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– Entonces, y según esta tercera historia -comentó Negro de manera muy educada y respetuosa-, la imperfección que da lugar a eso que llamamos estilo, ¿surge de la marca secreta en la cara, la mirada o la sonrisa de la bella de la que está enamorado el ilustrador?

– No -le respondí orgulloso y seguro de mí mismo-. La novedad que se introduce en la imagen de la joven a la que ama el maestro ilustrador acaba por no ser un defecto sino una norma. Porque un tiempo después, como todos imitan al maestro, comienzan a pintar las caras de las jóvenes como la de esa bella muchacha.

Nos callamos un rato. Cuando vi que Negro, que había escuchado con toda su atención las tres historias, ahora la dirigía a los ruidos que hacía mi hermosa mujer mientras andaba por la antecámara y la habitación de al lado, clavé mi mirada en la suya.

– El primer cuento demuestra que el estilo es una imperfección -le dije-. El segundo que una pintura perfecta rechaza la firma. Y el tercero une las ideas del primero y el segundo y demuestra que las firmas y el estilo no son sino formas insolentes y estúpidas de presumir de la imperfección.

¿Cuánto entendía de ilustraciones aquel hombre a quien estaba dando una lección?

– ¿Has podido saber por las historias quién soy yo? -le pregunté.

– Sí -me respondió, pero no resultaba en absoluto convincente.

Para que no tengáis que intentar comprender quién soy limitándoos a su mirada y a su percepción, os lo diré yo directamente: puedo hacer cualquier cosa. Como los viejos maestros de Kazvin, dibujo y coloreo disfrutando y divirtiéndome con lo que hago. Os lo digo con una sonrisa: soy mejor que cualquiera. Y si mi intuición es correcta, no tengo nada que ver con la razón de la visita de Negro, la desaparición de Maese Donoso, el iluminador.

Negro me preguntó cómo se compaginaban el matrimonio y el arte.

Trabajo mucho y a gusto. Acabo de casarme con la muchacha más bonita del barrio. Si no pinto, hacemos el amor como locos. Luego vuelvo a trabajar. No le dije nada de eso. Es un gran problema, le dije en cambio. Si el pincel del ilustrador vierte maravillas sobre el papel, no puede otorgar a su esposa esa alegría, le dije. Y también es cierto lo contrario, si el cálamo del ilustrador hace feliz a su esposa, el otro cálamo, el que pinta sobre el papel, palidece en comparación, añadí. Como todos aquellos que envidian el talento de los ilustradores, Negro se creyó aquellas mentiras y se alegró de oírlas.

Me dijo que quería ver las últimas páginas que había ilustrado. Lo senté ante mi atril, entre pinturas, tinteros, pulidores de cristal, pinceles, palilleros y plumines. Mientras Negro examinaba una pintura de dos páginas que estaba haciendo para el Libro de las festividades en la que se mostraban las ceremonias de la circuncisión de nuestro Príncipe Heredero, me senté en un cojín rojo que había junto a él y, al sentir la calidez del cojín, recordé que poco antes había estado sentada allí mi bella mujer de hermosas caderas. Mientras yo dibujaba con mi cálamo de caña la amargura de los desdichados presos que estaban ante el Sultán, mi inteligente esposa me agarraba el otro cálamo.

Aquella escena de dos páginas que estaba dibujando mostraba la liberación, gracias a la benevolencia del Sultán, de los presos que habían sido encarcelados por no pagar sus deudas y de sus familias. Había pintado al Soberano, tal y como yo lo había visto durante las ceremonias, sentado sobre una alfombra en la que había sacos repletos de ásperos de plata, al Gran Canciller, algo más atrás y también sentado, leyendo el cuaderno en el que estaba anotado el registro de deudas, a los presos, con sus cepos y encadenados unos a otros por el cuello, afligidos y quejumbrosos ante el Sultán, los había representado serios, con la cara larga y, a algunos de ellos, con los ojos llenos de lágrimas, había dibujado vestidos de rojo y con hermosas caras al músico del laúd y al tamborilero que acompañaban con su música las oraciones y poesías que todos recitaban felices después de que el Sultán les entregara el obsequio de su magnanimidad que les libraría de la prisión, y para expresar de manera que se comprendiera lo mejor posible el dolor y la vergüenza de estar endeudado, aunque no lo había planeado así en un principio, pinté junto al último de los infelices presos a su mujer, con un vestido morado y afeada por el descuido, y a su hija, hermosa pero triste, con el pelo largo y vestida con una túnica roja. Estaba a punto de explicarle a aquel Negro de ceño fruncido, para que entendiera que pintar equivalía a amar la vida, cómo las hileras de endeudados encadenados se extendían a lo largo de las dos páginas, la lógica secreta del rojo en la pintura y todas las demás cosas que mi mujer y yo habíamos comentado entre risas mirando la pintura, como el hecho de que hubiera pintado del mismo color que el caftán de terciopelo del Sultán el perro que con tanto amor había dibujado a un lado, algo a lo que los maestros antiguos nunca se habrían atrevido, pero me hizo una pregunta de lo más impertinente.

¿Acaso sabía yo dónde podría estar el pobre Maese Donoso?

¡Qué pobre ni pobre! Un imitador que no valía cuatro cuartos, un tipo que hacía su trabajo sólo por el dinero, un imbécil sin la menor inspiración. No le dije nada de eso y le respondí:

– No. No lo sé.

¿Se me había ocurrido pensar que quizá los agresivos seguidores del predicador de Erzurum podían haberle hecho algo malo a Maese Donoso?

Me contuve y no le dije que él mismo era uno de ellos.

– No. ¿Por qué?

La pobreza, las plagas, la inmoralidad y el escándalo de los que somos esclavos en esta ciudad de Estambul sólo pueden explicarse aceptando que nos hemos alejado del Islam de los tiempos de Nuestro Profeta, el Enviado de Dios, que hemos adoptado nuevas y feas costumbres y que se han infiltrado entre nosotros las maneras de los francos. Eso es lo único que dice el predicador de Erzurum, pero sus enemigos quieren engañar al Sultán afirmando que sus seguidores atacan los monasterios donde se toca música y que profanan las tumbas de los santos hombres. O sea, que como saben que yo, al contrario que ellos, no alimento ninguna animosidad contra Su Excelencia el Erzurumí, muy educadamente insinúan que yo maté a Maese Donoso.

De repente caí en la cuenta de que aquellos rumores llevaban mucho tiempo corriendo entre los ilustradores. Aquel hatajo de inútiles sin inspiración ni talento ahora se dedicaba muy complacido a propagar que yo era un miserable asesino. Sólo por haber sido capaz de tomarse en serio las calumnias de esa pandilla de ilustradores envidiosos, me entraron ganas de partirle un tintero en su cabeza de circasiano a ese cretino de Negro.

Negro observaba mi cuarto de trabajo memorizando todo lo que veía; miraba con atención mis largas tijeras para el papel, los cuencos llenos de arsénico para el pigmento amarillo, los recipientes de pinturas, la manzana que mordisqueaba de vez en cuando mientras trabajaba, la cafetera y las tazas junto al hogar en la parte de atrás de la habitación, los cojines, la luz que se filtraba por la ventana medio abierta, el espejo que usaba para comprobar la composición de la página, mis camisas y un fajín rojo de mi mujer que permanecía en el suelo como un pecado y que se le había caído al salir a toda prisa de la habitación cuando llamaron a la puerta.

A pesar de que le ocultaba mis pensamientos, entregaba a su mirada desvergonzada y agresiva las pinturas que hacía y el cuarto en que vivía. Lo sé, este orgullo mío os sorprenderá, ¡pero soy el ilustrador que más dinero gana y por lo tanto el mejor! Porque Dios ha querido que la pintura sea pura alegría para mostrar al que sepa verlo que el mundo es también pura alegría.

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