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24. Me llamo Muerte

Como podéis ver, soy la Muerte, pero no debéis tener miedo porque al mismo tiempo soy una pintura. No obstante, puedo leer en vuestros ojos que me teméis. Me agrada que os dejéis llevar por el terror como si os enfrentarais a la mismísima muerte aunque sabéis que no soy real, como niños que se dejan llevar por el juego al que están jugando. Al mirarme notáis cómo os lo haréis en los pantalones cuando llegue ese momento último e inevitable. Esto no es una broma; cuando se enfrentan a la muerte, a los hombres se les suelta la tripa, especialmente a la mayoría de ésos con corazón de león. Por eso los campos de batalla cubiertos de cadáveres que hemos pintado miles de veces no huelen, como se cree, a sangre, pólvora y armaduras recalentadas, sino a mierda y a carne putrefacta.

Sé que es la primera vez que veis una pintura de la muerte.

Hace un año un anciano alto, delgado y misterioso llamó a su casa al joven maestro ilustrador que me pintó. En la sala de dibujo en penumbra de una casa de dos pisos, le agudizó la mente al joven ilustrador ofreciéndole un café con aroma de ámbar y textura sedosa. Después, entre las sombras de una habitación de puertas azules, le mostró resmas y más resmas del mejor papel de la India, pinceles cuyas cerdas eran de pelo de ardilla, hojas de pan de oro, todo tipo de cálamos y cortaplumas de mango de coral insinuando que le pagaría muy bien, lo que animó al maestro ilustrador.

– Dibújame a la muerte -le dijo luego.

– No puedo dibujar la muerte sin haber visto ninguna imagen suya en mi vida -le contestó el ilustrador de prodigiosas manos que habría de pintarme más tarde.

– Para dibujar algo no es absolutamente necesario haber visto antes su imagen -le replicó el apasionado y delgado anciano.

– Sí, puede que no sea necesario -le contestó el maestro ilustrador que me pintó-. Pero si quieres que la pintura sea perfecta, como las que hacían los maestros antiguos, debe haber sido dibujada antes miles de veces. Por muy experto que sea un ilustrador, la primera vez que pinta algo lo hace como un aprendiz, y eso sería indigno de mí. No puedo ignorar mi maestría dibujando una imagen de la muerte porque para mí sería como morir.

– Entonces eso quizá te ayude a acercarte al tema -repuso el anciano.

– Lo que nos convierte en maestros no es haber vivido el tema de la pintura sino, precisamente, no haberlo vivido.

– En ese caso la maestría debería ser presentada a la muerte.

Y así se entregaron a un sutil diálogo lleno de dobles sentidos, insinuaciones, paronomasias, referencias y alusiones, como corresponde a dos ilustradores respetuosos con los maestros antiguos y con su propio talento. Sé que relatar al completo aquella discusión que con tanta atención escuché, pues se trataba de mi existencia, aburriría a los distinguidos ilustradores presentes en este café. Simplemente me gustaría decir que el asunto llegó al punto siguiente:

– ¿Cuál es el criterio para medir la habilidad de un ilustrador? ¿El que lo pinte todo con la perfección de los maestros antiguos o que introduzca en la pintura motivos que nadie ha podido ver? -preguntó el inteligente ilustrador de milagrosas manos y bellos ojos. Se mostraba prudente aunque conocía la respuesta.

– Los venecianos miden la fuerza de un pintor por su capacidad de encontrar motivos y estilos nunca pintados con anterioridad -dijo presuntuoso el anciano.

– Los venecianos mueren como venecianos -contestó el ilustrador que habría de pintarme.

– Pero todas las muertes se parecen -replicó el anciano.

– Las leyendas y las pinturas no nos dicen que los hombres se parezcan, sino todo lo contrario -dijo el inteligente ilustrador-. Los maestros ilustradores se convierten en tales pintando leyendas que no se parecen en nada pero de forma que nosotros creamos que se parecen.

Y así la conversación llegó a la muerte de los venecianos y de los musulmanes, a Azrael y a los demás ángeles de Dios y a cómo era imposible que dichos ángeles fueran representados por las pinturas de los infieles. El joven maestro que poco después habría de pintarme, y que ahora me mira con sus hermosos ojos en nuestro querido café, se sentía angustiado por aquella imponente conversación, notaba que su mano se impacientaba y quería pintarme, pero no sabía cómo era yo.

El avieso y astuto anciano, que pretendía enredar al joven maestro, se dio cuenta de aquello. Clavó su mirada, que brillaba con la llama del candil que ardía en vano en aquella habitación en sombras, en los ojos del joven maestro de manos milagrosas.

– La Muerte, que los venecianos pintan como un ser humano, para nosotros es un ángel, como Azrael -le dijo-. Pero con apariencia humana, como cuando Gabriel se le apareció en forma humana a Nuestro Profeta cuando descendió el Sagrado Corán. ¿Me entiendes?

Comprendí que aquel joven maestro al que Dios le había concedido un increíble talento se impacientaba, que quería pintarme. Porque el diabólico anciano había conseguido despertar en él la siguiente idea demoníaca: en realidad no queremos pintar algo que conocemos con toda su luz, sino algo desconocido y en penumbra.

– No sé nada en absoluto de esa Muerte de la que me hablas -dijo poco después el ilustrador que habría de pintarme.

– Todos sabemos de la Muerte -repuso el anciano.

– La tememos, pero no la conocemos.

– Entonces pinta ese temor.

Poco faltó para que me dibujara allí mismo. Noté cómo al gran maestro le hormigueaba la nuca, cómo se le tensaban los músculos del brazo, cómo buscaba un cálamo con la punta de los dedos. Pero como realmente era un gran maestro, se contuvo sabiendo que aquella tensión intensificaría el amor por la pintura de su espíritu.

Como el astuto anciano también lo había comprendido, le leyó fragmentos sobre la muerte de los libros que tenía ante él, del Libro del alma de El Cevziyye, del Libro de las circunstancias del Juicio Final de Gazzali, y otros de Suyuti para que le sirvieran de inspiración en mi pintura, en la cual estaba seguro de que se pondría a trabajar sin que pasara mucho.

Y así, mientras el maestro ilustrador de manos milagrosas hacía esta pintura mía que ahora contempláis con temor, escuchaba cómo el Ángel de la Muerte habría de tener miles de alas que se extenderían desde el Cielo hasta el mundo y desde el punto más lejano del Oriente hasta el más lejano del Occidente y cómo dichas alas abrazarían con amor a los verdaderos creyentes y serían dolorosas como clavos para los pecadores y los rebeldes y me pintó recubierta de clavos porque la mayoría de vosotros, ilustradores, estáis condenados al Infierno. El ilustrador escuchó cómo el ángel que Dios enviará para recoger vuestras almas llevará en la mano un libro en el que estarán escritos todos vuestros nombres y en las páginas de ese libro algunos nombres estarán rodeados por un círculo negro pero sólo Dios sabe el momento exacto de la muerte, y cómo cuando llegue ese momento caerá una hoja del árbol que hay bajo su Trono, y cómo quienquiera que agarre la hoja y la lea sabrá a quién le ha llegado el turno de morir, y por esa razón me pintó terrible pero también pensativa, como alguien que entiende de libros de cuentas. Como aquel viejo chiflado le leía que, después de que el ángel de la muerte apareciera en forma humana, le alargara la mano a la persona cuyo plazo había expirado y se llevara su alma, de repente todo lo envolvería una luz parecida a la del sol, el inteligente ilustrador me pintó rodeada de luz porque sabía que esa luz no sería visible para los que estarían junto al muerto. Como el apasionado anciano le leía también cómo en el Libro del alma decía que antiguos saqueadores de tumbas habían visto cadáveres con clavos por todas partes y llamas que aparecían en lugar del cuerpo aún reciente al cavar la tierra y cráneos llenos de plomo, el maravilloso ilustrador, que le escuchaba atentamente, mientras me pintaba puso todo lo que pudiera atemorizar al que me mirara.

Pero luego se arrepintió. No del miedo que había reflejado en la pintura, sino del mero hecho de haberme pintado. Y yo me siento como alguien a quien su padre recuerda con vergüenza y remordimientos. ¿Por qué se arrepintió de haberme pintado el maestro ilustrador de manos maravillosas?

1. Porque la pintura de la Muerte, yo, no ha sido hecha con la suficiente destreza. Como podéis ver, no soy tan perfecta como lo que pintan los grandes maestros venecianos ni como lo que pintaban los antiguos maestros de Herat. Yo misma siento vergüenza del aspecto descuidado con que me dibujó el gran maestro y que no se corresponde a la seriedad de la Muerte.

2. El maestro ilustrador que me pintó, engañado de una manera diabólica por el anciano, se encontró de repente y sin haberlo pensado imitando el estilo y el punto de vista de los maestros francos y le reconcomían el alma lo que consideraba una cierta falta de respeto hacia los antiguos maestros y una extraña deshonra que sentía por vez primera.

3. Y además algo de lo que debería haberse dado cuenta, como algunos imbéciles aquí presentes que de tanto verme empiezan a sonreír: la Muerte no es cosa de broma.

Ahora el maestro ilustrador que me pintó recorre las calles de noche como si no pudiera detenerse, abrumado por los remordimientos; como algunos maestros chinos, cree ser lo que ha pintado.

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