Hoffman, al oír mis palabras, pareció un tanto desconcertado. Luego, tratando de atizar de nuevo su ira, dijo:
– ¡Mire estas páginas, señor! ¡Mírelas! -Pero el fuego se había apagado ya, y me miró con expresión cohibida-. Vayamos,
pues -dijo con voz queda, en un tono que delataba un sentimiento de total derrota-. Vayamos.
Pero siguió unos segundos sin moverse, y tuve la impresión de que rumiaba mentalmente ciertos recuerdos lejanos. Luego echó a andar con determinación hacia su mujer, y le seguí a cierta distancia.
La señora Hoffman, al ver que nos acercábamos, se volvió para recibirnos. Me detuve a unos pasos, pero la mirada de ella, orillando a su marido, me llegó a mí directamente. Y dijo:
– Es un placer verle de nuevo, señor Ryder. La velada, por desgracia, parece que no se está desarrollando como todos habríamos deseado…
– Lamentablemente -dije-, parece que es así… -Me adelanté unos pasos, y añadí-: Además, con unos asuntos y otros, parece también que he descuidado ciertas cosas que tenía verdaderas ganas de hacer…
Esperaba una respuesta a mi cortés insinuación, pero ella se limitó a mirarme con interés, a la espera de que continuara. Entonces Hoffman se aclaró la garganta, y dijo:
– Cariño. Yo… Conocía tu deseo y…
Con una sonrisa mansa, levantó los álbumes, uno en cada mano.
La señora Hoffman lo miró con espanto.
– Dame esos álbumes -dijo en tono severo-. ¡No tenías derecho! Dámelos ahora mismo.
– Cariño… -Hoffman soltó una débil risita, y su mirada se deslizó hasta el suelo.
La señora Hoffman siguió tendiendo la mano con expresión furiosa. El director del hotel le entregó primero un álbum y luego el otro. Su mujer dirigió a ambos sendas miradas rápidas, para cerciorarse de cuáles eran, y luego pareció en extremo turbada.
– Cariño… -masculló Hoffman-. Pensé que no molestaría a nadie… -Volvió a dejar la frase en suspenso y soltó una risita…
La señora Hoffman lo miró con frialdad. Luego, volviéndose a mí, dijo:
– Lo siento mucho, señor Ryder. Mi marido ha creído necesario importunarle con algo tan trivial. Buenas noches.
Se puso los álbumes bajo los brazos y empezó a alejarse por el pasillo. Apenas había recorrido unos pasos, sin embargo, cuando Hoffman, de pronto, exclamó:
– ¿Trivial? ¡No, no! ¡No son nada trivial! Como tampoco lo es el álbum de Kosminsky. Ni el de Stefan Hallier. ¡No son nada trivial! Ojalá lo fueran. ¡Ojalá yo pudiera creer que lo son!
La señora Hoífman se detuvo, pero no se volvió, y Hoffman y yo nos quedamos mirando su espalda mientras ella seguía allí, completamente inmóvil, a la mortecina luz del pasillo. Luego Hoffman dio unos pasos hacia ella.
– La velada… Es una ruina. ¿Por qué fingir que no lo es? ¿Por qué seguir soportándome? Año tras año, fracaso tras fracaso. Después del Festival de la Juventud, tu paciencia conmigo sin duda se agotó. Pero no, volviste a soportarme. Luego la Semana de la Exposición. Y volviste a soportarme. Volviste a darme una oportunidad. Muy bien, te lo supliqué, es cierto. Te supliqué que me dieras otra oportunidad. Resumiendo: me diste esta noche. ¿Y qué resultado puedo ofrecerte? La velada es una ruina. Nuestro hijo, nuestro único hijo, convertido en el hazmerreír de la velada…, delante de los ciudadanos más distinguidos de nuestra ciudad. Fue culpa mía, sí, lo sé. Le animé a hacerlo. He sabido hasta el último momento que debía disuadirle, pero no he tenido la fuerza suficiente. He permitido que fuera hasta el final. Créeme, cariño: nunca tuve intención de permitirlo. Desde el primer día me he dicho: se lo diré mañana; hablaremos de ello mañana, cuando tenga más tiempo. Mañana, mañana… Y lo he seguido posponiendo. Sí, he sido débil, lo admito. Incluso esta noche. Me decía: se lo diré dentro de sólo unos minutos. Pero no, no, no podía decírselo. Y ha continuado con ello. Sí, nuestro Stephan ¡ha subido al escenario, se ha plantado delante del mundo entero y ha tocado el piano! ¡Y ha sido el hazmerreír! ¡Ah, pero ojalá eso hubiera sido todo! Todos, toda la ciudad sabe quién asumió la responsabilidad de la recuperación del señor Brodsky. Muy bien, muy bien, no lo niego, he fracasado. No he logrado rehabilitarlo. Es un borracho, y yo debería haber sabido lo inútil de mi empeño desde el principio. La velada, mientras estoy aquí hablando, se viene abajo estrepitosamente. Ni siquiera el señor Ryder, aquí presente, puede salvarla. No hace sino acrecentar nuestra vergüenza. El mejor pianista del mundo… ¿De qué ha servido traerlo? ¿Para qué lo he traído? ¿Para que participe en este desastre? ¿Cómo se me ha permitido jamás poner estas torpes manos en algo tan divino como la música, el arte, la cultura? Tú, que vienes de una familia de talento…, tú podrías haberte casado con quien hubieras querido. Qué gran error cometiste. Una tragedia. Pero para ti no es demasiado tarde. Tú sigues
siendo hermosa, ¿por qué esperar un minuto más? ¿Qué más pruebas necesitas? Déjame, déjame. Encuentra a otro que te merezca. Un Kosminsky, un Hallier, un Ryder, un Leonhardt… ¿Cómo pudiste llegar a cometer tamaño error? Abandóname, te lo ruego, abandóname… ¿No te das cuenta de lo odioso que es ser tu carcelero? No, peor aún: los mismísimos grillos en tus tobillos. Abandóname, abandóname… -Hoffman, de pronto, se agachó hacia adelante y, llevándose el puño a la frente, ejecutó el movimiento que le había visto ensayar horas antes-. Mi amor, mi amor, abandóname… Mi situación se ha vuelto insostenible. A partir de esta noche, mi fingimiento, al fin, ha cesado. Todos lo sabrán, hasta el niño más pequeño de la ciudad. A partir de esta noche, cuando me vean afanado en mi trabajo, sabrán que no tengo nada. Ni talento, ni sensibilidad, ni finura… Abandóname, abandóname. ¡No soy sino un buey, un buey, un bueyl
Volvió a ejecutar la operación de antes: con el codo proyectado extrañamente hacia adelante, se golpeó la frente con el puño. Luego cayó de rodillas y se echó a llorar.
– Una ruina -susurró entre sollozos-. Todo ha sido una ruina…
La señora Hoffman se había dado la vuelta, y miraba a su marido con fijeza, con detenimiento. No parecía experimentar el menor asombro por el arrebato de su esposo, y una expresión de ternura, casi de añoranza, se instaló en sus ojos. Dio un paso vacilante, y luego otro, hacia la figura doblada de Hoffman. Luego, despacio, extendió una mano como para tocarle con suavidad la parte superior de la cabeza. Su mano quedó suspendida un instante sobre Hoffman, sin llegar a tocarle, y luego se retiró. Y al momento siguiente se había dado media vuelta y había desaparecido al fondo del pasillo.
Hoffman siguió llorando, visiblemente ajeno a los últimos movimientos de su esposa. Me quedé mirándole sin saber qué hacer. Luego, de pronto, me di cuenta de que tendría que estar ya en el escenario. Y recordé con una oleada de emoción que hasta el momento había sido incapaz de dar con rastro alguno de la presencia de mis padres en la sala de conciertos. Mis sentimientos hacia Hoífman, hasta entonces muy cercanos a la piedad, cambiaron súbitamente, y, acercándome a él, le grité al oído:
– Señor Hoffman: puede que usted haya hecho una ruina de su velada. Pero no voy a dejarme arrastrar por usted en su fracaso. Tengo intención de salir al escenario y tocar el piano. Haré todo lo que esté en mi mano para traer un poco de orden a los actos de esta noche. Pero, antes que nada, señor Hoffman, exijo saber de una vez por todas qué ha sido de mis padres.
Hoífman alzó los ojos, y pareció un tanto sorprendido al ver que su mujer se había marchado. Luego, mirándome con cierta irritación, se levantó.
– ¿Qué es lo que dice que quiere, señor? -preguntó con aire cansino.
– Mis padres, señor Hoffman… ¿Dónde están? Me aseguró usted que serían atendidos debidamente. Y antes, cuando he mirado en la sala, no estaban entre los invitados. Estoy a punto de salir al escenario y desearía que mis padres estuvieran confortablemente sentados en sus butacas. Así que ahora, señor, debo exigirle que me responda: ¿dónde están mis padres?
– Sus padres, señor… -Hoffman inspiró profundamente y se pasó una mano por el pelo con aire fatigado-. Tendrá que preguntárselo usted a la señorita Stratmann. Yo me he limitado a supervisar las líneas maestras de la velada. Y dado que, como ha podido comprobar, he sido un auténtico fracaso a ese respecto, malamente puede esperar que sea capaz de responder a su pregunta…
– Sí, sí, sí -dije, más impaciente por momentos-. ¿Y dónde está la señorita Stratmann?
Hoffman suspiró y señaló por encima de mi hombro. Volví la cabeza y vi una puerta a mi espalda.
– ¿Está ahí dentro? -pregunté en tono severo.
Hoffman asintió con la cabeza, y luego, llegando con paso tambaleante hasta la hornacina donde había estado su esposa, se puso a mirarse en el espejo.
Llamé con fuerza a la puerta. Como no obtuve respuesta, volví a lanzarle a Hoffman una mirada acusadora. Ahora estaba inclinado sobre la repisa de la hornacina. Iba a descargar sobre él toda mi cólera cuando me llegó una voz que me invitaba a entrar. Lancé una última mirada a la figura encorvada de Hoffman y abrí la puerta.