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32. Yo, Seküre

Aquella mañana me levanté antes de que los niños se despertaran, le escribí una breve carta a Negro pidiéndole que fuera de inmediato a la casa del Judío Ahorcado y se la entregué a Hayriye para que se la llevara corriendo a Ester. Si al coger la carta Hayriye me miró a los ojos con una enorme desvergüenza a pesar del temor de lo que pudiera ser de nosotras, yo, que ya no tenía un padre a quien temer, la miré también a los ojos con un desparpajo recién adquirido. Así quedó claro de qué color serían las normas que iban a regir nuestras relaciones a partir de ese momento. He de confesaros que, a lo largo de estos dos últimos años, me preocupaba que Hayriye pudiera tener un hijo de mi padre, olvidar su condición de esclava y empezar a darse aires de señora de la casa. Visité a mi pobre padre sin despertar a los niños y le besé respetuosamente la mano, que se había quedado petrificada pero que, de alguna extraña manera, no había perdido su suavidad. Escondí los zapatos, el turbante y la túnica morada de mi padre y cuando los niños se despertaron les dije que su abuelo se encontraba mejor y se había ido temprano a Mustafa Pasa.

Hayriye volvió de aquel paseo matutino y mientras ponía la mesa para el desayuno y colocaba en el centro la parte que habíamos podido salvar de la mermelada de toronjas, yo pensaba que en ese momento Ester estaría llamando a la puerta de Negro. Había dejado de nevar y había salido el sol.

Ese mismo paisaje vi cuando entré en el jardín de la casa del Judío Ahorcado: los carámbanos que colgaban de los aleros y de los alféizares de las ventanas disminuían de tamaño a toda velocidad y el jardín que olía a humedad y a hojas podridas recibía complacido el sol. Me encontré con que Negro me esperaba en el lugar donde lo vi ayer por primera vez, aunque me parecía algo tan remoto como si hubiera pasado hacía semanas. Me levanté el velo y dije:

– Ya puedes alegrarte, si es que tienes valor para hacerlo. Las objeciones, la oposición y las sospechas de mi padre ya no son un obstáculo entre nosotros. Anoche, mientras intentabas forzarme de una manera indecente, alguien, un auténtico diablo, entró en nuestra casa vacía y mató a mi padre.

Debéis sentir curiosidad, más que por la reacción de Negro, por la causa por la que le hablé con aquel tono tan despectivo y un tanto falso. Yo tampoco sé exactamente la respuesta. Quizá porque de no haberlo hecho habría llorado y Negro me habría abrazado y entonces nos habríamos acercado el uno al otro con mayor rapidez de la que quería.

– Revolvió toda la casa, rompió muchas cosas, está claro que actuó llevado por la furia y el odio. Y no creo en absoluto que haya terminado y que a partir de ahora ese diablo vaya a quedarse sentado tan tranquilo en su rincón. Ha robado la última ilustración del libro de mi padre. Quiero que me protejas de él, que nos protejas a nosotros y al libro de mi padre. Pero ¿con qué título puedes arrogarte ese derecho, basándote en qué tipo de relación? Ese es el problema ahora.

Se disponía a responderme, pero le callé con mi mirada con gran facilidad, como si fuera algo a lo que estuviera acostumbrada.

– Después de la muerte de mi padre, ante los ojos del cadí, dependo de mi marido y de la familia de mi marido. También era así antes de que muriera porque según el cadí mi marido sigue vivo. Mi cuñado intentó aprovecharse de mí en ausencia de su hermano mayor y como su desvergüenza y su estupidez avergonzaron a mi suegro, pude regresar a casa de mi padre aun sin ser viuda. Ahora, como mi padre ha muerto y no tengo ningún hermano varón, eso quiere decir que no tengo dueño y señor. O bien que, sin la menor duda, mis señores son el hermano de mi marido y mi suegro. De hecho, ya sabes que se habían puesto en movimiento para hacerme volver a su casa, que estaban a punto de forzar a mi padre y que habían decidido presionarme con amenazas. En cuanto se sepa que mi padre ha muerto, pasarán a la acción para llevarme con ellos.

Y como no quiero volver a esa casa, oculto que mi padre ha sido asesinado. Quizá lo haga en vano, porque puede que hayan sido ellos quienes hayan ordenado su muerte.

Justo en ese momento se interpuso entre Negro y yo un delgado rayo de luz que se introdujo delicadamente en la casa del Judío Ahorcado por los postigos rotos y las cortinas rasgadas iluminando el polvo acumulado durante años en la habitación.

– Pero no es sólo por eso por lo que oculto su asesinato -dije clavando mi mirada en la de Negro, en la que me alegró ver más atención que amor-. Me da miedo no poder demostrar dónde estaba mientras le asesinaban. Me da miedo que Hayriye, aunque su testimonio no tenga el menor valor, sea parte de la intriga organizada en mi contra, o al menos contra el libro de mi padre. Ahora que no tengo un tutor, un dueño tangible, aunque el que anunciara la muerte de mi padre facilitara en un primer momento que el cadí reconociera que había sido un asesinato, no me cuesta ningún trabajo imaginar la de complicaciones que podría causarme, simplemente por las razones que acabo de enumerar; por ejemplo, bien podría ser que Hayriye supiera que mi padre no quería que me casara contigo.

– ¿Tu padre no quería que te casaras conmigo? -me preguntó Negro.

– No, porque, como ya sabes, temía que me llevaras a algún lugar lejos de él. Ahora, en la situación en que nos encontramos, mi pobre padre no pondría la menor objeción a que nos casáramos. ¿Tienes tú alguna?

– No, hermosa mía.

– Bien. Mi tutor no va a reclamarte dinero ni oro. Te pido disculpas por la desvergüenza que supone que hable de las condiciones matrimoniales en mi propio nombre. Pero, por desgracia, hay algunas condiciones cuyos detalles me veo obligada a tratar de inmediato.

Estuve callada un rato hasta que Negro dijo «Sí» con aspecto de estar disculpándose por haber tardado en responder.

– Primero -comencé-, jurarás ante dos testigos que si me tratas tan mal que no puedo soportarlo más o que si te casas con otra, se considerará motivo de divorcio con pensión.

Segundo, jurarás ante dos testigos que si abandonas el hogar y no regresas durante más de seis meses con razón o sin ella, yo me consideraré libre y me pagarás una pensión. Tercero, por supuesto después de la boda te mudarás a mi casa, pero mientras no se encuentre, o tú no encuentres, al miserable que asesinó a mi padre, ¡me gustaría torturarle con mis propias manos!, y no termines el libro de Nuestro Sultán empleando toda tu habilidad y tu esfuerzo y no se lo entregues honorablemente, no compartiremos la misma cama. Cuarto, querrás a mis hijos, que sí comparten esa cama conmigo, como si fueran los tuyos propios.

– Muy bien.

– De acuerdo. Si todos los obstáculos que hay ante nosotros desaparecen con tanta rapidez, pronto estaremos casados.

– Casados, puede, pero no en la misma cama.

– Lo primero es el matrimonio -le respondí-. Primero encarguémonos de eso. El amor viene después. Recuerda: el fuego del amor que prende antes de casarse se apaga en la barrica del matrimonio y después sólo queda un solar triste y vacío. El amor que sigue al matrimonio también se acaba, por supuesto, pero su lugar lo ocupa la felicidad. A pesar de eso hay algunos estúpidos apresurados que se enamoran antes de casarse y que agotan su amor enardecidos. ¿Por qué? Porque creen que el mayor objetivo de la vida es el amor.

– ¿Y cuál es?

– La felicidad. Tanto el amor como el matrimonio sirven para alcanzarla: un marido, un hogar, hijos, un libro. ¿No te das cuenta de que incluso alguien en mi situación, con su marido desaparecido y su padre muerto, está mejor que tú con tu áspera soledad? Si no tuviera a mis hijos, con los que me paso el día riendo, peleándome y amándoles, me moriría. Y tú, que tanto me deseas a pesar de mi situación, y que te mueres de ganas de vivir bajo el mismo techo que el cadáver de mi padre y mis hijos, aunque no pases las noches en la misma cama que yo, vas a escuchar lo que voy a decirte ahora prestándome toda tu atención.

– Te escucho.

– Existen muchas maneras para poder divorciarme. Testigos falsos pueden declarar bajo juramento que vieron cómo mi marido me daba palabra de divorcio condicionado antes de salir para la campaña, por ejemplo, que juró que si no volvía de la guerra en dos años su esposa podía considerarse libre. O bien, y de una forma más directa, pueden jurar que vieron el cadáver de mi marido en el campo de batalla y describirlo con pelos y señales. Pero, si tenemos en cuenta el cadáver que hay en casa y las objeciones de mi suegro y mi cuñado, usar testigos falsos puede ser un medio peligroso porque cualquier cadí inteligente y precavido tendría miedo y no se arriesgaría a aceptar su testimonio. Y los cadíes hanefís como nosotros no me concederán el divorcio ni siquiera teniendo en cuenta que mi marido me dejó sin pensión y que lleva cuatro años sin regresar de la guerra. Pero el cadí de Üsküdar, para que las mujeres en mi situación, cada día más numerosas a causa de la guerra con los persas, tengan una oportunidad de divorciarse, a veces permite que le sustituya un shafií, con el secreto beneplácito de Su Majestad el Sultán y el Seyhülislam, y éste nos divorcia con toda rapidez y nos concede una pensión. Si ahora encontráramos dos testigos honestos que pudieran testificar a mi favor, si les diéramos algo de dinero y pasáramos a Üsküdar, si pudiéramos concertar una cita con el cadí y lográramos que en su lugar estuviera el sustituto para que me divorciara, si consiguiéramos que lo hiciera gracias a esos testigos, que registrara el divorcio en el libro, si nos diera algún papel, un documento, y lográramos justo después del divorcio que otro cadí nos diera otro documento certificando que es legal que me case de nuevo y podemos hacer todo eso antes de esta tarde y pasamos a esta orilla, no sería nada difícil que encontráramos un imán que nos casara al anochecer y esta noche podrías quedarte convertido en mi marido bajo el mismo techo que mis hijos y yo y así nos librarías de pasar la noche temblando cada vez que hubiera un ruido en la casa por miedo a aquel diablo y de que yo apareciera ante el resto del mundo como una pobre mujer que no tiene quien la proteja cuando por la mañana anunciemos la muerte de mi padre.

– Sí -respondió Negro optimista y de manera un tanto infantil-. Sí. Te acepto.

Hace un momento dije que no sabía por qué hablaba con Negro con aquel tono tan despectivo y tan poco sincero. Ahora lo sé: al parecer me daba cuenta de que sólo usando ese tono podría convencer a Negro, cuya indecisión había tenido la oportunidad de conocer cuando éramos niños, de cosas de las que yo a duras penas podía convencerme que pudieran llegar a ser realidad.

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