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No se me ocurría qué responderle. En todo caso, Geoffrey Saunders se apartó bruscamente del prado diciendo:

– No, no… La ciudad está por ahí. Puedo indicaros el camino, si queréis.

– Te quedaremos muy agradecidos -le aseguré, mientras una ráfaga de viento frío se colaba entre nosotros.

– Veamos… -Geoffrey Saunders permaneció pensativo unos instantes. Luego dijo-: Para seros franco, más valdría que tomarais un autobús. Desde aquí tenéis media hora larga de camino. Me imagino que la mujer te convenció de que su apartamento quedaba a dos pasos. Bueno…, lo hacen siempre. Es uno de sus trucos. No se les debe dar crédito. Pero no habrá problema si tomáis el autobús. Te mostraré dónde hay una parada.

– De verdad que te lo agradeceremos -reiteré-. Boris se está quedando helado. Confío en que esa parada no esté lejos…

– ¡Oh, no, muy cerquita! Sigúeme, muchacho.

Geoffrey Saunders dio media vuelta y nos hizo retroceder hacia la granja abandonada. Me pareció, sin embargo, que no desandábamos el camino de antes y, en efecto, al poco tiempo nos encontramos caminando por una calle estrecha en lo que parecía un arrabal no muy opulento de la ciudad. A ambos lados de la calle se alineaban hileras de casas. De tanto en tanto podía ver alguna ventana iluminada, pero la mayoría de sus moradores parecían haberse ido ya a la cama.

– Todo irá bien ahora -le dije en voz baja a Boris, que parecía exhausto-. Encontraremos el apartamento enseguida. Y tu madre nos tendrá todo preparado para cuando lleguemos.

Pasamos por delante de otras hileras de casas. Y Boris volvió a murmurar:

– El Número Nueve… Es el Número Nueve…

– Pero, veamos…, ¿a qué Número Nueve te refieres? -preguntó Geoffrey Saunders, volviéndose hacia él-. Te refieres a ese holandés, ¿no?

– El Número Nueve es el mejor jugador de la historia del fútbol -afirmó Boris.

– Sí, bueno… pero ¿de quién hablas? -En la voz de Geoffrey Saunders había ahora una nota de impaciencia-. ¿Cómo se llama? ¿En qué equipo juega?

– Boris sólo está…

– ¡Una vez marcó diecisiete goles en los diez últimos minutos! -me cortó Boris.

– ¡Qué tontería! -Geoffrey Saunders parecía estar enfadado de verdad-. Creí que hablabas en serio. Y estás diciendo tonterías.

– ¡Lo hizo! -gritó Boris-. ¡Fue un récord mundial!

– ¡Vaya si lo fue! -le apoyé-. ¡Un récord mundial! -Y después, recuperando un tanto la compostura, solté una carcajada-. Vamos…, digo yo. Tenía que serlo, ¿no? -Sonreí a Geoffrey Saunders como pidiéndole ayuda, pero él no me hizo el menor caso.

– Pero ¿de quién estás hablando? ¿Te refieres a ese holandés? En todo caso, muchacho, debes darte cuenta de que no todo consiste en marcar goles… Los defensas son también importantísimos. Los jugadores buenos de verdad a menudo son defensas.

– ¡El Número Nueve es el mejor jugador de toda la historia! -insistió Boris-. Cuando está en forma, no hay defensa capaz de pararlo.

– Boris tiene razón -dije-. El Número Nueve es, sin lugar a dudas, el mejor jugador del mundo. Centrocampista, delantero, todo… Juega de lo que sea. Claro que sí.

– Dices tonterías, camarada… Ninguno de los dos sabéis de lo que habláis.

– ¡Lo sabemos perfectamente! -Me estaba enfadando con Geoffrey Saunders-. Lo que estamos diciendo lo reconoce todo el mundo. Cuando el Número Nueve está en forma, realmente en forma, el comentarista grita «¡gol!» en cuanto lo ve tocar el balón, no importa en qué zona del campo se encuentre…

– ¡Dios santo! -dijo Geoffrey Saunders, volviendo la cara en señal de disgusto-. Si ésas son las bobadas con las que llenas la cabeza de tu chico, ¡que Dios lo ampare!

– ¡Escucha de una vez! -Acerqué mi cara a su oído y le susurré, malhumorado-: Pero es que ¿no comprendes que…?

– ¡Bobadas, hombre! Estás llenando de bobadas la cabeza de tu hijo…

– ¡Pero si es un chaval, un crío! ¿No entiendes que…?

– No hay por qué llenarle la cabeza con sandeces de semejante calibre. Además, no parece tan crío… A mi modo de ver, un muchacho de su edad debería estar ya arrimando el hombro. Aportando su granito de arena. Debería estar aprendiendo a empapelar paredes, por ejemplo, o a alicatarlas. Y dejarse de todas estas majaderías sobre fenómenos del fútbol.

– ¡No seas idiota y cállate de una vez! ¡Cierra el pico!

– ¡Un chico de su edad…! ¡Ya es hora de que haga algo de provecho!

– ¡Es mi chico, y ya le diré yo cuándo debe…!

– Empapelar, alicatar…, cosas de ese tipo. En mi opinión, eso es lo que…

– ¡Un momento…! ¿Tú qué sabes de esto? ¡Un miserable solterón solitario…! No tienes ni idea.

Le pegué un empujón en el hombro, y Geoffrey Saunders se quedó súbitamente cabizbajo. Se nos adelantó unos pasos, arrastrando los pies, y siguió caminando con la cabeza ligeramente baja, aferrándose a las solapas de su gabardina.

– No pasa nada -le dije a Boris en voz baja-. Llegaremos enseguida.

Boris no respondió, y vi sus ojos clavados en la encorvada figura de Geoffrey Saunders, que avanzaba dando tumbos unos metros más adelante.

Poco a poco, mientras caminábamos, mi enfado con mi antiguo compañero de clase empezó a ceder un tanto. Además, no había olvidado que dependíamos por completo de él para que nos indicara el camino hasta la parada del autobús. Al poco me acerqué a él, preguntándome si aún estaríamos en disposición de conversar. Para mi sorpresa, lo encontré murmurando para sí mismo:

– Sí, sí… Ya hablaremos de todo esto cuando vengas a tomar el té. Hablaremos de todo tipo de cosas, y pasaremos una hora o dos de nostalgia charlando de los tiempos de la escuela y de nuestros antiguos compañeros de clase. Tendré la habitación caldeada y podremos sentarnos en las butacas o a ambos lados fle la chimenea. Sí… Se parece a una de esas habitaciones que uno puede alquilar en Inglaterra. O que al menos se podían alquilar hace algunos años. Por eso la alquilé. Me recordaba el hogar. En cualquier caso, podríamos sentarnos junto a la chimenea y charlar de todo aquello: de los profesores, de los camaradas…, intercambiar noticias de amigos comunes con los que aún mantenemos contacto. Bien…, ¡ya hemos llegado!

Habíamos salido a lo que parecía la plaza de un pueblo pequeño. Vi unas cuantas tiendas, en las que presumiblemente se abastecerían de comestibles los habitantes del barrio, todas con las persianas metálicas cerradas a cal y canto para pasar la noche. En el centro de la plaza había un pequeño redondel verde, no mayor que una isleta de tráfico. Geoffrey Saunders me señaló una solitaria farola enfrente de las tiendas.

– Tú y tu chico tendréis que esperar ahí. Ya sé que no hay ninguna señal de parada, pero no te preocupes… Los autobuses paran ahí. Ahora, me temo que tendré que dejaros.

Boris y yo dirigimos la vista hacia el punto que nos había indicado Saunders. Había dejado de llover, pero la niebla flotaba en torno a la base de la farola. Nada parecía moverse a nuestro alrededor.

– ¿Estás seguro de que vendrá algún autobús? -pregunté.

– ¡Oh, sí! Claro que puede tardar un poco a estas horas de la noche. Pero no esperaréis en vano. Sólo tendréis que tener un poco de paciencia. Quizá os quedéis fríos esperando ahí de pie, pero…, creedme, valdrá la pena haber esperado. Surgirá de pronto en la oscuridad, brillantemente iluminado. Y en cuanto subáis, veréis qué caliente y cómodo es. Lleva siempre un animado grupo de pasajeros. Estarán riendo y bromeando, pasándose unos a otros tentempiés y bebidas calientes. Os recibirán con los brazos abiertos. Le dices al conductor que os deje en la iglesia medieval. Es un trayecto muy corto.

Geoffrey Saunders nos dio las buenas noches, se dio la vuelta y se alejó de nosotros. Boris y yo lo seguimos con la mirada mientras desaparecía por un callejón, entre dos casas, y después nos encaminamos despacio hacia la parada del autobús.

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