracias a mi libro. Sé que sentían celos los unos de los otros por mi causa y por ese motivo -pero no sólo por ese motivo- me citaba con ellos en mi casa por separado, pero aquello no implicaba en absoluto que sintieran enemistad por mí. Todos mis ilustradores eran hombres lo bastante maduros como para portarse de una manera inteligente y encontrar una razón más humana para conseguir apreciar sinceramente a alguien a quien se veían obligados a estimar puesto que dependían de él para sus ingresos.

Para que no se prolongara el silencio y volviera al mismo tema, le dije:

– Alabado sea Dios. Son capaces de subir el ataúd por la cuesta a la misma velocidad que lo han bajado.

Mariposa sonrió de manera agradable mostrando todos sus dientes.

– Es por el frío.

¿Es capaz éste de matar a un hombre?, pensé. Por envidia, por ejemplo. ¿Y luego a mí? Podría inventarse rápidamente una excusa: por ejemplo, que el tipo en cuestión era un blasfemo. Pero era un gran maestro, todo un talento, ¿para qué iba a matar? La vejez no debería ser sólo que resulte difícil subir las cuestas, sino también no tenerle tanto miedo a la muerte; y meterse en la cama de una joven esclava no por excitación sino como quien desafía una prohibición sólo denota falta de deseo. Le solté a la cara la decisión repentina que había tomado en ese momento siguiendo un impulso:

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