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Cuando le llegó el turno a su propia mesa, Nuri Efendi me dijo orgulloso que acababa de terminar la iluminación del sello de un decreto imperial en el que había estado trabajando desde hacía tres semanas. El sello había sido dibujado en un papel en blanco para que no se supiera a quién iba a ser enviado ni con qué intención. Observé respetuosamente la iluminación. Sabía que en el este muchos bajas de mal carácter habían abandonado la idea de rebelarse al ver aquella belleza tan noble y llena de fuerza del sello del Sultán.

Luego vimos las últimas maravillas terminadas por el calígrafo Cemal, pero pasamos rápidamente por ellas para no darles la razón a aquellos enemigos del color y las ilustraciones que dicen que el auténtico arte es la caligrafía y que la pintura es sólo una excusa para que resalte.

El pautador Nasir estaba estropeando en lugar de repararla una pintura de un Cinco poemas de Nizami de la época de los hijos de Tamerlán en la que se mostraba cómo Hüsrev veía desnuda a Sirin mientras ella se bañaba.

Un anciano maestro de noventa y dos años, medio ciego y que no tenía otra historia que contar sino que hacía sesenta años había besado en Tabriz la mano del Maestro Behzat y que el legendario maestro estaba ciego y borracho por aquel entonces, nos mostró con sus propias manos temblorosas la decoración del estuche que estaba preparando como regalo de las fiestas para Nuestro Sultán en cuanto lo terminara tres meses más tarde.

Un silencio envolvió todo el taller donde cerca de ochenta ilustradores, estudiantes y aprendices trabajaban en las estrechas celdas del piso bajo. El silencio que seguía a las palizas, del cual había escuchado tantos otros parecidos; un silencio roto a veces por una carcajada o una broma irritantes, a veces por un par de hipidos o por un sollozo ahogado previo al llanto que recuerdan a los maestros calígrafos las palizas que se llevaron en sus tiempos de aprendices. Pero por un momento el maestro medio ciego de noventa y dos años me hizo sentir algo más profundo, la sensación de que allí, lejos de todas las guerras y todos los tumultos, todo estaba llegando a su fin. Justo antes del Juicio Final se produciría un silencio parecido.

La pintura es silencio para la mente y música para los ojos.

Mientras le besaba la mano para despedirme no sólo sentía un enorme respeto por el Maestro Osman, sino también algo distinto que trastornaba mi alma: una pena mezclada con admiración del tipo de la que podemos sentir por un santo; un extraño sentimiento de culpabilidad. Quizá porque mi Tío, que pretendía que se imitara el estilo de los maestros francos abiertamente o en secreto, era su rival.

Al mismo tiempo decidí que aquélla era la última vez que veía vivo al gran maestro y le hice una pregunta deseoso de gustarle y alegrarle:

– Gran maestro, señor, ¿qué es lo que diferencia a un ilustrador auténtico de uno cualquiera?

Creía que el Gran Ilustrador, acostumbrado a ese tipo de preguntas un tanto aduladoras, me daría una respuesta evasiva si es que no se había olvidado ya por completo de mí.

– No hay un criterio único que permita diferenciar al auténtico ilustrador de aquel que no tiene habilidad ni fe -respondió muy serio-. Cambia según la época. No obstante, son importantes la destreza y la moralidad con las que se enfrentará a los malvados designios que amenazan nuestro arte. Para comprender hoy hasta qué punto es auténtico un joven ilustrador, yo le preguntaría tres cosas.

– ¿Cuáles?

– Influido por los chinos y los francos, ¿insiste en tener unas maneras personales, un estilo propio, según las nuevas costumbres? Como ilustrador, ¿pretende tener unas formas que le distingan de los demás, un talante particular y además intenta demostrarlo firmando en algún lugar de su obra como hacen los maestros francos? Para comprenderlo, primero le preguntaría sobre el estilo y las firmas.

– ¿Y después? -le pregunté respetuosamente.

– Después me gustaría saber qué siente ese ilustrador cuando los shas y sultanes que nos han encargado los libros mueren y los volúmenes cambian de manos, son hechos pedazos y las escenas que hemos pintado se usan en otros libros y en otros tiempos. Es algo tan sutil que precisa una respuesta más allá del simple alegrarse o entristecerse. Así pues, le preguntaría sobre el tiempo. Sobre el tiempo de la pintura y el tiempo de Dios. ¿Me entiendes, hijo?

No. Pero no se lo dije y en su lugar le pregunté:

– ¿Y tercero?

– ¡Lo tercero es la ceguera! -me contestó el Gran Maestro y Gran Ilustrador Osman, y guardó silencio, como si lo que acababa de decir fuera algo tan evidente que no necesitaba el menor comentario.

– ¿Qué tiene que ver la ceguera? -le pregunté avergonzado.

– La ceguera es el silencio. Si unes las dos preguntas que acabo de hacer surge la ceguera. Es lo más profundo de la pintura, es ver lo que aparece en la oscuridad de Dios.

Guardé silencio y salí de allí. Bajé las escaleras heladas sin darme prisa. Sabía que les preguntaría a Mariposa, Aceituna y Cigüeña las tres grandes preguntas de aquel gran maestro, no sólo para iniciar la conversación, sino para intentar comprender mejor a aquellos hombres de mi edad que eran leyendas en vida.

Pero no me dirigí de inmediato a las casas de los maestros ilustradores. Me encontré con Ester en un lugar cercano al barrio judío, en un mercado en una colina desde la que se divisaba el punto en el que el Cuerno de Oro se abre al Bósforo. Ester estaba exultante sumergida entre la multitud de esclavas que iban a la compra, las mujeres que vestían el descolorido y amplio caftán de los barrios pobres, las zanahorias, los membrillos y los manojos de cebollas y nabos, con el vestido rosa que las judías estaban obligadas a llevar en público, con su enorme cuerpo en movimiento, sin cerrar la boca y enviándome señales moviendo vertiginosamente los ojos y las cejas.

Se metió en los zaragüelles la carta que le entregué con unos gestos tan misteriosos y tan expertos que parecía que el mercado entero nos estuviera observando. Me dijo que Seküre pensaba en mí. Aceptó su propina y cuando le dije «Por Dios, date prisa. Llévasela directamente», me señaló su atadillo como explicando que tenía muchas más cosas que hacer y me contestó que sólo podría llevarle la carta a Seküre poco antes de mediodía. Le pedí que le dijera que había ido a ver a los tres grandes y jóvenes maestros.

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