La ilustración siguiente, o sea, LA CUARTA, debería mostrar cómo el cadí sustituto registraba el divorcio en el libro poniendo en marcha un obediente ejército de letras en tinta negra y cómo después sellaba y me entregaba un documento que certificaba que mi Seküre era oficialmente viuda a partir de ese instante y que no existía la menor objeción en que volviera a casarse de inmediato. El refulgir de la felicidad que sentí en ese momento en mi corazón no podría expresarse ni pintando las paredes del juzgado de rojo ni colocando la ilustración en recuadros rojo sangre. Tomé el camino de vuelta corriendo entre la multitud de hombres, acompañados por los correspondientes testigos falsos, que se había reunido a toda prisa a la puerta del cadí para conseguir el divorcio de sus hermanas o sus hijas.
Cruzamos el Bósforo y, mientras subíamos directamente hacia el barrio de Yakutlar, me deshice del solícito señor Imán, que se ofrecía también a casarnos, y de su hermano. Fui a todo correr hasta la calle de mi Seküre porque me daba cuenta de que todos aquellos que veía andaban enredando a mis espaldas envidiosos de la increíble felicidad que había alcanzado. ¿Cómo habrían podido comprender esas cornejas agoreras que en la casa había un muerto para andar dando saltitos tan tranquilas por las tejas? Me dolía el corazón por no ser capaz de lamentar lo suficiente la muerte de mi Tío y no haber vertido siquiera una lágrima por él, pero me di cuenta de inmediato de que todo iba bien por la puerta y los postigos fuertemente cerrados, por el silencio, incluso por el granado.
Supongo que os habréis dado cuenta de que actuaba instintivamente a toda velocidad. Lancé a la puerta del patio una piedra que había recogido del suelo, ¡pero fallé! Lancé otra piedra a la casa y acerté en el tejado. Furioso, sometí la casa a una lluvia de pedradas. En eso se abrió una ventana. Era la misma ventana del segundo piso en la que había visto por primera vez a Seküre por entre las ramas del granado hacía cuatro días, el miércoles. Apareció Orhan y por los huecos de los postigos pude oír que Seküre le reñía, luego la vi a ella misma. Por un momento nos miramos esperanzados. Qué encantadora, qué hermosa. Me hizo un gesto que podía significar que esperara y cerró la ventana.
Aún quedaba mucho para el anochecer; la aguardé en el jardín vacío lleno de esperanza admirando la belleza del mundo, de los árboles y de la calle fangosa. Sin que pasara mucho llegó Hayriye, vestida y cubierta, no como una esclava, sino como una señora. Nos retiramos tras las higueras sin acercarnos demasiado el uno al otro.
– Todo va bien -le dije, y le mostré el documento que me había entregado el cadí-. Seküre está divorciada. Si ahora hay un imán de algún otro barrio -iba a decir que pueda encontrar, pero de repente cambié de opinión-. Hay un imán que viene de camino. Que Seküre esté preparada.
– La señora Seküre quiere que, por poco que sea, la boda se celebre, que la gente del barrio venga a la casa y que haya una procesión nupcial. Hemos hecho arroz a la cazuela con almendras y orejones.
Estaba entusiasmada y quizá hubiera seguido contándome lo que habían cocinado, pero la interrumpí:
– Si se le da tanto bombo a la boda, Hasan y sus hombres se enterarán, atacarán la casa durante la boda, armarán un escándalo, anularán el matrimonio y no podremos hacer nada. Habremos metido bien la pata. Y no sólo debemos tener cuidado con ese Hasan y su suegro, sino también con el demonio que asesinó al señor Tío. ¿O es que no tenéis miedo?
– ¿Cómo no vamos a tenerlo? -y empezó a llorar.
– No le diréis nada a nadie -continué-. Coged el cadáver del Tío, ponedle el camisón, haced la cama y acostadlo, no como si estuviera muerto, sino como si estuviera enfermo, colocad a su cabecera vasos y jarabes y cerrad los postigos. Que no haya ninguna lámpara encendida en su habitación de manera que en la boda el padrino de Seküre pueda ser su padre enfermo. La boda no se celebrará, en el último momento llamaréis a cuatro o cinco vecinos, eso es todo. Y cuando los llaméis les diréis que ése es el último deseo del señor Tío… Esta no va a ser una boda feliz, sino bañada en lágrimas. Si no somos capaces de conseguirlo, nos separarán y a ti te castigarán, ¿lo entiendes?
Asintió con la cabeza, llorando. Le dije que iba a montar mi caballo blanco, a recoger a los testigos y que estaría de vuelta sin que pasara mucho, que Seküre estuviera lista, que a partir de ahora yo sería el señor de la casa y que ahora iba al barbero. No tenía nada de aquello planeado de antemano. Todo se me venía a la cabeza según lo decía y creía, tal y como había sentido en varias batallas, que era un siervo de Dios amado y favorecido por Él, que Él me protegía y que por eso todo iría bien. Una vez que sientes una confianza así en tu interior, haces lo primero que se te ocurre y lo que te dicta tu corazón y todo sale bien.
Salí del barrio de Yakutlar, caminé cuatro calles en dirección al Cuerno de Oro y en el barrio vecino me encontré al imán de la mezquita de Yasin Bajá, un hombre de barba negra y rostro iluminado, persiguiendo con el palo de una escoba a unos perros desvergonzados por el fangoso patio. Le expliqué mi problema, que por la voluntad de Dios el último deseo del padre moribundo de la hija de mi tía era que yo me casara con ella y le hice saber que hoy mismo la muchacha se había divorciado de su marido, que nunca había vuelto de la guerra, por decisión del cadí de Üsküdar. A la objeción del imán de que según la ley la mujer casada debe esperar un mes después de divorciarse antes de volverse a casar, le respondí diciéndole que no había la menor posibilidad de que su antiguo marido hubiera dejado embarazada a Seküre puesto que llevaba cuatro años ausente y añadí, mostrándole el documento que me había entregado, que, de hecho, el cadí de Üsküdar la había divorciado esa mañana con ese objeto. El señor Imán puede estar seguro de que no existe el menor impedimento para esta boda, le dije. Sí, era pariente consanguíneo de la novia, pero el que fuera hija de mi tía no era un obstáculo para la boda; su matrimonio anterior había sido anulado por completo; entre nosotros no había diferencias ni de religión, ni de clase, ni de fortuna. Si aceptaba las monedas de oro que le ofrecía y celebraba nuestra boda abiertamente ante el barrio entero habría hecho además una obra de caridad con los huérfanos de una viuda. ¿Le gustaba al señor Imán el arroz con almendras y orejones?
Sí que le gustaba, pero seguía con la mirada fija en los perros del patio. Aceptó las monedas de oro. Se pondría la ropa indicada para la boda, se arreglaría la barba, el pelo y el turbante y vendría para celebrar el matrimonio. Me preguntó por la casa y yo le indiqué la dirección.
Por muy apresurada que sea la boda con la que se lleva doce años soñando, ¿qué hay más natural que el hecho de que el novio olvide todas sus inquietudes y preocupaciones y se entregue a las amables manos y a la dulce charla de un barbero para el afeitado de bodas? El barbero al que me llevaron mis pasos estaba en Aksaray, por la parte del mercado, en la calle de la casa destartalada que mis difuntos tíos y la hermosa Seküre habían abandonado años después de que pasara nuestra infancia. Era el mismo barbero con el que había cruzado una mirada el primer día de mi regreso tras años de ausencia, cinco días atrás, y ahora me abrazó al entrar y, como haría un auténtico barbero de Estambul, en lugar de preguntarme por dónde había andado perdido aquellos doce años, llevó la conversación a los últimos chismorreos del barrio y a la conclusión última que señala el lugar al que todos llegaremos al final de ese viaje tan lleno de sentido al que llamamos vida.
No voy a decir que parecía que había estado ausente doce días en lugar de doce años. Nuestro maestro barbero había envejecido, por el baile tembloroso sobre mis mejillas de la navaja que sostenía en las manos cubiertas de manchas se veía que se había dado en exceso a la bebida y además había tomado un aprendiz de tez rosada, bellos labios y ojos verdes que observaba con admiración a su maestro. El establecimiento estaba más limpio y ordenado con respecto a doce años atrás. Después de hervir agua y llenar con ella el bidón que colgaba del techo con una cadena nueva, me lavó la cara y el pelo usando el grifo que había en el fondo del bidón. Las amplias y viejas palanganas estaban bien estañadas, el brasero estaba limpio y sin rastro de óxido y las navajas de mango de ágata, bien afiladas. Llevaba a la cintura un paño limpísimo de seda, algo a lo que se habría negado doce años antes. Pensé que al tomar aquel delicado aprendiz de cuerpo grácil y bastante alto para su edad, el dueño había logrado darle a su establecimiento y a su propia vida un cierto orden e inevitablemente me sumí en ensoñaciones de que el matrimonio da al hombre soltero una nueva vitalidad y una prosperidad que no sólo se refleja en su casa, sino también en el lugar de trabajo y en el trabajo mismo, y me entregué a los placeres jabonosos, de agua caliente y de aroma de rosas, de ser afeitado.
No sé cuánto tiempo pasó; fundido en el calor del brasero que calentaba agradablemente el pequeño establecimiento y en las diestras manos del barbero, parecía que la vida, después de tantos tormentos, hoy de repente hubiera decidido ofrecerme el mayor regalo sin esperar nada a cambio, así que le di las gracias a Dios Nuestro Señor y ya me disponía a ponerme en marcha sintiendo una profunda curiosidad por saber de qué extraño equilibrio, de qué misteriosa balanza habría surgido el mundo que Él había creado, y sintiendo también pena y dolor por mi Tío, que yacía muerto en una cama en la casa de la cual me disponía a ser señor poco después, cuando hubo una agitación en la puerta que el barbero tenía permanentemente abierta; me volví a mirar: ¡Era Sevket!
Me alargaba un papel con un gesto nervioso, pero seguro de sí mismo. Lo leí sin poder decirle nada, esperando lo peor, con el corazón estremecido por vientos helados:
Si no hay procesión nupcial no me caso. Seküre.
Agarré a la fuerza del brazo a Sevket y lo senté en mi regazo. Me habría gustado escribirle a mi Seküre: «¡A tus órdenes, amor mío!». Pero ¿cómo iba a haber recado de escribir en el establecimiento de un barbero analfabeto? Así pues, con una prudencia calculadora le susurré a Sevket al oído que le dijera a su madre que estaba de acuerdo. Todavía susurrando le pregunté cómo estaba su abuelo.
– Está dormido.
Ahora me doy cuenta de que tanto Sevket como vosotros sospechabais de mí a causa de la muerte de mi Tío (por supuesto, Sevket sospechaba otras cosas también). ¡Qué lástima! Le besé a la fuerza. Sevket se fue sin que yo le gustara lo más mínimo. Y durante la boda estuvo todo el rato mirándome hostil de lejos embutido en su ropa de fiesta.