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Brodsky pareció meditar sobre ello. Y al final dijo:

– Tal vez tengas razón. El pasado está lleno de cosas, de demasiadas cosas. Me avergüenzo, sabes que me avergüenzo, así que dejémoslo. Dejemos el pasado. Escojamos un animal.

La señorita Collins siguió paseando, ahora unos pasos por delante de su acompañante. Luego se detuvo de nuevo, y se volvió hacia él.

– Me reuniré contigo en el cementerio, si eso es lo que quieres. Pero no debes dar a esa cita ningún significado. No quiere decir que esté de acuerdo con lo del animal, o con ninguna otra cosa. Pero veo que te preocupa el acto de esta noche, y que deseas hablar con alguien de la inquietud que sientes.

– Estos últimos meses… He visto las orejas al lobo, pero he seguido adelante. He aguantado y me he preparado. Pero de nada servirá si tú no vuelves.

– A lo único que me comprometo es a verte esta tarde durante un rato. Media hora, quizá.

– Pero dime que lo pensarás. Dime que lo pensarás antes de vernos. Piensa en ello. En lo del animal, en todo lo demás…

La señorita Collins apartó la mirada y se quedó contemplando otro arbusto durante largo rato. Y finalmente dijo:

– Está bien. Lo pensaré.

– Hazte cargo de lo que ha supuesto para mí. Lo duro que ha sido. A veces era tan horrible que quería morirme, que quería que todo terminara, pero seguí porque esta vez podía ver una salida. Volvía a ser director de orquesta. Y tú volvías conmigo. Todo sería como entonces, mejor incluso. Pero a veces era espantoso, era el delirio, ya no podía aguantar más. No hemos tenido hijos. Tengamos un animal.

La señorita Collins reanudó el paseo, y esta vez Brodsky se mantuvo a su lado, mirándola gravemente a la cara mientras caminaba. La señorita Collins parecía a punto de volver a hablar, pero en aquel preciso instante Parkhurst dijo de pronto a mi espalda:

– Nunca me uno a ellos, ¿sabes? Me refiero a cuando empiezan a jalearme y todo eso. Ni siquiera me río, ni siquiera sonrío. No participo en absoluto. Puede que pienses que lo digo sólo de palabra, pero es cierto. Me dan asco, me da asco cómo se comportan. ¡Y esa especie de rebuzno! ¡En cuanto aparezco por la puerta, se ponen a emitir ese rebuzno! No me conceden ni un minuto, ni siquiera eso, ni siquiera me conceden sesenta segundos para demostrarles que he cambiado. «¡Parkers! ¡Parkers!» Oh, qué asco me dan…

– Mira -dije, súbitamente impaciente con él-, si te molestan tanto, ¿por qué no se lo dices a la cara? ¿La próxima vez por qué no te enfrentas a ellos? Diles que dejen de emitir ese rebuzno. Y pregúntales por qué, por qué me odian tanto, tanto… Por qué les ofende tanto mi éxito. ¡Sí, pregúntaselo! O mejor, para mayor impacto, ¿por qué no se lo preguntas en la mitad de alguna de tus payasadas? Sí, en la mitad de una de tus parodias, cuando estés poniendo esas voces chistosas y esas caras… Cuando estén todos riendo y dándote palmadas en la espalda, encantados de que no hayas cambiado ni un ápice… Sí, hazlo entonces… Pregúntales de repente: «¿Por qué? ¿Por qué el éxito de Ryder os resulta tan provocador?» Eso es lo que debes hacer. Y no sólo me harás un favor a mí; servirá también para demostrarles a esos necios, de una elegante tacada, que hay, que siempre ha habido otra persona mucho más profunda detrás de tu exterior de payaso. Alguien que ni se deja manipular fácilmente ni es amigo de componendas. Si yo fuera tú, haría eso.

– ¡Eso está muy bien! -gritó, iracundo, Parkhurst-. ¡Para ti es muy fácil decir eso! No tienes nada que perder: ¡a ti ya te odian! Pero son mis amigos más antiguos. Cuando estoy aquí, rodeado de todos estos europeos continentales, la mayor parte del tiempo estoy bien. Pero de cuando en cuando me sucede algo, algo desagradable, y entonces me digo: «¿Y qué? ¿Qué diablos me importa? Estas gentes, para mí, no son más que extranjeros. En mi país tengo buenos amigos. No tengo más que volver; me recibirán con los brazos abiertos.» Es fantástico que ahora me vengas con brillantes consejos como ése. Y la verdad, ahora que lo pienso, es muy posible que no todo te dé tan igual como dices. No veo por qué tienes que sentirte tan satisfecho de ti mismo. Tú, lo mismo que yo, no puedes permitirte el lujo de olvidar a tus viejos amigos. Tienen mucha razón, ¿sabes?, en algunas de las cosas que dicen. Estás totalmente satisfecho de ti mismo y algún día pagarás por ello. ¡Y sólo porque te has hecho famoso! «¿Por qué no te enfrentas a ellos?», me dices. ¡Qué arrogancia!

Parkhurst continuó su parlamento durante unos minutos más, pero yo había dejado de escucharle. Porque su mención de mi «satisfacción de mí mismo» había pulsado algo en mi interior que me había hecho recordar de pronto que mis padres estaban a punto de llegar a la ciudad. Y en aquel preciso momento, en la salita de la señorita Collins, con un pánico glacial y casi tangible, caí en la cuenta de que no había preparado en absoluto la pieza que debía interpretar ante ellos aquella noche. En efecto, llevaba ya varios días, quizá varias semanas sin tocar el piano. Y allí estaba, a sólo unas horas de una actuación de suma importancia, sin haber hecho siquiera los preparativos necesarios para ensayar un poco. Cuanto más pensaba en mi situación, más alarmante se me antojaba. Vi que me había preocupado demasiado por la alocución que debía dirigir a los ciudadanos, y que de algún modo, inconcebiblemente, había descuidado el elemento primordial: la interpretación de la pieza. De hecho, por espacio de unos instantes, no logré recordar la pieza que había decidido interpretar. ¿Era Globestructures: Option II, de Yamanaka? ¿O Asbestos and Fibre , de Mullery? Cuando pensé en ellas, ambas piezas fluctuaron en mi mente como algo inquietantemente nebuloso. En cada una de ellas, recordé, había partes de gran complejidad, pero cuando traté de pensar más detenidamente en tales fragmentos comprobé que apenas lograba recordar nada. Y mientras tanto mis padres, según mis noticias, se hallaban ya en la ciudad. Comprendí que no tenía ni un segundo que perder, que fueran cuales fueren las otras exigencias, lo primero que debía hacer era asegurarme como mínimo dos horas de quietud e intimidad ante un buen piano.

Parkhurst seguía hablando con vehemencia.

– Mira, lo siento -dije, dirigiéndome hacia la puerta-. Tengo que irme inmediatamente.

Parkhurst se puso en pie dando un respingo, y ahora su voz adoptó un tono de súplica.

– No les sigo la corriente, ¿sabes? Oh, no, no participo en absoluto. -Vino hacia mí e hizo ademán de agarrarme del brazo-. Ni siquiera sonrío. Me da asco, esa forma que tienen de meterse contigo…

– Está bien, te lo agradezco -dije, alejándome de él-. Pero me tengo que ir ahora mismo.

Salí del apartamento de la señorita Collins y me alejé apresuradamente calle abajo, incapaz de pensar en otra cosa que en la necesidad de volver al hotel para sentarme al piano. De hecho estaba tan preocupado que no sólo no miré hacia la pequeña verja de hierro al pasar, sino que ni siquiera vi a Brodsky ante mí en la acera hasta que prácticamente me topé con él. Brodsky inclinó ligeramente la cabeza y me saludó con perfecta calma, como si llevara ya algún tiempo observando cómo me acercaba.

– Señor Ryder. Volvemos a encontrarnos.

– Ah, señor Brodsky -respondí yo, sin aflojar el paso-. Por favor, discúlpeme, pero tengo muchísima prisa.

Brodsky se puso a mi lado y durante varios minutos caminamos juntos en silencio. Aunque sin duda me daba cuenta de que había algo raro en todo aquello, estaba demasiado preocupado para intentar cualquier conversación.

Doblamos la esquina juntos, y salimos al ancho bulevar. La

acera estaba más atestada que nunca -los oficinistas habían salido para el almuerzo-, y nos vimos obligados a caminar más despacio. Y fue entonces cuando oí que Brodsky decía a mi lado:

– Toda esa palabrería la otra noche. Una gran ceremonia. Una estatua. No, no, no aceptaremos nada de eso. Bruno odiaba a esa gente. Voy a enterrarlo con discreción, yo solo, ¿qué hay de malo en ello? He encontrado un sitio esta mañana, un pequeño rincón para enterrarlo, yo solo, él no querría que estuviera nadie más, odiaba a toda esa gente. Señor Ryder, me gustaría que tuviera algo de música, de la mejor música. Es un pequeño y tranquilo rincón que he encontrado esta mañana, sé que a Bruno le gustaría el sitio. Cavaré yo. No habrá que cavar mucho. Y luego me sentaré junto a la tumba y pensaré en él, en todo lo que hacíamos juntos, y le diré adiós… Eso es todo. Y querría que hubiera un poco de música mientras pienso en él, de la mejor música… ¿Me hará ese favor, señor Ryder? ¿Lo hará por mí y por Bruno? Es un favor que le pido, señor Ryder…

– Señor Brodsky -dije, volviendo a apretar el paso-, no veo claro lo que me está pidiendo exactamente. Pero tengo que decirle que ya no dispongo ni de un minuto libre.

– Señor Ryder…

– Señor Brodsky, siento mucho lo de su perro. Pero lo cierto es que me he visto obligado a atender demasiadas peticiones, y en consecuencia he de dedicar mi escaso tiempo a las cosas más importantes… -De pronto sentí que me invadía una oleada de impaciencia, y me detuve bruscamente-. Con franqueza, señor Brodsky -dije, casi a gritos-, debo pedirle a usted y a todo el mundo que dejen de pedirme más favores. ¡Ha llegado el momento de que esto acabe! ¡Esto tiene que acabar!

Durante un fugaz instante Brodsky me miró con expresión ligeramente perpleja. Luego apartó la mirada y pareció absolutamente descorazonado. Lamenté inmediatamente mi exabrupto, consciente de la irracionalidad de culpar a Brodsky de todas las distracciones de que había sido objeto desde mi llegada a la ciudad. Suspiré y dije en tono más amable:

– Mire, permítame que le haga una sugerencia. Ahora voy al hotel a ensayar. Necesitaré como mínimo dos horas sin que nadie, nadie me moleste. Pero después, dependiendo de cómo vayan las cosas, podría quizá volver a tratar con usted el asunto de su perro. Debo hacer hincapié en que no puedo prometerle nada, pero…

– Era sólo un perro -dijo de pronto Brodsky-. Pero quiero decirle adiós. Y quería la mejor música…

– Muy bien, señor Brodsky, pero ahora debo darme prisa. Ando muy escaso de tiempo.

Reanudé la marcha. Estaba seguro de que Brodsky volvería a ponerse a mi lado, pero el anciano no se movió. Vacilé un instante, un tanto reacio a dejarle allí en la acera, pero recordé que no podía permitirme ninguna dilación más. Caminé deprisa y pasé por delante de los cafés italianos, y no miré atrás hasta que llegué al paso de peatones y hube de aguardar a que cambiara el semáforo. Al principio no pude ver nada a causa del gentío, pero al poco divisé la figura de Brodsky en el punto exacto de la acera en que lo había dejado. Estaba ligeramente inclinado hacia adelante, como en ademán de mirar hacia el tráfico que se aproximaba. Me vino el pensamiento de que aquel punto de la acera, donde me había detenido antes para hablarle, era en realidad una parada de tranvía, y que Brodsky se había quedado allí con intención de esperar la llegada de uno. Pero las luces cambiaron y, mientras cruzaba la calzada del bulevar, mis pensamientos se centraron de nuevo en el mucho más apremiante asunto de mi interpretación de aquella noche.

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