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– Perdóneme, señorita Collins, pero no puedo hurtarme a la impresión de que sus argumentos no la convencen tanto como usted querría que la convencieran. De que en alguna parte muy honda de sí misma ha estado siempre esperando y esperando volver a su antigua vida, a su vida con el señor Brodsky. De que toda la buena labor realizada, por la que sin duda la gente de esta ciudad le quedará eternamente agradecida, no ha sido esencialmente sino algo en que ocuparse mientras esperaba…

La señorita Collins inclinó la cabeza y se quedó pensando en mis palabras con una sonrisa divertida.

– Puede que haya algo de cierto en lo que dice, señor Ryder… -dijo finalmente-. Puede que yo no fuera muy consciente de la rapidez con que pasa el tiempo. Hasta hace muy poco, el año pasado en realidad, no me había dado mucha cuenta de cómo pasaba el tiempo. De que los dos nos estábamos haciendo viejos, y de que quizá era demasiado tarde para pensar en recuperar lo que teníamos antes. Sí, puede que tenga razón. Al principio, cuando lo dejé, no pensé que aquello fuera a convertirse en algo permanente. Pero ¿he estado, como usted dice, esperando realmente? La verdad es que no lo sé. Pensaba en las cosas desde la óptica del día a día. Y ahora el tiempo se ha ido. Pero cuando ahora pienso en ello, en mi vida, en lo que he hecho de ella, no me parece que todo haya estado tan mal… Me gustaría que las cosas siguieran así hasta el final, así, como están ahora. ¿Por qué volver a tener que ver con Leo y su animal? Todo sería demasiado complicado.

Me disponía a volver a expresarle, de la forma más delicada posible, mi escepticismo en relación con si realmente creía todo lo que me estaba diciendo, cuando me percaté de que tenía a Boris a mi lado.

– Tenemos que irnos a casa enseguida -dijo-. Mamá está empezando a estar molesta.

Miré hacia donde me estaba señalando. Sophie seguía a unos pasos de donde la había dejado al principio, completamente sola, sin hablar con nadie. Una débil sonrisa bailaba en su semblante, aunque no había nadie a quien pudiera ir dirigida. Tenía los hombros ligeramente encorvados, y su mirada parecía fija en el calzado del grupo de invitados más cercano. La situación -era obvio- no tenía remedio. Conteniendo mi furia contra todos los presentes, le dije a Boris:

– Sí, tienes razón. Será mejor que nos vayamos. Dile a tu madre que venga. Trataremos de escabullimos sin que la gente lo note. Hemos venido, así que nadie podrá quejarse.

Recordaba de la noche anterior que el caserón lindaba con el hotel. Mientras Boris se perdía entre los invitados, me volví para mirar las puertas de la pared y traté de recordar cuál de ellas nos había dado acceso a Stephan Hoffman y a mí al pasillo del hotel. Pero precisamente entonces, la señorita Collins, que seguía cogiéndome del brazo, empezó de nuevo a hablar, y dijo:

– Si he de ser franca, totalmente franca, habré de admitirlo. Sí, en mis momentos menos racionales, ése ha sido mi sueño. -Oh, ¿a qué se refiere, señorita Collins? -Bueno, a todo. A todo lo que me está sucediendo. Que Leo haya logrado serenarse, que se esté labrando un puesto digno de él en la ciudad. Que todo vuelva a estar bien, que los años terribles hayan quedado atrás para siempre. Sí, he de admitirlo, señor Ryder. Una cosa es ser sensata y razonable en las horas diurnas… Pero por las noches la cosa es totalmente diferente. A menudo, en estos últimos años, me despertaba en la oscuridad, en medio de la noche, y me quedaba tendida pensando en ello, pensando en que llegara a suceder algo semejante a esto. Ahora empieza a suceder en la realidad…, y es bastante confuso. Pero lo cierto, ¿sabe?, es que no está sucediendo realmente. Oh, tal vez Leo sea capaz de lograr algo en esta ciudad; tuvo mucho talento en un tiempo, y no creo que eso pueda perderse totalmente. Y sí, es cierto, nunca tuvo una oportunidad, una verdadera oportunidad, estando como estábamos. Pero para nosotros dos es demasiado tarde. Diga él lo que diga, ya es demasiado tarde…

– Señorita Collins, me gustaría tratar este asunto con usted más detenidamente. Pero me temo que ahora, en este preciso instante, tengo que marcharme.

Y, en efecto, acababa de decir esto cuando vi que Sophie y Boris cruzaban la sala en dirección a mí. Me zafé de la señorita Collins y volví a estudiar las puertas, retrocediendo unos pasos para poder ver las ocultas tras la curva. Tras examinarlas una a una, todas me parecieron vagamente familiares, pero ninguna de ellas me ofrecía excesiva confianza. Se me ocurrió que podía preguntar a alguien, pero decidí no hacerlo por miedo a atraer la atención sobre nuestra prematura partida.

Sin resolver el dilema, conduje a Sophie y a Boris hacia las puertas. Entonces empezaron a venirme a la cabeza esas secuencias cinematográficas en las que determinado personaje, deseoso de abandonar una habitación de forma contundente, abre una puerta equivocada y se da de bruces con un armario. Aunque por diferentes razones -yo deseaba abandonar la sala de forma tan inadvertida que más tarde, cuando la gente lo comentara, nadie supiera precisar cuándo nos habíamos marchado-, resultaba igualmente crucial el evitar tal situación calamitosa.

Al final me decidí por la puerta más central de la hilera, sencillamente porque era la más impresionante. Tenía incrustaciones de color perla en las acusadas concavidades de sus paneles, y sendas columnas de piedra a ambos costados. Ante cada columna había un camarero uniformado y tan rígido como un centinela. Una puerta de tal categoría, razoné, si bien podía no conducirnos directamente al hotel, nos conduciría por fuerza a algún lugar de fuste desde donde podríamos encontrar una vía de escape, lejos de la curiosidad pública.

Haciéndoles una seña a Sophie y a Boris para que me siguieran, me acerqué a la puerta y, dirigiendo al camarero uniformado un movimiento seco de cabeza, como diciendo «no se inquiete, sé lo que estoy haciendo», la abrí. Y, para mi espanto, lo que más había temido se hizo realidad: había abierto el armario de las escobas, y lo que aún era peor: un armario de escobas lleno hasta más allá de su capacidad, desbordante de ellas. Cayeron hacia nosotros varias fregonas caseras, que fueron a dar con estrépito contra el suelo de mármol, desparramando en todas direcciones una sustancia oscura y vellosa. En el interior del armario pude ver un desordenado montón de cubos, trapos grasientos y aerosoles de limpieza.

– Disculpe -dije en un susurro al hombre uniformado más cercano, que se había apresurado a recoger las fregonas y lanzaba acusadoras miradas en nuestra dirección, y corrí hacia la puerta vecina.

Resuelto a no cometer de nuevo el mismo error, procedí a abrir la segunda puerta con suma precaución. Lo hice muy lentamente, pese a sentir multitud de ojos fijos en mi espalda, pese a apreciar una elevación de tono en el rumor de voces de la sala…, y entonces, desde muy cerca, me llegó una voz:

– Santo Dios, usted es el señor Ryder, ¿no es cierto?

Resistí la tentación de sucumbir al pánico, seguí tirando de la puerta poco a poco, sin dejar de escrutar a través de la abertura para asegurarme de que no había nada a punto de caerme encima. Y cuando, con gran alivio, vi que la puerta daba a un pasillo, crucé rápidamente el umbral e hice una urgente seña a Sophie y a Boris para que me siguieran.

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