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Estaba claro que mi Tío le había pedido a algún maestro ilustrador que había llamado en secreto que le pintara la imagen de un caballo. Y como dicho ilustrador sólo podía pasar al papel la imagen de un caballo que tenía enterrada en la mente como un modelo invariable empezando a dibujarla de memoria como parte de una historia, así fue precisamente como comenzó a hacerla. Pero era evidente que mi Tío, inspirándose en los métodos de los maestros francos, había intervenido en muchos detalles de la pintura del caballo, surgida de otras parecidas que el ilustrador debía de haber visto miles de veces en escenas de batallas o de amor. Por ejemplo, diciéndole: «No pintes el jinete» o: «Haz ahí un árbol. Pero ponlo atrás y que sea pequeño».

Aquel ilustrador llegado de noche se sentaba ante el escritorio con mi Tío y trabajaba con entusiasmo a la luz de las velas en aquellas extrañas y anómalas pinturas que no se parecían en absoluto a las escenas a las que estaba acostumbrado y que se sabía de memoria, tanto porque mi Tío le pagaba un buen dinero por cada una de ellas como porque en realidad le atraía aquella extraña manera de pintar. Pero, justo como le ocurría a mi Tío, también llegaba un momento en que el pintor ya no sabía qué historia adornaba e ilustraba la imagen del caballo. Lo que mi Tío esperaba de mí era que observara aquellas pinturas medio venecianas, medio persas y que le escribiera una historia adecuada para la página opuesta. No tenía otro remedio que escribirlas si quería poseer a Seküre, pero no se me iba de la cabeza lo que el cuentista había narrado en el café.

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