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– Ya no tenéis padre, no volverá. Os habéis quedado sin padre, ¿lo entendéis, bastardos?

– No somos bastardos -Sevket seguía llorando. Lloramos largo y tendido. Un rato después el llanto había ablandado mi corazón y sentí que lloraba porque eso me hacía mejor persona. Mis hijos y yo nos abrazamos y nos echamos en la cama llorando sin parar. Sevket metió la cabeza entre mis pechos. A veces cuando se me acerca así noto que en realidad no está durmiendo. Quizá en esa ocasión yo me habría dormido con ellos pero tenía la cabeza en el piso de abajo. Me llegaba un dulce aroma de toronjas hirviendo. De repente di un salto e hice un ruido tal que los niños se despertaron.

– Bajad y que Hayriye os dé de comer.

Me había quedado sola en la habitación. Le rogué a Dios que me ayudara, luego abrí el Sagrado Corán y volviendo a leer en la azora de La Familia de Imran que los que mueren en la guerra siguiendo el camino de Dios van junto a Él, mi corazón se tranquilizó por mi difunto marido. ¿Le habría enseñado mi padre a Negro la pintura inacabada de Nuestro Sultán? Decía que esa pintura sería tan verosímil que el que la viera tendría miedo y apartaría la mirada, como ocurre con quienes intentan mirar directamente a los ojos de Nuestro Sultán.

Llamé a Orhan y le besé largamente la cabeza y las mejillas pero sin cogerle en brazos.

– Ahora, sin miedo y sin que lo vea tu abuelo le vas a dar este papel a Negro. ¿Entendido?

– Se me mueve un diente.

– Si quieres, cuando vuelvas le doy un tirón. Te acercarás a él y como se quedará sorprendido, te abrazará. Entonces le dejas con mucho cuidado el papel en la mano. ¿Entendido?

– Tengo miedo.

– No hay nada de que tener miedo. Si no es Negro, ¿sabes quién quiere ser tu padre? ¡El tío Hasan! ¿Quieres que el tío Hasan sea tu padre?

– No.

– Entonces, vamos, guapo mío, mi inteligente Orhan. Y mucho ojo porque puedo enfadarme… Y si lloras me enfadaré más.

Le apreté en la manita que me alargaba desesperado y dócil la carta bien doblada. Dios mío, ayúdame, lo único que quiero es que a estos huérfanos pueda irles bien. Le cogí de la mano y le llevé hasta la puerta. Ya en el umbral volvió a mirarme con miedo.

Regresé a mi rincón y vi por el agujero cómo pasaba a la antecámara con pasos tímidos, cómo se acercaba a mi padre y a Negro, cómo se detenía, cómo por un instante permanecía indeciso y cómo echaba una mirada al agujero a sus espaldas buscándome. Comenzó a llorar. Pero por fin consiguió arrojarse al regazo de Negro con un último esfuerzo. Negro, a quien la cabeza le funcionaba lo bastante como para merecerse ser el padre de mis hijos, no se inquietó al ver a Orhan en sus brazos sin saber por qué lloraba y comprobó la mano del niño.

En cuanto Orhan volvió a la carrera bajo la sorprendida mirada de mi padre yo le cogí en brazos, le besé largo rato, lo bajé a la cocina, le llené la boca con esas uvas pasas que tanto le gustaban y dije:

– Hayriye, coge a los niños, id al muelle de Kadirga y compra en el puesto de Kosta una lisa para hacerle sopa a mi padre. Toma estos veinte ásperos y, con lo que te sobre del pescado, a la vuelta cómprale a Orhan de esos higos secos y de esas cornejas que tanto le gustan y para Sevket garbanzos tostados y dulce de ciruelas y nueces. Paséalos cuanto quieran hasta la hora de la oración del anochecer, pero ten cuidado de que no cojan frío.

Me agradó el silencio de la casa una vez que todos se vistieron y se marcharon. Subí al piso de arriba y saqué de donde lo había guardado, de entre unas fundas de almohada que olían a lavanda, el espejo que mi suegro había hecho y que me había regalado mi marido y lo colgué de la pared. Si me miro de lejos y me muevo muy ligeramente puedo ver en el espejo todo mi cuerpo por partes. El chaleco de paño rojo me quedaba muy bien pero quería ponerme también la camisa morada del ajuar de mi madre. Saqué del baúl la chaqueta color pistacho en la que mi abuela había bordado con sus propias manos unas flores y me la puse pero no me gustó cómo me quedaba. Al ponerme la camisa morada me dio frío y sentí un estremecimiento y la llama de la vela tembló ligeramente conmigo. Por supuesto, encima me pondría el sobretodo forrado de piel de zorro, pero en el último momento cambié de opinión, crucé silenciosamente la antesala, y saqué del baúl el abrigo azul cielo largo y amplio que me había dado mi madre. Pero justo en ese momento me inquieté al oír ruidos en la puerta: ¡Negro se iba! Me quité de inmediato el viejo abrigo de mi madre y me puse el rojo forrado de piel de zorro. Me apretaba el pecho, pero aquello me gustaba. Me puse el velo más suave y blanco que tenía y me cubrí bien la cara con él.

Por supuesto, el señor Negro todavía no se había ido, los nervios me habían traicionado. Si salgo ahora puedo decirle a mi padre que voy a comprar pescado con los niños. Bajé las escaleras silenciosa como un gato.

Clic, cerré la puerta como un fantasma. Crucé el patio en silencio y cuando iba a salir a la calle me detuve un momento y miré atrás, desde detrás de mi velo me dio la impresión de que aquella casa no era la nuestra.

En la calle no había nadie, ni siquiera gatos. Caían esporádicos copos de nieve. Me introduje con un escalofrío en aquel jardín abandonado al que nunca llegaba el sol. Olía a hojas podridas, a humedad y a muerte, pero en cuanto entré en la casa del Judío Ahorcado me sentí como en la mía propia. Dicen que por las noches aquí se reúnen los duendes, que encienden la chimenea y que organizan sus jaranas. Me resultaba terrorífico oír el sonido de mis pasos en la casa vacía, así que esperé sin moverme. Sonó un ruido en el jardín pero el silencio lo cubrió todo de inmediato. En algún lugar cercano ladró un perro; conozco a todos los perros de nuestro barrio por sus ladridos, pero no pude adivinar cuál era ése.

En el silencio que siguió al ladrido sentí algo: era como si en la casa hubiera alguien más y yo estuviera muy quieta para que no oyera el ruido de mis pasos. Unas personas pasaron charlando por la calle. Pensé en Hayriye y los niños: ojalá no hayan cogido frío. En el silencio posterior se apoderó de mí el arrepentimiento. Negro no vendría, yo había cometido un error y debía volver a casa antes de verme todavía más humillada. Me estaba imaginando aterrorizada que Hasan me había seguido cuando oí pasos en el jardín. La puerta se abrió.

De repente cambié de posición a toda velocidad. No sé por qué hice aquello, pero me di cuenta de que al tener a mi derecha la ventana que recibía la luz del jardín, con ella reflejándose sobre mí, Negro me vería como decía mi padre, entre el misterio de las sombras. Me cubrí con el velo y esperé escuchando el sonido de sus pasos.

Negro, al cruzar el umbral y verme, dio unos pasos y se detuvo. Nos miramos así, con cuatro o cinco pasos de distancia entre nosotros. Era más fuerte y vigoroso de lo que parecía por el agujero. Hubo un silencio.

– Descúbrete -me dijo como si susurrara-. Por favor.

– Estoy casada. Espero el regreso de mi marido.

– Descúbrete -repitió con la misma voz-. No volverá jamás.

– ¿Me has hecho venir hasta aquí para decirme eso?

– No, para poder verte. Llevo doce años pensando en ti. Descúbrete, querida, quiero verte una vez.

Me alcé el velo. Me gustó que me mirara a la cara y a los ojos largo rato sin hablar.

– El matrimonio y la maternidad te han hecho aún más hermosa. Tu cara es completamente distinta de como la recordaba.

– ¿Cómo me recordabas?

– Con dolor. Porque cuando me acordaba de ti, creo que no era de ti de quien me acordaba, sino de la imagen que me había creado. Te acuerdas de lo que hablábamos cuando éramos niños sobre Hüsrev y Sirin, que se habían enamorado viendo sus imágenes, ¿no? ¿Por qué Sirin no se enamoraba la primera vez que veía la imagen del apuesto Hüsrev colgando de la rama del árbol y le hacía falta ver tres veces la pintura? Tú decías que en los cuentos todo pasa tres veces. Yo, que el amor debería haber prendido la primera vez. Pero ¿quién habría podido pintar a Hüsrev de una manera tan realista como para enamorarse de él, de una forma tan correcta como para reconocerlo? Eso nunca lo hablamos. Si a lo largo de estos doce años hubiera tenido conmigo una pintura tan real de tu inigualable rostro, quizá no habría sufrido tanto.

Siguió diciendo muchas cosas hermosas de aquel tipo, contándome historias sobre gente que veía una pintura y se enamoraba y explicándome cuánto había sufrido por mí. Entretanto, como estaba atenta a cómo se aproximaba a mí paso a paso, cada palabra de lo que me contaba cruzaba mi mente sin detenerse y se mezclaba directamente con mis recuerdos. Ya las evocaría después y pensaría en ellas. Ahora simplemente sentía en mi corazón el embrujo de lo que decía de una manera que me acercaba a él. Me sentí culpable por haberle hecho sufrir durante doce años. ¡Qué bonitas palabras decía, qué buena persona era este Negro! ¡Inocente como un niño! Todo aquello podía leerlo en sus ojos. Me daba mucha confianza en mí misma que me amara tanto.

Nos abrazamos. Me gustó tanto que ni siquiera me sentí culpable. Me atravesó una sensación agradable, más dulce que la miel. Lo abracé con más fuerza. Le permití que me besara y yo misma le besé. Mientras nos besábamos fue como si al mundo entero lo cubriera una dulce oscuridad. Me habría gustado que todos se abrazaran como nosotros. Me parecía recordar que el amor era algo parecido a aquello. Me introdujo la lengua en la boca. Me gustaba tanto lo que estaba haciendo que era como si el universo se sumergiera con nosotros en una luminosa bondad, no podía pensar en que ocurriera nada malo.

Ahora mismo os diré cómo se podría pintar el abrazo entre Negro y yo si esta humilde historia mía se contara algún día en un libro y fuera ilustrada por los legendarios maestros de Herat. Hay ciertas páginas maravillosas que mi padre me ha enseñado entusiasmado: el fluir de la letra y el ondear de las hojas comparten la misma excitación y el adorno de las paredes y el dorado de la página comparten la misma textura; la inquietud de la golondrina que perfora con sus alas el encuadre y el dorado se parece a la de los amantes. Los amantes, que se miran de lejos y se dirigen reproches con palabras llenas de sentido, se dibujan tan pequeños en estas pinturas, se les ve tan lejos, que por un instante una cree que la historia no habla de ellos sino del magnífico palacio en que se encuentran y de su patio, del maravilloso jardín cuyas hojas han sido pintadas una a una con tanto amor y de la noche estrellada que los alumbra y de los árboles en la oscuridad. Pero cuando se presta la suficiente atención a la secreta armonía de colores y a la misteriosa luz que surge de cada rincón de la pintura, que sólo un ilustrador con una sincera confianza en su arte ha podido lograr, el que las observa con cuidado comprende de inmediato que el secreto de estas pinturas está en haber sido hechas con los mismos materiales que el amor que describen. Es como si de los amantes pintados se filtrara una luz a lo más profundo de la ilustración entera. Y, creedme, cuando Negro y yo nos abrazamos fue como si una inmensa bondad se expandiera por el mundo entero de una forma parecida.

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