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42. Me llamo Negro

El Gran Maestro Osman y yo nos pasamos toda una tarde con páginas de libros extendidas ante nosotros, algunas ya caligrafiadas, otras completamente listas, otras sin colorear y otras a medias por alguna extraña razón, hablando de los maestros ilustradores, de las páginas del libro de mi Tío y tomando nota de nuestras apreciaciones. Ya creíamos que nos habíamos librado de los hombres del Comandante de la Guardia, respetuosos pero de aspecto matón, que nos traían las páginas que habían confiscado en las casas de calígrafos e ilustradores después de registrarlas (algunas láminas no tenían la menor relación con ninguno de nuestros dos libros mientras que otras nos probaban una vez más que los calígrafos también se dedicaban a trabajos miserables a escondidas fuera de Palacio para ganarse unos cuantos ásperos de más), cuando uno, el que parecía tener más confianza en sí mismo, se plantó delante del gran maestro y se sacó un papel del fajín.

Por un momento no le presté atención creyendo que era una de esas peticiones de padres que quieren que sus hijos entren como aprendices en algún taller y que encuentran el medio de hacerlas llegar a tantos jefes de sección y agás de dependencias. Por la pálida luz que nos llegaba del exterior comprendí que el sol que había lucido aquella mañana había desaparecido. Para descansar los ojos realizaba el ejercicio que los antiguos maestros de Shiraz recomendaban repetir a menudo a los ilustradores que no quisieran quedarse ciegos aún jóvenes e intentaba mirar al vacío a lo lejos sin fijar la mirada en ningún punto. Fue entonces cuando reconocí excitado el dulce color y la forma de estar doblado, que hicieron que mi corazón diera un salto, de aquel papel que mi maestro sostenía en la mano y contemplaba con una expresión de asombro. Era exactamente igual que las cartas que me enviaba Seküre a través de Ester. Como un estúpido, estaba a punto de decirme «qué coincidencia» cuando me di cuenta de que, como la primera carta de Seküre, ¡estaba acompañada por una pintura hecha en papel basto!

El Maestro Osman se quedó con el papel ilustrado y me pasó la carta, que en ese momento comprendí avergonzado que pertenecía a Seküre.

Mi señor Negro:

He enviado a Ester para que intente sonsacar a Kalbiye, la viuda del difunto Maese Donoso. En su casa le mostró este papel ilustrado que te remito. Luego yo misma fui allí, la adulé y le imploré hasta que pude conseguir esta pintura por si te sirve de algo. El papel estaba en el cadáver del pobre Maese Donoso cuando lo sacaron del pozo. Kalbiye jura que nadie le encargó dibujar caballos a su difunto marido. ¿Quién ha dibujado esto entonces? Los hombres del Comandante de la Guardia han registrado la casa. Te envío esta nota porque creo que el asunto de los caballos es urgente. Los niños te besan la mano. Tu esposa, Seküre.

Leí respetuosamente dos veces más esas tres últimas palabras de la carta de mi preciosa mujer como si contemplara cuidadosamente otras tantas espléndidas rosas rojas en un jardín. Luego acerqué la mirada al papel que el Maestro Osman estaba examinando atentamente con su lente: me di cuenta enseguida de que aquellas formas con la tinta corrida eran caballos dibujados de un solo trazo para ejercitar la mano a la manera de los maestros antiguos.

El Maestro Osman, que leía en silencio la carta de Seküre, pronunció en voz alta su pregunta: «¿Quién ha dibujado esto?».

– Por supuesto, el ilustrador que pintó el caballo del difunto Tío -se contestó a sí mismo después.

¿Tan convencido estaba de eso? Además, no estábamos en absoluto seguros de quién había dibujado el caballo del libro. Sacamos la pintura del caballo de entre las otras ocho y comenzamos a observarla atentamente.

Era un caballo alazán hermoso, sencillo y que uno no se cansaría de mirar. ¿Decía la verdad con eso de que uno no se cansaría de mirarlo? Había tenido tiempo de sobra para examinar ese caballo, primero con mi Tío y luego a solas con las demás pinturas, pero no me había detenido demasiado en él. Era un caballo hermoso pero vulgar: tan vulgar que ni siquiera habíamos podido adivinar a quién pertenecía. No era alazán del color de los dátiles, sino de ese tipo que llaman alazán castaño; y entre el castaño había un rojo apenas perceptible. Era un caballo de los que había visto tantos en otros libros y pinturas que cualquiera habría podido darse cuenta de que el ilustrador lo había pintado de memoria sin pararse a pensar en lo que hacía.

Lo examinamos de aquella manera hasta que descubrimos que guardaba un secreto. Ahora veía en el caballo una belleza que reverberaba ante mis ojos y una fuerza en su interior que despertaba el entusiasmo por vivir, aprender y abarcarlo todo. Por un momento, y como si hubiera olvidado que se trataba de un asesino miserable, me pregunté: «¿Quién es el ilustrador de manos mágicas que ha pintado este caballo tal y como Dios lo ve?». El caballo estaba ante mí como si fuera un caballo real pero una parte de mi mente era consciente de que se trataba de una pintura y el embrujo de estar atrapado entre aquellas dos ideas despertaba en mí una sensación de totalidad, de perfección.

Durante un rato comparamos los caballos de la tinta corrida hechos para ejercitar la mano y el del libro de mi Tío y rápidamente llegamos a la conclusión de que habían salido de la misma mano: la postura de los caballos no sugería movimiento, sino calma; eran orgullosos, fuertes y elegantes. Sentí admiración por la pintura del caballo del libro de mi Tío.

– Es un caballo tan bello -dije- que lo primero que te apetece es sacar un papel, dibujar un caballo como éste y después pintarlo todo.

– El mejor cumplido que se le puede hacer a un ilustrador es decirle que sus obras despiertan en nosotros el entusiasmo por pintar -me contestó el Maestro Osman-. Pero ahora no prestemos atención a la habilidad del malvado sino a quién es. ¿Te dijo alguna vez tu difunto Tío qué tipo de historia ilustraría este caballo?

– No. Según él, éste sería uno de los caballos que viven en todos los países que son propiedad de Nuestro Poderoso Sultán. Un caballo hermoso: un caballo de la Casa de Osman. Algo que mostraría al Dux de Venecia las riquezas y los países que posee Nuestro Sultán. Pero, por otro lado, como pasa con todo lo que pintan los maestros francos, este caballo tendría que ser más de carne y hueso que uno pintado desde el punto de vista de Dios, tendría que ser un caballo que viviera en Estambul, cuya cuadra y cuyos mozos fueran conocidos, para que el Dux de Venecia se dijera «Si tenemos en cuenta que los ilustradores empiezan a ver las cosas y a pintarlas como nosotros, eso quiere decir que los otomanos han comenzado a parecérsenos» y que así admitiera el poder y la amistad de Nuestro Sultán. Porque cuando uno empieza a pintar un caballo de una manera distinta, comienza a ver el mundo entero de otra forma. Pero, por muy raro que sea, este caballo está hecho siguiendo el estilo de los maestros antiguos.

Hablar tanto sobre aquel caballo hizo que enseguida me pareciera más atractivo y valioso. Tenía la boca ligeramente abierta y se le veía la lengua entre los dientes. Sus ojos brillaban. Sus patas eran fuertes y elegantes. Lo que convierte en legendaria a una pintura ¿es ella misma o lo que dicen de ella? El Maestro Osman paseaba despacio su lente sobre el caballo.

– ¿Qué quiere decir este caballo? -le pregunté con toda sinceridad-. ¿Por qué existe? ¡Por qué este caballo! ¿Qué es? ¿Por qué me emociona de esta manera?

– Tanto los libros como las pinturas que encargan los sultanes, shas y bajas amantes de los libros proclaman su poder y su fuerza, y ellos los encuentran hermosos porque son prueba de su riqueza con su profusión de dorados y por todo el trabajo y esfuerzo de ojos que el ilustrador ha vertido en el encargo -respondió el Maestro Osman-. La belleza de una pintura es importante porque demuestra que la habilidad del ilustrador es algo costoso y raro de encontrar, como el oro que se ha utilizado en ella. Cualquier otro que mire la pintura o que hojee un libro encuentra hermosa la imagen de un caballo por el tema de la escena, porque se parece a un caballo de verdad, o al caballo ideal en la mente de Dios, o a un caballo realmente fantástico y atribuyen esa sensación de verosimilitud al talento. Para nosotros la belleza de una pintura comienza por la multiplicidad de significados y por su elegancia. Por supuesto, saber que en este caballo está, además de él mismo, el dedo del asesino, la marca del mal, aumenta los significados de la pintura. Además, está el hecho de encontrar hermoso el caballo pintado y no sólo su imagen. Ver la imagen del caballo no como una pintura, sino como si se viera un caballo de verdad.

– Si lo mirara como si fuera un caballo de verdad, ¿qué vería en esta pintura?

– Teniendo en cuenta su tamaño, no es un poni; teniendo en cuenta lo largo y curvo de su cuello diría que es un buen caballo de carreras y por lo liso de su lomo, que es muy apto para largos viajes. Sus patas airosas pueden querer decir que es ágil y diestro como un caballo árabe, pero no es árabe porque su cuerpo es largo y voluminoso. La delicadeza de sus patas muestra, como decía Fadlan, el sabio de Bujara, en su Libro de veterinaria sobre los caballos más apreciados, que si nuestro animal llegara ante un río lo cruzaría de un salto con facilidad y no dudaría ni tendría miedo. Me sé de memoria ese Libro de veterinaria tan bellamente traducido por Fuyûzi, el veterinario de Palacio, y podría aplicar cada una de las hermosas palabras que allí se dicen sobre los caballos realmente apreciados a este alazán nuestro que tenemos delante: el buen caballo tiene una hermosa cara y ojos de gacela y sus orejas son rectas como cañas y el espacio entre ellas es amplio; el buen caballo tiene dientes pequeños, frente abultada, cejas ligeras, es largo de cuerpo, de largas crines, breve de cintura, de nariz pequeña, hombros estrechos y lomo ancho y liso; de muslos plenos, largo de cuello, amplio de pecho, con la base de la cola ancha y la entrepierna carnosa. Deber ser orgulloso y elegante y caminar como si saludara a ambos lados.

– Es exactamente nuestro alazán -dije observando admirado la pintura.

– Hemos identificado nuestro caballo -continuó el Maestro Osman con la misma sonrisa tímida-, pero por desgracia eso no nos sirve de nada para saber quién puede ser el ilustrador. Porque sé que ningún ilustrador con la cabeza sobre los hombros pintaría un caballo observando un caballo real. Por supuesto, pueden dibujarlo de un solo golpe de memoria. La prueba es que la mayoría empieza a dibujar el contorno del caballo por el extremo de los cascos.

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