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Lo reconozco más por los temas que trata que por su estilo y más por su visión de los detalles en los que antes nadie se ha fijado que por los temas. Puedo confiarle con total tranquilidad de espíritu la totalidad de una pintura, desde la organización y la composición de la página hasta el coloreado del detalle más nimio. Por esa razón en realidad debería ser él quien me sucediera como Gran Ilustrador. Pero es tan ambicioso y pagado de sí mismo, trata con tanta condescendencia a los demás ilustradores, que sería incapaz de organizar tantos hombres y permitiría que todos se le escaparan. De hecho, si por él fuera, haría él mismo todas las ilustraciones de nuestro taller gracias a su increíble laboriosidad. Y lo haría si quisiera. Es un gran maestro. Conoce su trabajo. Se gusta mucho. Mejor para él.

Lo vi trabajar en una ocasión que fui a su casa sin avisar. Páginas que ilustraba para mí y para los libros de Nuestro Sultán, páginas de miserables libros de trajes hechas descuidadamente para los estúpidos viajeros francos tan aficionados a despreciarnos, una de las tres páginas ilustradas que había preparado para un bajá que se creía alguien, dibujos hechos para álbumes e incluso para su propio placer… Todo -incluida una desvergonzada escena de fornicación- estaba por medio, sobre atriles, tableros de pintura y cojines y mi alto y delgado Cigüeña, trabajando como una abeja, corría de una pintura a otra, cantaba, le daba un pellizco en la mejilla al aprendiz que estaba mezclando los colores, añadía algún detalle burlón a una pintura, nos lo mostraba y lanzaba una carcajada admirado de sí mismo. Al contrario de lo que hacían los demás ilustradores no dejó de trabajar sólo porque yo hubiera ido para presentarme sus respetos, todo lo contrario, exhibía feliz el rápido funcionamiento del talento que Dios le había dado y de la habilidad que había conseguido a fuerza de trabajar (era capaz de hacer el trabajo de siete u ocho ilustradores al mismo tiempo). Y ahora me he atrapado pensando en secreto que si el miserable asesino es uno de mis tres maestros, ojalá que sea Cigüeña. Cuando era aprendiz y lo veía los viernes por la mañana ante mi puerta no me alegraba tanto como cuando veía a Mariposa.

Como muestra el mismo respeto a todo tipo de detalles extraños sin atenerse a la menor lógica (exceptuando el mero hecho de que se vean), su actitud hacia la pintura se parece a la de los maestros francos. Pero al contrario que lo pintores francos, mi ambicioso Cigüeña no ve ni pinta los rostros individuales de la gente como si fueran particulares y distintos unos de otros. Creo que, como desprecia más o menos abiertamente a todo el mundo, no le da la menor importancia a las caras de la gente. El difunto Tío no le haría pintar la cara de Nuestro Sultán.

Incluso cuando pintaba las escenas más serias, no podía estar sin colocar en un rincón un perro escéptico a cierta distancia de los acontecimientos o sin dibujar un desastrado pordiosero que rebajara con su miseria la riqueza y la ostentación de cualquier ceremonia. Confía en sí mismo lo bastante como para reírse de la pintura que hace, del tema y de sí mismo.

– El que mataran a Maese Donoso tirándolo a un pozo se parece a cuando los hermanos de José lo tiraron a otro pozo por envidia -dijo Negro-. Y la muerte de mi Tío se parece al asesinato repentino de Hüsrev por su hijo, que había puesto la mirada en su joven esposa Sirin. Todo el mundo dice que a Cigüeña le encanta dibujar escenas de batallas y de muertes sangrientas.

– Pensar que un ilustrador imita el tema de lo que pinta es no comprendernos ni a mí ni a los maestros ilustradores. Lo que nos puede denunciar no son los temas que nos han encargado pintar otras personas, que, de hecho, son siempre los mismos, sino la oculta sensibilidad que plasmamos en la escena al aproximarnos a ella. Una luz que parece filtrarse desde la pintura, la indecisión o la furia que se nota en la página en la distribución de las figuras humanas, los caballos y los árboles, el deseo y la tristeza que se siente en los cipreses que se alargan hacia el cielo, la sensación de mansedumbre y paciencia que pasamos a la página mientras trabajamos los azulejos de las paredes con una pasión capaz de dejarnos ciegos… Ésas son nuestras señales secretas: no esos caballos que parecen repetirse unos a otros. Al pintar la furia y la rapidez de un caballo, el pintor no ilustra su propia furia ni su rapidez; intentando hacer la pintura más perfecta de un caballo, muestra el amor que siente por la riqueza de este mundo y por su Creador y los colores de un cierto amor por la vida, eso es todo.

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