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– Seküre, tu padre te llama, ya nos hemos casado, tienes que besarle la mano.

Las cuatro o cinco mujeres del barrio a quienes Seküre había avisado a última hora para asegurarse la divulgación de la boda y las jóvenes que supuse que serían parientes a juzgar por sus miradas de lealtad se recompusieron inquietas y mientras hacían como si se cubrieran la cara me contemplaron a placer midiéndome con la mirada.

Mucho más tarde, poco después de la llamada a la oración del anochecer, la reunión se disolvió tras haber comido el arroz y haber picoteado nueces, almendras, pasta de orejones y confites de azúcar y clavo. Las lágrimas incesantes de Seküre y el mal humor y las peleas de los niños habían conseguido aguar la fiesta. Entre los hombres, el hecho de que no me riera con las bromas habituales del vecino sobre la noche de bodas y de que me sumergiera en un melancólico silencio se interpretó como preocupación por la enfermedad de mi suegro. Entre toda aquella inquietud lo que más profundamente pintado se quedó en mi memoria fue cuando, antes de comer, Seküre y yo subimos al cuarto de mi Tío para besarle la mano y nos quedamos solos: primero ambos besamos con verdadero respeto la mano fría y rígida del muerto y luego nos retiramos a un rincón oscuro de la habitación y allí nos besamos como si satisficiéramos una sed terrible. La lengua cálida de mi esposa, que conseguí introducir en mi boca, tenía el sabor de los confites de clavo que los niños comían continuamente.

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