– No estaría cerca de las principales carreteras, espero… Mi madre siempre ha odiado los ruidos del tráfico.
– En aquellos días, como es lógico, el tráfico no era ni por asomo lo que es hoy. Recuerdo que, cuando era niña, solía jugar a la comba o a la pelota con mis amigas en las calles del barrio donde vivíamos… ¡Hoy sería algo impensable! Oh, sí, solíamos jugar y jugar, a veces durante horas. Pero para volver a su pregunta, señor Ryder… -la señorita Stratmann se volvió hacia mí con una sonrisa melancólica-, el hotel donde se alojaron sus padres estaba muy alejado de cualquier tráfico. Era un hotel idílico. Hoy ya no existe, pero si quiere puedo enseñarle una foto. ¿Le apetecería verla? ¿Una foto del hotel donde estuvieron sus padres?
– Me encantaría, señorita Stratmann.
Volvió a sonreír, y recorrió el trecho que le separaba de su mesa. Pensé que iba a abrir uno de los cajones, pero en el último momento cambió de gesto y se dirigió hacia la pared opuesta de la oficina. Alargó la mano, tiró de un cordel y empezó a desenrollar una especie de gráfico mural. Pero vi que no era un gráfico sino una gigantesca fotografía en color. Siguió desenrollándola casi hasta el suelo, donde el mecanismo del rodillo emitió un clic y quedó fijado. Luego volvió hasta su mesa, encendió una lámpara portátil y dirigió la luz hacia la fotografía.
La estudiamos en silencio. El hotel evocaba -a menor escala- uno de esos castillos de cuento de hadas construidos por algún rey loco en el pasado siglo. Se alzaba en el borde de un hondo valle lleno de heléchos y flores de primavera. La instantánea había sido tomada en un día soleado, desde la ladera opuesta, y ofrecía un encuadre amable propio de una postal o un calendario.
– Creo que sus padres estuvieron en esta habitación de aquí -oí que me decía la señorita Stratmann. Había sacado un puntero y señalaba una ventana situada en uno de los torreones-. Seguro que disfrutaron de una bonita vista.
– Sí, ciertamente.
La señorita Stratmann bajó el puntero, pero siguió mirando la ventana, tratando de imaginar la hermosa vista que se disfrutaría desde ella. Mi madre debió de apreciar especialmente tal vista. Aun en el caso de que hubiera estado atravesando una de sus malas rachas, y hubiera tenido que pasarse los días acostada, debió de hallar un gran consuelo en aquella vista. Contemplaría cómo la brisa barría el fondo del valle, agitando los heléchos y el follaje de los retorcidos árboles que salpicaban la ladera del lado opuesto. Disfrutaría también de la vasta extensión de cielo visible desde la ventana. Miré más detenidamente la fotografía y vi, en primer plano, surcando la parte inferior derecha, una parte de la carretera de la colina en la que probablemente el fotógrafo se había situado para tomarla. Mi madre, casi con certeza, había podido ver esa carreera desde el cuarto. Y sin duda había podido contemplar ciertos retazos de la vida local. Vería, a lo lejos, un coche o una furgoneta de la tienda de comestibles, o incluso algún carro tirado
por caballos; y, de cuando en cuando, un tractor o un grupo de niños de excursión… Estampas que con toda seguridad le alegraron el ánimo.
Al cabo, mientras seguía mirando aquella ventana, volví a echarme a llorar. No tan incontroladamente como antes, sino con suavidad: las lágrimas me anegaron los ojos y me resbalaron por las mejillas. La señorita Stratmann vio las lágrimas, pero esta vez no pareció sentir la necesidad de acercarse para consolarme. Me sonrió con delicadeza y volvió a mirar la fotografía.
De pronto oí que llamaban a la puerta y di un respingo. Vi que la señorita Stratmann también se sobresaltaba.
– Disculpe, señor Ryder -dijo, y se dirigió hacia la puerta.
Me volví en la silla y vi que un hombre con uniforme blanco entraba en la oficina empujando un carrito de servicio. Dejó el carrito atravesado en el umbral, para que la puerta no se cerrara, y miró el amanecer a través de los cristales.
– Va a hacer un día estupendo -dijo, sonriéndonos-. Aquí tiene su desayuno, señorita. ¿Quiere que se lo lleve a la mesa?
– ¿El desayuno? -La señorita Stratmann pareció desconcertada-. Pero si todavía falta media hora…
– El señor Von Winterstein ha ordenado que se empiece a servir ahora, señorita. Y, en mi opinión, tiene razón. La gente, a estas alturas, está hambrienta.
– Oh. -La señorita Stratmann seguía con expresión de desconcierto, y me miró como pidiéndome consejo. Y luego le preguntó al camarero-: ¿Está todo bien… ahí fuera?
– Todo está perfectamente, señorita. Después del desmayo del señor Brodsky, como es lógico, la gente se asustó bastante, pero ahora todo el mundo está contento y lo pasa en grande… El señor Von Winsterstein acaba de pronunciar un bonito discurso en el vestíbulo, sobre el magnífico patrimonio de esta ciudad, sobre la cantidad de cosas de las que tenemos que sentirnos orgullosos… Ha mencionado nuestros logros a lo largo de los años, ha señalado los horribles problemas que están hundiendo a otras ciudades y que a nosotros ni nos han rozado. Exactamente lo que necesitábamos, señorita. Siento que se lo hayan perdido ustedes. Ha hecho que nos sintamos orgullosos de nosotros mismos y de nuestra ciudad, y ahora todo el mundo lo está pasando en grande. Mire, allí puede ver a algunos… -Señaló hacia un punto del exterior del edificio, y, en efecto, a la tenue luz del amanecer, vi varias figuras que se paseaban despacio por el césped con platos en la mano, buscando con la mirada algún lugar para sentarse.
– Disculpen -dije, levantándome-. Debo ir a dar mi recital. Voy a llegar tarde. Señorita Stratmann, le estoy muy agradecido. Por su amabilidad, por todo… Pero ahora, por favor, discúlpeme…
Sin esperar a su respuesta, pasé junto al carrito del desayuno y salí al pasillo.