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Entramos cruzando entre la doble hilera de agás. Aquello estaba helado. Al cerrar la puerta todo se quedó completamente oscuro de repente y noté un olor a moho, polvo y humedad que me hirió las fosas nasales. El lugar estaba repleto de objetos amontonados sin orden ni concierto: muebles, baúles, cascos. Tuve la sensación de haber sido testigo muy de cerca de una enorme batalla.

Mis ojos se acostumbraron a la extraña luz que llenaba aquel espacio y que se filtraba entre los gruesos barrotes de las altas ventanas y entre las barandillas de las escaleras que subían al entresuelo que recorría todo el alto muro y de la galería de madera del segundo piso. La habitación era roja a causa del color de las sedas, las alfombras y los tapices que colgaban de las paredes. Noté con una reverencia casi religiosa cómo toda aquella riqueza y aquella acumulación de objetos eran el resultado de guerras, de batallas, de sangre vertida, de ciudades y tesoros saqueados.

– ¿Tenéis miedo? -preguntó el anciano enano dando voz a mis sentimientos-. Todo el mundo tiene miedo la primera vez que entra. Por las noches los espíritus de estos objetos hablan en susurros.

Lo que daba miedo era el silencio en el que estaba sumergida aquella increíble multitud de cosas. Oíamos el tintineo del sello que le estaban poniendo a la puerta y contemplábamos admirados e inmóviles la sala.

Vi espadas, colmillos de elefante, caftanes, candelabros de plata, banderas de raso. Vi jarrones de porcelana china, cinturones, instrumentos musicales, armaduras, almohadones de seda, esferas que mostraban el mundo, botas, pieles, cuernos de rinoceronte, huevos de avestruz pintados, mosquetes, arcos, mazas de guerra y armarios, armarios, armarios. Todo estaba lleno de telas, alfombras y sedas que parecían caer lentamente y en cascada sobre mí desde los pisos superiores de suelo de madera, desde las barandillas, desde los armarios de las paredes, desde las pequeñas celdas abiertas en los muros. Sobre las telas, las cajas, los caftanes del sultán, las espadas, las velas enormes y rosadas, los turbantes de tela, los almohadones bordados con perlas, las sillas de montar con incrustaciones de oro, las cimitarras con empuñaduras con diamantes, las mazas de mango de rubí, los tocados acolchados, las plumas, los curiosos relojes, las estatuillas de marfil de caballos y elefantes, los narguilés con boquillas adornadas con diamantes, los enormes rosarios, los cascos guarnecidos con rubíes y turquesas, los aguamaniles y las dagas, caía una extraña luz que no había visto antes en ningún otro lugar. Aquella luz, que se filtraba de manera apenas perceptible por las ventanas de arriba, iluminaba las motas de polvo de la habitación en penumbra, como si fuera el rayo de sol que entra por el tragaluz de la cúpula de una mezquita un día de verano, pero no era la luz del sol. Gracias a ella el aire de la sala se convertía en algo casi tangible y todos los objetos parecían hechos del mismo material. Después de que contempláramos un rato juntos y atemorizados la sala en medio del silencio, me di cuenta de que lo que provocaba que todos los objetos tuvieran la misma misteriosa textura empalideciendo el rojo que dominaba la fría habitación era, más que la luz, el polvo que lo cubría todo. Y lo que hacía terrible a toda aquella multitud de cosas era precisamente la fusión de objetos extraños e imprecisos que el ojo era incapaz de identificar ni siquiera tras una segunda o una tercera mirada. Creía que era un atril algo que antes había tomado por un baúl y luego descubría que se trataba de un extraño artefacto franco. Me di cuenta de que el cofre de nácar que había entre los caftanes y turbantes sacados de un baúl y tirados por todas partes en realidad era una curiosa arquilla enviada por el Zar de Moscovia.

Cezmi agá colocó el brasero en un hogar abierto en el muro con la habilidad de la costumbre.

– ¿Dónde están los libros? -susurró el Maestro Osman.

– ¿Qué libros? -respondió el enano-. ¿Los que han venido de Arabia, los Coranes en cúfico, los que trajo de Tabriz Su Majestad el sultán Selim el Fiero, que en Gloria esté, los libros de los bajas ejecutados cuyas posesiones fueron confiscadas, los tomos de regalo que trajo el embajador de Venecia al abuelo de Nuestro Sultán, o los libros cristianos de la época del sultán Mehmet el Conquistador?

– Los que hace treinta años el Sha Tahmasp le envió como regalo a Su Majestad el sultán Selim, que en Gloria esté -le contestó el Maestro Osman.

El enano nos llevó hasta un gran armario de madera. Al abrir las puertas y ver ante él los volúmenes, el Maestro Osman se impacientó. Abrió un libro, leyó el colofón y pasó las páginas. Yo también las miré con él y observé sorprendido las imágenes de janes de ojos ligeramente rasgados, cada una de ellas pintada con un enorme cuidado.

– Gengis Jan, Chagatay Jan, Tuluy Jan y Kubilay Jan, Soberano de China -leyó el Maestro Osman y cerró el volumen y cogió otro.

Ante nosotros apareció una pintura que mostraba con una increíble belleza la escena en que Ferhat, con la fuerza que le da el amor, se echa a los hombros a su amada Sirin y a su caballo y los transporta con esfuerzo. Para reforzar la pasión de los amantes y su tristeza, las rocas de las montañas, las nubes y las hojas de los tres nobles cipreses que son testigos del amor de Ferhat habían sido pintadas con el estremecimiento de una mano movida por la pena y con tal dolor que el Maestro Osman y yo sentimos de inmediato la tristeza y el sabor a lagrimas de las hojas que caían. Aquella conmovedora escena no había sido pintada para mostrar la fuerza muscular de Ferhat como hacían todos los grandes maestros, sino para explicar que el dolor de su amor era sentido al mismo tiempo por el universo entero.

– Una de las imitaciones de Behzat de las que se hacian ochenta años atrás en Tabriz -dijo el Maestro Osman, y dejo el volumen en su lugar y cogió otro nuevo.

Aquélla era una pintura del Calila y Dimna en la que se mostraba la amistad forzada entre el ratón y el gato. En el campo, el pobre ratón, atrapado entre los ataques del armiño en el suelo y el milano en el cielo, encuentra la salvación junto a un pobre gato atrapado en el cepo de un cazador. Llegan a un acuerdo: el gato lame con cariño al ratón, como si fuera amigo suyo, y el armiño y el milano, temiendo al gato, renuncian a cazarlo. A cambio, el ratón libera con todo cuidado al gato de la trampa. Antes de que yo pudiera llegar a entender la sensibilidad del ilustrador, el maestro ya había encajado el libro entre otros y había abierto un nuevo volumen por una página al azar.

Era una agradable imagen de una misteriosa mujer que abría de manera elegante una mano mientras preguntaba algo y apoyaba la otra en la rodilla por encima de su túnica verde y de un hombre que, vuelto hacia ella, escuchaba atentamente lo que le decía su señora. La observé entusiasmado sintiendo celos de la intimidad, el amor y la amistad que había entre ellos.

El Maestro Osman lo dejó y abrió otra página de otro libro. Los caballeros de los ejércitos de Irán y Turan, enemigos mortales, se habían armado con sus petos, cascos, grebas, arcos, aljabas y flechas, habían montado sus legendarios y hermosos caballos con armaduras hasta el cuello, se habían dispuesto galanamente enfrentados en una estepa con el suelo cubierto de polvo amarillo alzando las lanzas de puntas adornadas con mil colores y, antes de lanzarse unos contra otros a vida o muerte, contemplaban pacientemente la lucha entre sus comandantes, que se habían adelantado y combatían entre ellos. Estaba a punto de decirme que, se hiciera hoy o se hubiera hecho hacía cien años, fuera una escena de guerra o fuera de amor, lo que de verdad pintaba el ilustrador de auténtica fe era la lucha consigo mismo y su amor por la pintura, e iba a comentar que entonces lo que pinta el ilustrador es su propia paciencia cuando:

– Éste tampoco es -dijo el Maestro Osman y cerro el pesado volumen.

En un álbum vimos un paisaje que parecía alejarse mas y más de unas altas montañas que desaparecían entre nubes rizadas. Pensé en cómo pintar era observar este mundo pero mostrarlo como si fuera otro. El Maestro Osman me contó cómo aquella pintura china podría haber llegado desde China a Estambul pasando de Bujara a Herat, de Herat a Tabriz y de Tabriz al palacio de Nuestro Sultán entrando y saliendo de todo tipo de libros, después de que desencuadernaran su libro y a ella la encuadernaran luego con otras pinturas.

Vimos escenas de guerra y muerte, cada una más terrible y mejor pintada que la otra: Rüstem con el Sha Mâzenderân; Rüstem atacando el ejército de Efrasiyab; Rüstem, el héroe misterioso e irreconocible en su armadura completa… En otro álbum vimos cadáveres destrozados, dagas manchadas de roja sangre, soldados desdichados en cuyos ojos se reflejaba la luz de la muerte y héroes que se troceaban mutuamente como cebollas mientras ejércitos legendarios, cuya procedencia no supimos averiguar, combatían sin piedad. El Maestro Osman observó, quién sabe por qué milésima vez, a Hüsrev espiando a Sirin mientras ella se bañaba en el lago a la luz de la luna, a los enamorados Leyla y Mecnun desmayándose al verse de nuevo tras una larga separación y la escena del cascabeleante gozo, entre árboles, flores y pájaros, de Salâman y Absal después de que huyeran del mundo y se fueran a vivir solos a una isla feliz, y, como el verdadero gran maestro que era, no pudo evitar llamarme la atención sobre el detalle extraño que aparecía en algún rincón de incluso la peor pintura, ya fuera debido a falta de firmeza del ilustrador o la conversación que emprendían por sí mismos los colores: ¿Qué desdichado y malintencionado ilustrador había colocado en aquella rama aquella infausta lechuza mientras Hüsrev y Sirin escuchaban las dulces historias que contaban las doncellas cuando nunca debería haber estado ¿Quién había colocado aquel bello muchacho vestido de mujer entre las mujeres egipcias que se cortaban los dedos mientras pelaban toronjas distraídas por la apostura de José? ¿Habría adivinado el ilustrador que había pintado cómo Isfendíyar se quedaba ciego de un flechazo que tiempo después también el se quedaría ciego?

Vimos a los ángeles que rodeaban a nuestro Santo Profeta en su ascensión a los Cielos, al anciano de piel oscura, seis brazos y larga barba que representa al planeta Saturno, cómo el niño Rüstem dormía pacíficamente en su cuna con incrustaciones de nácar mientras su madre y sus niñeras lo observaban. Vimos la dolorosa muerte de Darío en brazos de Alejandro, el encierro de Behram Gür en la habitación roja con su princesa rusa, el cruce del fuego de Siyavus montado en un caballo negro que no tenía ninguna firma secreta en los ollares, el triste entierro de Hüsrev, asesinado por su propio hijo. Mientras hojeaba a toda velocidad los volúmenes y los iba dejando aparte, el Maestro Osman reconocía a veces a un ilustrador y me lo indicaba, descubría alguna firma oculta tímidamente en lo más recóndito de unas ruinas, entre las flores, o en un rincón del pozo oscuro donde se escondía un genio, y comparando firmas y colofones podía descubrir quién había tomado qué de quién. Hojeaba largamente ciertos tomos por si encontrábamos algunas páginas de ilustraciones. A veces se producían largos silencios y sólo se oía el crujido apenas perceptible de las páginas. A veces el Maestro Osman lanzaba un grito como «;Oh!» y yo guardaba silencio sin comprender qué le había sorprendido. A veces me recordaba que la composición de la página o el equilibrio de los árboles o los caballeros de ciertas pinturas ya los habíamos visto en otras escenas de historias completamente distintas en otros volúmenes y buscaba dichas ilustraciones para mostrármelas. Comparaba una ilustración de un libro del Quinteto de Nizami hecho en tiempos del sha Riza, el hijo de Tamerlán, o sea, hace casi doscientos años, con otra de un libro hecho, según él, en Tabriz hacía setenta u ochenta años, me preguntaba el motivo oculto por el que dos ilustradores podían haber pintado lo mismo sin haber visto nunca la obra del otro y él mismo me daba la respuesta:

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