Литмир - Электронная Библиотека
A
A

De todos los ilustradores, el que más me había gustado era Negro porque me quería más que ningún otro y porque conozco su alma. Saqué papel y pluma y escribí de un golpe lo siguiente, como si no lo hubiera pensado siquiera:

De acuerdo. Te veré en la casa del Judío Ahorcado antes de la llamada a la oración de la tarde. Acaba cuanto antes el libro de mi padre.

A Hasan no le contesté porque aunque realmente piense ir hoy al cadí, no creo que los hombres que piensan reunir él y su padre asalten de inmediato la casa. De haber sido así, lo habrían hecho rápidamente y no me habría escrito ni esperaría una respuesta mía. Ahora estará esperando mi carta y cuando no le llegue se volverá loco y entonces sí que reunirá unos hombres e intentará atacar la casa. No os creáis que no le tengo miedo. La verdad es que confío en Negro para que me proteja de él. Pero quiero deciros lo que se me está pasando por el corazón en este momento: quizá no le tenga tanto miedo a Hasan porque yo también lo quiero.

Si ahora os decís que a qué viene eso de quererlo, tendré que daros toda la razón. No es que no haya tenido oportunidades de ver lo miserable, lo débil y lo oportunista que era ese hombre durante los años en que compartimos techo mientras yo esperaba el regreso de mi marido. Pero Ester dice que ahora gana mucho dinero y puedo saber que es cierto por la manera que tiene de levantar las cejas. Ahora que tiene dinero, y, por lo tanto, confianza en sí mismo, creo que todas aquellas malas cualidades que hacían repulsivo a Hasan habrán desaparecido y en su lugar habrá surgido ese lado oscuro, astuto y extraño suyo, que tanto me atraía. Ese aspecto lo he descubierto en las cartas que tan insistentemente me envía.

Tanto Negro como Hasan han sufrido mucho por mi amor. Negro se alejó durante doce años, desapareció ofendido. Hasan me ha estado enviando cada día cartas con los márgenes adornados con pinturas de pájaros y gacelas. A fuerza de leer esas cartas aprendí primero a temerlo y luego a interesarme por él.

Como sé perfectamente que a Hasan también le interesa todo lo que me concierne, no me sorprendió que supiera que había soñado con el cadáver de mi marido. Sospecho que Ester le permite a Hasan que lea las cartas que le he enviado a Negro. Por eso no le envié una respuesta por Ester. Vosotros sabréis si mis sospechas son ciertas o no.

– ¿Dónde habéis estado? -pregunté a los niños cuando volvieron.

Pero enseguida comprendieron que no lo decía realmente enfadada. Sin que Orhan nos viera, me llevé aparte a Sevket, al rincón oscuro del armario. Lo cogí en brazos. Le besé el cuello, el pelo y la nuca.

– Te has enfriado, cariño -le dije-. Dame esas manos preciosas para que tu madre te las caliente con las suyas.

Las manos le olían a perro muerto, pero no hice el menor comentario. Lo abracé con fuerza apretando su cabeza contra mi pecho. Enseguida entró en calor y se relajó como un gato que ronronea de placer.

– ¿Quieres mucho mucho a tu madre?

– Mmm.

– ¿Eso es que sí?

– Sí.

– ¿Más que a nadie?

– Sí.

– Entonces yo también tengo que contarte algo -le dije como si le revelara un secreto-. Pero no se lo digas a nadie, ¿de acuerdo? -y le susurré al oído-: Yo también te quiero más que a nadie. ¿Entendido?

– ¿Más que a Orhan?

– Más que a Orhan. Orhan es pequeño como un pajarito y no entiende nada. Tú eres más listo y lo entiendes todo -le besé el pelo oliéndoselo al mismo tiempo-. Por eso tengo que pedirte algo. Ayer le llevaste al señor Negro un papel en blanco, ¿te acuerdas? Y hoy también le llevarás otro, ¿de acuerdo?

– El mató a mi padre.

– ¿Qué?

– Él mató a mi padre. Él mismo me lo dijo ayer en la casa del Judío Ahorcado.

– ¿Qué te dijo?

– Me dijo «Yo maté a tu padre». Me dijo que había matado a muchos hombres.

En ese momento algo pasó. Inmediatamente después Sevket se bajó de mi regazo y se echó a llorar. ¿Por qué lloraba ahora este niño? Bueno, poco antes quizá no pudiera contenerme y le diera una bofetada. No quiero que nadie piense que tengo el corazón de piedra. Pero me puso muy nerviosa que hablara así de un hombre con el que yo estaba planeando casarme por el bien de ellos.

De repente me afectó mucho que mi pobre huérfano siguiera llorando y yo misma me encontré a punto de llorar. Nos abrazamos. Hipaba de vez en cuando, pero tampoco la bofetada había sido para tanto. Le acaricié el pelo.

Todo había empezado así: sabéis que el día anterior le había comentado a mi padre de pasada que había soñado que mi marido había muerto. De hecho, a lo largo de estos cuatro años que lleva sin regresar de la guerra con los persas he soñado con él a menudo, y con un cadáver, pero ¿era el suyo? Eso no estaba nada claro.

Los sueños siempre sirven para alguna otra cosa. En Portugal, de donde había venido la abuela de Ester, parece ser que los sueños servían para probar que los herejes tenían tratos carnales con el Diablo. En aquel tiempo, aunque la estirpe de Ester había renegado de su judaísmo y había afirmado que eran católicos como los demás, los torturadores jesuitas de la Iglesia portuguesa no les habían creído y les habían forzado mediante torturas a que enumeraran cada uno de los demonios y duendes de sus sueños así como lo que nunca habían soñado, y habían conseguido que confesaran de manera que se pudiera detener a todos los judíos. Así pues, allí los sueños servían para que la gente fornicara con el Diablo, acusarles de ello y enviarlos a la hoguera.

Los sueños sirven para tres cosas:

Alif: Quieres algo pero no te permiten ni siquiera que lo quieras. Entonces dices que lo has soñado. Y así es como si quisieras sin querer lo que quieres.

Bá: Quieres hacerle daño a alguien. Por ejemplo, quieres calumniar a alguien. Entonces dices que has soñado que tal mujer cometía adulterio; o que has soñado que tal bajá se trasegaba jarra tras jarra de vino. Así, aunque no te crean, simplemente por haberlo mencionado, parte del mal se le anota a su cuenta.

Yim: Quieres algo pero ni siquiera sabes lo que quieres. Cuentas un sueño confuso. Enseguida te lo interpretan y te dicen qué es lo que tienes que querer y qué es lo que pueden ofrecerte. Por ejemplo, te dicen que te hace falta un marido, o un hijo, o una casa…

Estos sueños no son realmente cosas que hayamos visto dormidos. Todo el mundo cuenta que soñó de noche lo que ha soñado de día para que le sirva para su objetivo. Sólo los bobos cuentan sus verdaderos sueños nocturnos tal y como han sido. Entonces o se ríen de ti o, como siempre pasa, interpretan para mal tu sueño. Nadie se toma en serio los sueños verdaderos, ni siquiera los que los han soñado. ¿O vosotros sí?

Cuando, gracias a un sueño contado a regañadientes, insinué que mi marido podía estar muerto, lo primero que dijo mi padre fue que aquel sueño no podía ser tomado como una señal de lo que había ocurrido en realidad. Pero, después de regresar del entierro, de repente llegó a la conclusión de que aquel mismo sueño indicaba que mi marido había muerto. Y así todos creyeron que mi marido había muerto, aunque no había habido forma de que se muriera en estos cuatro años, y no sólo eso, se tomaron tan en serio su muerte como si hubiera sido anunciada oficialmente. Entonces fue cuando los niños se convencieron de que se habían quedado huérfanos y se entristecieron de veras.

– ¿Tú nunca sueñas? -le pregunté a Sevket.

– Sí -me respondió sonriendo-. Mi padre no vuelve pero tú acabas casándote con alguien.

Su nariz estrecha, sus ojos negros y sus hombros anchos no se parecen a los de su padre, sino a los míos. A veces me siento culpable por no haberles podido dar a mis hijos la frente alta y amplia de su padre, ellos casi no tienen.

– Hala, vete a jugar a las espadas con tu hermano.

– ¿Con la espada vieja de mi padre?

– Sí.

Estuve un rato mirando al techo mientras escuchaba los ruidos de espadas de los niños y los crujidos del entarimado e intenté vencer el miedo y la inquietud que se elevaban en mi corazón. Bajé a la cocina y le dije a Hayriye:

– Mi padre lleva mucho tiempo queriendo sopa de pescado. Quizá te envíe a Kadirga. Saca un poco de esa pasta de orejones que tanto le gusta a Sevket de donde la tienes guardada y dale un poco a los niños.

Mientras Sevket comía en la cocina, Orhan y yo subimos al piso de arriba. Lo cogí en brazos y le besé el cuello.

– Estás sudando -le dije-. ¿Qué te ha pasado aquí?

– Sevket me ha dado como si tuviera la espada roja del tío Hasan.

– Te ha salido un moratón -se lo toqué-. ¿Te duele? Este Sevket no tiene cuidado. Mira lo que voy a decirte. Tú eres muy inteligente, muy listo. Quiero pedirte algo. Si lo haces te contaré un secreto que no le he contado a nadie, ni siquiera a Sevket.

– ¿Qué?

– ¿Ves este papel? Vas a ir con tu abuelo y se lo pondrás en la mano al señor Negro sin que el abuelo se dé cuenta. ¿Lo entiendes?

– Sí.

– ¿Lo harás?

– ¿Qué secreto vas a contarme?

– Tú lleva el papel -le besé una vez más el cuello, que olía a almizcle. Ahora que hablamos de almizcle. Hace mucho que Hayriye no se ha llevado a estos niños a los baños. No han ido desde que Sevket empezó a tener erecciones con las mujeres de los baños-. Luego te contaré el secreto -le besé-. Eres muy listo y muy guapo. Sevket tiene muy mal genio. Le levanta la mano hasta a su madre.

– No quiero llevarlo -me respondió-. El señor Negro me da miedo. Él mató a mi padre.

– Te lo ha contado Sevket, ¿no? Baja ahora mismo y llámalo.

Como vio la cólera pintada en mi cara, se bajó temeroso de mis brazos y echó a correr. Quizá estuviera un poco contento sintiendo que esta vez le iba a caer una buena a Sevket. Poco después llegaron los dos completamente sofocados. Sevket llevaba en una mano la pasta de orejones y en la otra la espada.

– Le has dicho a tu hermano que el señor Negro mató a vuestro padre. En esta casa no se volverá a oír nada parecido. Le tendréis cariño y respeto al señor Negro. ¿Entendido? No podéis pasaros la vida sin padre.

– Yo no lo quiero. Quiero volver a mi casa, con el tío Hasan, a esperar a mi padre -me respondió Sevket insolente.

Me enfadé de tal manera que le solté una bofetada. Todavía no había dejado la espada y se le cayó de la mano.

– Quiero a mi padre -dijo llorando.

Pero yo lloraba todavía más que él.

48
{"b":"93926","o":1}