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La plaza de los Desfiles me pareció, como siempre, tan bulliciosa como desierta. No había nadie ni en la puerta de la Intendencia de Documentos, donde se formaban largas colas de peticionarios los días en que se reunía el consejo, ni por los alrededores de los graneros. No obstante, me daba la impresión de oír un rumor continuo procedente de los talleres de carpintería, los hornos, las enfermerías, las cuadras, de los mozos y los caballos que había ante la segunda puerta, cuyas torres coronadas por chapiteles observaba con admiración, y de entre los cipreses. Atribuí aquella inquietud al miedo de que poco después cruzaría por primera vez en mi vida la segunda puerta, la Puerta del Saludo.

Ya en la puerta ni pude prestar atención al rincón en el que dicen que siempre esperan listos los verdugos ni pude ocultarle mi nerviosismo a los porteros que le echaban un vistazo a las piezas de tela para tapizar que llevaba para que pensaran que estaba ayudando a mi guía el sastre.

En cuanto entramos a la plaza del Consejo todo lo envolvió un profundo silencio. Podía sentir incluso en las venas de mi frente y de mi cuello que mi corazón latía a toda velocidad. Aquel lugar, cuya descripción y cuyos detalles tanto había escuchado a mi Tío y a aquellos que podían entrar en Palacio, se desplegaba ahora ante mí como un jardín del Edén, multicolor y hermosísimo. Pero en lugar de sentir la felicidad de alguien que ha conseguido acceder al Paraíso, notaba miedo y una piadosa reverencia, sentía que sólo era un simple siervo de Nuestro Sultán quien, ahora lo comprendía perfectamente, era el fundamento del Mundo. Mientras observaba admirado los pavos reales que paseaban entre la vegetación, las tazas de oro atadas con cadenas a rumorosas fuentes y a los funcionarios de Palacio vestidos con ropas de seda, que caminaban silenciosamente como si no rozaran el suelo, sentí en mi corazón el entusiasmo de poder servir a mi Soberano. Acabaría el libro secreto de Nuestro Sultán, cuyas ilustraciones a medio terminar llevaba bajo el brazo, seguro. Caminaba siguiendo al sastre sin saber muy bien lo que hacía y con la mirada clavada en la Torre del Consejo, que, vista de cerca, despertaba más miedo que admiración.

Acompañados por uno de los pajes de la Puerta, pasamos temerosos y sin producir el menor sonido, como en un sueño, ante la Sala del Consejo y el edificio del Tesoro. Tenía la sensación de conocer todo aquello, de haberlo visto antes.

Entramos por una amplia puerta al lugar conocido como Antigua Sala del Consejo. Allí, bajo una enorme cúpula, vi a maestros esperando con telas, piezas de cuero, vainas de espada de plata y baúles de madreperla. Comprendí de inmediato que eran miembros de los talleres de artesanos de Nuestro Sultán: maestros maceros, zapateros, plateros y sederos, talladores de marfil y fabricantes de instrumentos llevando laúdes. Todos esperaban con peticiones a la puerta de la oficina del Tesorero Imperial para los asuntos diarios de cuentas o materiales o para conseguir permiso para entrar en la zona privada de Palacio para tomar medidas. Me alegró no ver ningún ilustrador entre los que esperaban.

Nos apartamos a un lado y comenzamos a esperar. De vez en cuando se oía que el secretario del Tesoro levantaba la voz pidiendo que le repitieran algo sospechando algún error en las cuentas, y luego oíamos la respetuosa respuesta que le daba cualquier maestro cerrajero, por ejemplo. Las voces en raras ocasiones se elevaban más allá de los susurros y se oía con más fuerza el aleteo de las palomas que volaban en el patio resonando en el interior de la cúpula que las peticiones de dinero y materiales de nosotros los artesanos.

Cuando me llegó el turno y entré en la pequeña sala abovedada del Tesorero Imperial, allí sólo vi un secretario. Le dije que se trataba de un asunto importante que debía discutir de inmediato con el Tesorero, de un libro que Nuestro Sultán había encargado y al que le daba la mayor importancia pero que, por desgracia, se había quedado a medias. Aquel engreído secretario intuyó algo, levantó la vista y yo le mostré las ilustraciones del libro de mi Tío. Al ver que le confundían lo extraño de las pinturas y su insólita fascinación, le mencioné el nombre, el sobrenombre y el oficio de mi Tío y añadí que había muerto a causa de aquellas ilustraciones. Hablaba a toda velocidad porque sabía perfectamente que si regresaba de Palacio sin llegar hasta Nuestro Sultán, dirían que había sido yo quien había dejado a mi Tío en tan terrible estado.

En cuanto el secretario salió para dar aviso al Tesorero Imperial, me recorrió la espalda un sudor frío. ¿Saldría de la zona privada de Palacio para verme el Tesorero Imperial, quien, según sabía por mi Tío, nunca se apartaba de Nuestro Sultán, que a veces le extendía la alfombra para la oración y que incluso en ocasiones compartía sus secretos? Ya encontraba bastante increíble que hubieran enviado un mensajero a los apartamentos privados, el corazón de Palacio. ¿Dónde estaría Su Majestad el Sultán? ¿Habría bajado a alguno de los palacetes de la costa, estaría en el Harén, estaría el Tesorero Imperial con él?

Mucho después me pidieron que pasara; he de confesar que me pilló tan de sorpresa que ni siquiera se me ocurrió tener miedo. Pero me preocupé al ver la expresión de respeto y asombro que tenía el maestro sedero que esperaba ante la puerta de la habitación. Al entrar sentí temor por un instante y creí que no sería capaz de pronunciar una palabra. Llevaba el tocado con hilos de oro que sólo podían llevar los visires y él; era el Tesorero Imperial. Había colocado en un atril las ilustraciones que yo le había entregado al secretario y las estaba observando. Tuve miedo, como si yo mismo las hubiera hecho. Le besé los bordes del caftán.

– Hijo mío -me dijo-. ¿Lo he oído bien? ¿Ha fallecido tu Tío?

Por un momento no pude contestarle, no sé si por los nervios o por el sentimiento de culpabilidad, así que me limité a asentir con la cabeza. En ese momento ocurrió algo totalmente inesperado: una lágrima se desprendió de mi ojo y descendió lentamente por mi mejilla ante la mirada comprensiva y sorprendida del Tesorero Imperial. Estar en Palacio, que el Tesorero Imperial hubiera abandonado al Sultán y se hubiera dignado a hablar conmigo, el mero hecho de poder estar tan cerca de Nuestro Sultán, me habían provocado un extraño efecto; no sé. Más lágrimas se desprendieron de mis ojos, ahora se derramaban como la lluvia y ni siquiera sentía vergüenza.

– Llora cuanto quieras, hijo mío -me dijo el Tesorero Imperial.

Lloré a moco tendido. Creía que a lo largo de aquellos doce años había crecido, que había madurado. Pero cuando uno se encuentra tan cerca de su Sultán, del corazón del Estado, comprende de inmediato que sólo es un niño. No me importaba que los plateros y los sederos de fuera oyeran mis sollozos: me había dado cuenta de que le contaría todo al Tesorero Imperial.

Así pues, se lo conté tal y como me salía del corazón. Me tranquilizaba ver que ante la mirada del Tesorero Imperial cobraban vida de nuevo mi matrimonio con Seküre, las dificultades del libro de mi Tío, los secretos de las ilustraciones que teníamos ante nosotros, las amenazas de Hasan, el cadáver de mi Tío. Se lo contaba todo porque sentía con todo mí ser que sólo podría librarme de la trampa en la que había caído si me entregaba a la infinita justicia y a la compasión de Nuestro Sultán, Refugio del Universo. ¿Podría comprenderme y comunicar mi historia a Nuestro Sultán, el Fundamento del Mundo, sin entregarme a los torturadores o a los verdugos?

– Que la muerte del señor Tío sea anunciada de inmediato en el taller -dijo el Tesorero Imperial-. Que todos los ilustradores acudan al funeral.

Me miró a la cara por si yo tenía algo que objetar. Aquel interés me dio tanta confianza que fui capaz de expresar mis sospechas sobre quién y por qué podría haber asesinado a mi Tío y al iluminador Maese Donoso. Dejé entrever que podían haber sido los hombres del predicador de Erzurum o los que atacaban monasterios de derviches sólo porque se tocaban instrumentos musicales o porque se danzaba. Al ver que el Tesorero me miraba suspicaz, quise compartir con él mis otras sospechas: le indiqué que la llamada de mi Tío para pintar e ilustrar el libro había dado lugar a una competencia y a unas envidias inevitables entre los maestros del taller de ilustradores tanto por el aspecto económico como por el honor que suponía. Le dije además que lo secreto del trabajo podía haber hecho que se activaran todos aquellos odios, inquinas e intrigas. Pero me daba cuenta, como vosotros también os la estaréis dando, de que mientras decía todo aquello el Tesorero Imperial sospechaba asimismo de mí hasta cierto punto. Dios mío, que todo se aclare, no te pido otra cosa.

Se produjo un silencio. El Tesorero Imperial apartó su mirada de mí, como si se avergonzara por mí de mis palabras y mi destino, y la clavó en las pinturas del atril.

– Aquí hay nueve -dijo-. Pero el acuerdo con tu Tío había sido de un libro con diez ilustraciones. Se llevó de aquí más pan de oro del que se ha usado en estas pinturas.

– El impío asesino debió de llevarse de la casa vacía la última ilustración, que tenía abundantes dorados -le respondí.

– Nunca hemos sabido quién era el calígrafo.

– Mi difunto Tío aún no había acabado el texto del libro. Esperaba que yo le ayudara a terminarlo.

– Hijo mío, me has dicho que acabas de regresar a Estambul.

– Llegué hace una semana, tres días después de que mataran a Maese Donoso.

– Y tu señor Tío lleva un año ilustrando un libro que todavía no se ha comenzado a escribir.

– Sí.

– ¿Te explicó de qué hablaría el libro?

– Lo que Nuestro Sultán le dijo que quería era lo siguiente: un libro que en el milenario de la Hégira de Nuestro Profeta, cuando el calendario musulmán marcara los mil años, mostrara al Dux de Venecia la fuerza y la riqueza de la Casa de Osman, espada y orgullo del Islam, y que grabara el temor en su corazón. En este libro se hablaría, con sus correspondientes ilustraciones, de lo más valioso y lo más esencial de nuestro mundo y además habría en el corazón del libro una imagen de Nuestro Sultán como las de los tratados de fisonomía. Como se haría uso de las técnicas de los francos, el libro despertaría la admiración del Dux de Venecia y sus deseos de que fuéramos aliados.

– Todo eso ya lo sé. Pero ¿lo más valioso y esencial de la Casa de Osman son estos perros y árboles? -dijo señalando las ilustraciones.

– Mi difunto Tío decía que el libro no mostraría la riqueza en sí de Nuestro Sultán, sino su fuerza moral y su secreta tristeza.

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