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– Todo apunta a que la dama Ichiteru es la culpable -dijo Sano-. Fue una mujer la que arrojó a Harume la daga en el recinto del templo de Kannon de Asakusa. Ichiteru estaba allí y carecía de coartada. Tenía acceso a la habitación de Harume, y podría haberle comprado a Choyei el veneno cuando consiguió el afrodisíaco que empleó contigo, Hirata.

El joven vasallo estaba demacrado por la amargura.

– No puedo creer que Ichiteru sea la asesina -repitió por tercera vez desde que se encontrara con Sano en el exterior del castillo de Edo para comparar los resultados de sus pesquisas. En ese momento, mientras llegaban al distrito funcionarial, abogó con testarudez por la inocencia de su seductora-. A lo mejor Danzaemon se equivoca sobre lo que creyó ver.

Sano fijó la vista en la cima de la colina y controló su impaciencia. El sol del atardecer caía sobre los tejados de palacio e inflamaba los árboles del bosque de caza. De los barracones que jalonaban la calle surgían sombras azules que sumergían el barrio en un crepúsculo prematuro. Sano estaba cansado y hambriento; quería un baño caliente para lavarse de la contaminación del poblado eta. Ansiaba ver a Reiko y compartir con ella la conclusión exitosa del caso. Lo último que necesitaba eran más problemas de Hirata.

– Ichiteru no va a evitar por más tiempo el interrogatorio -dijo Sano terminantemente-. A estas alturas, la dama Keisho-in ya le habrá explicado nuestro malentendido al sogún. Volveremos a tener abierto el Interior Grande. -Hizo una pausa-. Hay demasiadas pruebas en contra de Ichiteru. Tendrás que dejar a un lado tu parcialidad por ella, te guste o no.

– Lo sé. -Hirata retorció las riendas-. Es sólo que… No puedo aceptar que me haya equivocado tanto con alguien que… Sigo teniendo la sensación de que no fue ella. Llevo todo el día esperando encontrar pruebas que demuestren que no hice el tonto. Me he convencido de que el teniente Kushida es el asesino, y lo he buscado por toda la ciudad. -Desmontaron delante de la mansión de Sano. En el patio, un mozo de cuadra se llevó sus caballos. Hirata suspiró con pesar-. Pero ahora…

A menudo, los detectives y sus familias hacían vida social en el exterior de los barracones, antes de la cena. Aquel día una pandilla de niños jugaba a combatir con espadas de madera, mientras los hombres los vitoreaban y las mujeres charlaban. Una madre jugaba a la pelota con un niño pequeño.

– Todo el mundo comete errores, Hirata. No le des más vueltas.

Pero Hirata no lo escuchaba. Se quedó plantado en el patio, con la vista fija en la madre y el hijo, y rostro de estupefacción.

– Oh -dijo, y después lo repitió con extraño énfasis-: Oh.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sano.

– Acabo de recordar una cosa. -La cara de Hirata rebosaba de agitación-. Ahora sé que la dama Ichiteru no mató a Harume.

Sano lo miró exasperado.

– Hirata, basta ya. Esto es demasiado. Voy a lavarme y a hablar un rato con Reiko. Después iremos al Interior Grande.

Se dio la vuelta y entró en la casa. Hirata corrió tras él.

– ¡Esperad, sosakan-sama! Dejad que os lo explique. -Cambiaron los zapatos por alpargatas de tela en la entrada-. Me parece que el otro día vi a la asesina.

– ¿Qué? -Sano se detuvo con la mano en la puerta.

Las palabras salían de Hirata en un torrente rápido e incoherente.

– Cuando fui a ver a la Rata, pensé que se trataba de otra cosa, pero ahora veo lo que se traían entre manos, tendría que habérmelo imaginado. -A punto de dar brincos de agitación, exclamó-: ¡Ella no le vendía nada, le estaba pagando!

– Frena un poco para que pueda entenderte -dijo Sano-. Empieza por el principio.

Hirata tragó saliva y palmeó el aire en un esfuerzo por aplacar su nerviosismo.

– Pagué a la Rata para que estuviera pendiente de Choyei. Después fui a ver si había descubierto algo. En la habitación había una mujer con él. Estaban regateando, cerrando un trato. Cuando la Rata salió, me dijo que ella le había vendido a su hijo deforme para su casa de los monstruos. -Con deliberada lentitud, Hirata se explicó-. La mujer del detective Yamada y su hijo me lo han recordado.

»Entonces la Rata me dijo que no había podido encontrar al buhonero. Me devolvió el dinero que le había pagado. Sospeché que en realidad sí había dado con Choyei, quien le había pagado para que guardara silencio. Ahora estoy seguro de que era la mujer a la que vi la que le ofrecía dinero a la Rata, y no al revés. Ella desapareció mientras hablábamos. Tenía que ser la asesina, y no una madre que vendía a su niño. Debió de ver los emblemas de mi ropa y adivinó quién era y lo que quería cuando le pregunté a la Rata por Choyei.

– Pero Ichiteru es la única mujer sospechosa. -En el momento en que lo decía, Sano recordó que no era así.

Los ojos de Hirata resplandecían.

– Nunca he visto a la dama Miyagi. ¿Qué aspecto tiene?

– Tiene unos cuarenta y cinco años -empezó Sano.

– ¿No muy guapa, con la cara larga, los ojos caídos y la voz grave?

– Sí, pero…

– Y dientes negros y cejas afeitadas. -Hirata rió, exultante-. ¡Y pensar que todo el tiempo he tenido la prueba!

– Es una teoría interesante -admitió Sano-. El casero de Choyei dijo que había oído a un hombre en la habitación donde murió el vendedor; la voz de la dama Miyagi pudo haberlo llevado a engaño. Pero no la tenemos ubicada en la escena del atentado con daga. Podría haber envenenado la tinta, pero no hay pruebas de que lo hiciera. Además, ¿cuál es su móvil?

– Vamos a ver si puedo identificar a la dama Miyagi como la mujer que vi -suplicó Hirata-. La Rata debió de descubrir que era cliente de Choyei y trató de chantajearla. Probablemente la dama pretendiera matarlo como hizo con el vendedor. Seguramente le salvé la vida al llegar justo en aquel momento. -Hirata hizo una reverencia-. Por favor, sosakan-sama, antes de que decidáis que Ichiteru es culpable, dadme una oportunidad de demostrar que estoy en lo cierto. ¡Permitidme que interrogue a la dama Miyagi!

Para evitar una persecución en la dirección equivocada, Sano dijo:

– Hoy Reiko ha ido a ver a los Miyagi. Veamos si ha descubierto algo. -Entró en el pasillo, donde salió a recibirlo un criado-. ¿Dónde está mi esposa?

– No está en casa, mi señor. Pero os ha dejado esto.

El sirviente le mostró una carta sellada.

Sano la abrió y leyó en voz alta:

Honorable esposo,

Mi visita al caballero Miyagi ha sido muy interesante, y creo que fue él quien mató a la dama Harume. Él y su esposa me han invitado a ver con ellos la luna de otoño esta noche en su villa de verano. Tengo que aprovechar esta oportunidad para hacerle más preguntas al daimio y obtener pruebas de su culpabilidad.

No te preocupes, me he llevado a los detectives Ota y Fujisawa conmigo, así como a mis escoltas habituales. Volveremos mañana por la mañana.

Con amor,

Reiko

De repente, la idea de investigar a la esposa del daimio no parecía tan descabellada. Si había alguna posibilidad de que fuera la asesina, Sano no quería que Reiko viajase con ella a algún punto remoto, ni siquiera con una guardia armada.

– Supongo que Ichiteru puede esperar un poco más -dijo Sano-. Trataremos de alcanzar a Reiko y a los Miyagi antes de que salgan de la ciudad.

En un estruendo de cascos, Hirata y Sano llegaron a las puertas de la mansión de los Miyagi. Sano echó un vistazo ansioso en las dos direcciones de la calle.

– No veo el palanquín de Reiko -dijo-, ni a sus escoltas.

Empezó a creer en contra de su voluntad que Hirata tenía razón: la dama Miyagi era la asesina que buscaban. Y Reiko, que no estaba al corriente de lo que Danzaemon le había contado, pensaba que el culpable era el caballero Miyagi. A Sano se le encogió el corazón de preocupación.

– Calmaos -lo tranquilizó Hirata-. La encontraremos.

Sano saltó de su caballo y se acercó a los dos centinelas.

– ¿Dónde está mi esposa? -preguntó, agarrando la armadura de uno de los hombres.

– ¿Qué os habéis creído? ¡Soltadme! -El guardia le dio un empujón; el otro lo inmovilizó con los brazos. Hirata se apresuró a explicar:

– La esposa del sosakan-sama tenía que ir a la villa con el caballero y la dama Miyagi. Queremos hablar con ellos. ¿Dónde están?

A la mención del título de Sano, los dos guardias se envararon y dieron un paso atrás, pero no respondieron.

– Vamos a entrar -le dijo Sano a Hirata.

Los guardias bloquearon las puertas con expresión temerosa pero obstinada. Su rebeldía alarmó a Sano: algo iba mal.

– No hay nadie en casa -dijo uno de ellos-. Se han ido todos.

Presa de un miedo sobrecogedor a que algo le hubiera pasado a Reiko en la casa, Sano desenvainó su espada.

– ¡Apartaos!

Los guardias se hicieron a un lado de un salto, y Sano abrió la puerta. Con Hirata pegado a los talones, atravesó el patio a la carrera, cruzó la puerta interior y entró en la mansión, gritando el nombre de su esposa.

El silencio velaba el túnel largo y oscuro del pasillo. El antiguo olor de la casa llenaba los pulmones de Sano como un gas nocivo. Los suelos crujían a su paso. Oyó que los guardias le gritaban que se detuviera, y que Hirata los contenía. Siguió adelante y se encontró solo en los aposentos familiares. El ala era tan fría, oscura y húmeda como una cueva. Los paneles de papel de las paredes eran cuadrados agrisados por la tenue luz crepuscular. El olor almizcleño de los Miyagi saturaba el aire. Se detuvo para tomar aliento y orientarse, y no vio a nadie. Al principio no oyó nada, a excepción de su trabajosa respiración. Entonces le llegó un tenue gemido.

A Sano le dio un vuelco el corazón. ¡Reiko! El pánico lo espoleaba mientras seguía el sonido, dejando atrás a toda prisa las puertas cerradas de habitaciones desocupadas. Su aversión hacia el matrimonio Miyagi se convirtió en miedo al imaginarse a Reiko como víctima suya. El gemido creció en volumen. Entonces Sano dobló una esquina. Se detuvo en seco.

De una puerta abierta surgía la luz de una lámpara. Delante y de rodillas estaba el criado que Sano recordaba de su primera visita. El hombre lloraba con la cabeza inclinada. Al oír a Sano, alzó la vista.

– Las chicas -gimió. En su rostro arrugado brillaban las lágrimas. Alzó una mano temblorosa y señaló hacia la habitación.

En cuanto Sano entró como una exhalación por la puerta, lo asaltó un olor conocido y perturbador: fétido, salado, metálico. Al principio, era incapaz de apreciar la escena que se ofrecía a sus estupefactos ojos. Unas formas blancas retorcidas contrastaban acusadamente con las volutas negras y los relucientes charcos rojos del suelo de listones. Enseguida su vista identificó lo que tenía delante. En una estancia equipada con una bañera de madera hundida en el suelo y un biombo de bambú, yacían los cuerpos desnudos de dos mujeres, acurrucadas codo con codo. Tenían los tobillos y las muñecas atadas. Unos profundos cortes de lado a lado de la garganta casi las habían decapitado. La sangre carmesí empapaba su pelo negro y enmarañado, y sus cuerpos pálidos. Había salpicado las paredes, se extendía por el suelo y goteaba en el agua desde el borde de la bañera.

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