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Ninguno tenía en la nariz la firma que buscábamos.

No obstante, a pesar del agotamiento y la amargura que se desplomaban sobre nosotros, en ningún momento nos faltó entusiasmo: un par de veces nos olvidamos del caballo y nos sumergimos absortos en la belleza de la pintura que observábamos, en aquellos colores que te obligaban a entregarte a ellos momentáneamente. El Maestro Osman, que había preparado, supervisado o pintado la mayoría de las ilustraciones, las miraba, más que con admiración, con el entusiasmo del recuerdo.

– ¡Esto es de Kasim el de Kasimpasa! -exclamó en cierta ocasión señalando las plantas moradas al pie de la rojísima tienda de campaña del sultán Solimán, el abuelo de Nuestro Sultán-. Nunca llegó a ser un gran maestro, pero se pasó cuarenta años rellenando los espacios vacíos de las ilustraciones con esas plantas de cinco hojas y una sola flor hasta que se murió hace dos años. Siempre hacía que las dibujara él porque pintaba estas plantitas mejor que nadie -guardó silencio un rato y luego dijo-: ¡Qué pena, qué pena!

Sentí en toda mi alma que con aquellas palabras algo se acababa, que se ponía punto final a toda una época.

Estaba oscureciendo cuando de repente una luz llenó la habitación y se produjo un movimiento. Mi corazón, que comenzó a latir a toda velocidad, lo comprendió de inmediato: en ese momento entraba Su Majestad Nuestro Sultán, Señor del Universo. Me arrojé a sus pies. Le besé el dobladillo de la túnica. La cabeza me daba vueltas. No podía mirarle a los ojos.

Pero ya hacía rato que él había comenzado a hablar con el Gran Ilustrador, el Maestro Osman. Me llenó con una llamarada de orgullo el que estuviera dirigiéndose a la misma persona con la que hasta hacía un momento había estado observando pinturas rodilla con rodilla. No podía creérmelo, pero Su Majestad Nuestro Sultán se sentaba ahora donde poco antes estaba sentado yo y escuchaba con atención lo que le explicaba mi maestro, tal y como yo había hecho. A su lado el Tesorero Imperial, el Agá de los Halconeros y otros cuantos cuya identidad no fui capaz de descubrir, por un lado le protegían y por otro observaban atentamente las ilustraciones de los libros abiertos. En cierto momento reuní todo mi valor y miré largo rato al rostro, y, aunque fuera de reojo, a los ojos de Nuestro Soberano, el Señor del Universo. ¡Qué apuesto era! ¡Qué correcto y qué honesto! Mi corazón ya no latía excitado. Justo en ese momento, él me miró y nuestras miradas se cruzaron.

– ¡Cuánto amaba a tu difunto Tío! -dijo. Sí, se dirigía a mí. De puro nerviosismo me perdí parte de sus palabras-… Me entristeció mucho. No obstante, es un consuelo ver que cada una de las láminas que preparó es una maravilla. Cuando el infiel veneciano las vea, se quedará estupefacto y temerá mi sabiduría. Ahora, gracias a la nariz de ese caballo, podréis descubrir quién es el ilustrador maldito de Dios. En caso contrario, sería necesario torturar a todos los maestros ilustradores por cruel que resulte.

– Mi Soberano, Refugio del Mundo, Su Majestad Mi Sultán -dijo el Maestro Osman-, quizá podamos saber quién cometió este error con el cálamo si hacemos que mis maestros ilustradores dibujen un caballo a toda prisa en una hoja en blanco sin pensar en ninguna historia.

– Por supuesto, siempre y cuando esto sea un error Y no una nariz de verdad -apuntó de manera muy inteligente Nuestro Sultán.

– Mi Sultán -continuó el Maestro Osman-, si se anuncia que habéis ordenado que se convoque esta misma noche una competición con tal fin, si se llama una a una a las puertas de vuestros ilustradores y se les pide que dibujen un caballo a toda prisa en un papel en blanco para dicha competición…

Nuestro Sultán lanzó una mirada al Comandante de la Guardia que quería decir «¿Lo has oído?», y luego preguntó:

– ¿Sabéis cuál de las historias de competiciones del poeta Nizami es la que más me gusta?

Parte de nosotros respondió afirmativamente, parte preguntó «¿Cuál?» y parte guardó silencio, como yo.

– No me gusta la historia de la competición de los poetas, ni tampoco la historia de la competición entre el pintor chino y el rumí y el espejo -dijo mi apuesto Sultán-. La que más me gusta es la de los médicos que compiten hasta la muerte.

En cuanto acabó de decirlo nos dejó y se retiró para llegar a tiempo a la oración del anochecer.

Algo más tarde, mientras sonaba la llamada a la oración y yo me dirigía a la carrera hacia mi barrio soñando feliz con Seküre, con los niños y con nuestra casa después de haber cruzado en la penumbra las puertas del Palacio, me acordé aterrorizado de aquella historia de la competición de los médicos.

Uno de los dos médicos que competían ante el sultán, el que la mayoría de las veces se pintaba con la ropa color rosa, había hecho una píldora verde con un veneno tan potente como para matar a un elefante y se la dio al otro, al del caftán azul marino. Éste se tomó con muy buen provecho primero la píldora venenosa y después otra azul con un antídoto que acababa de fabricar y, tal y como se puede entender por su dulce sonrisa, no le ocurrió nada. Además ahora le había llegado a él el turno de que su competidor oliera la muerte. Con lentos movimientos, saboreando el hecho de que ahora fuera su turno, arrancó una rosa rosada del jardín, se la acercó a los labios y le susurró una poesía oscura que nadie pudo oír. Luego, con gestos que demostraban de sobra la seguridad en sí mismo que sentía, le alargó la flor al médico vestido de rosa para que la oliera. El médico vestido de rosa estaba tan preocupado por el poder del poema que el otro había susurrado a la rosa, que en cuanto se acercó a la nariz la flor, que no poseía otra cualidad excepto su aroma, se desplomó muerto de terror.

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