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El emblema dorado que lucía sobre la entrada a la residencia del caballero Miyagi Shigeru, de la provincia de Tosa, representaba una pareja de cisnes enfrentados, con las alas desplegadas en un círculo plumoso que se tocaba en las puntas. Sano llegó al anochecer, cuando los samuráis desfilaban de camino a casa por las calles en penumbra. Un anciano criado lo llevó al interior de la mansión, en cuya entrada dejó los zapatos y las espadas. El distrito daimio de Edo había sido reconstruido después del gran incendio; por tanto, la casa de Miyagi databa de un periodo reciente. Pero su interior parecía antiguo: la ebanistería del pasillo se había oscurecido con el tiempo y probablemente había sido rescatada de una edificación anterior. En el aire flotaba un vago olor a decadencia, como si procediera de siglos de humedad, humo y aliento humano. En el salón, una fantasmagórica melodía concluía en el momento en que el criado hacía pasar a Sano y anunciaba:

– Honorables caballero y dama Miyagi, Sano Ichiro, sosakan-sama del sogún.

La habitación estaba ocupada por cuatro personas: un samurái canoso reclinado entre cojines de seda, una mujer de mediana edad de rodillas a su lado y dos bellas jovencitas sentadas juntas, una con un samisén, la otra con una flauta. Sano se arrodilló, hizo una reverencia y se dirigió al hombre:

– Caballero Miyagi, estoy investigando el asesinato de la concubina del sogún, y debo haceros unas cuantas preguntas.

Por un momento, todos contemplaron a Sano con silente recelo. Ardían unas lámparas cilíndricas que dotaban a la sala de un ambiente íntimo y nocturno. El calor de los braseros de carbón ahuyentaba el frío otoñal. La divisa de los cisnes de los Miyagi se repetía en círculos grabados en las vigas del techo y en los pilares, en los emblemas dorados de las mesas y en los armaritos laqueados, y en la seda marrón de la bata del caballero. A Sano le transmitía una sensación de mundo ensimismado, cuyos habitantes percibían a los demás como extraños. El aura de un perfume, aceite de gaulteria para el pelo, y un olor almizcleño apenas perceptible formaban un capullo alrededor de ellos, como si exudaran su propia atmósfera. Entonces habló el caballero Miyagi:

– ¿Podemos ofreceros un refrigerio?

Señaló una mesa baja sobre la que había una tetera, tazas, una bandeja con pipas y tabaco, y una botella de sake, más un espléndido surtido de frutas, pasteles y sushi.

Según la costumbre, Sano lo rehusó con educación; fue persuadido y entonces aceptó cortésmente.

– Me preguntaba si acabaríais averiguándolo. -El caballero Miyagi tenía el cuerpo delgado y desgarbado y la cara larga. Sus ojos inclinados hacia abajo lucían húmedos y brillantes, al igual que sus labios gruesos y mojados. Le pendían bolsas de piel de las mejillas y el cuello. Su voz cansina era reflejo de su lánguida postura-. Bueno, supongo que tendría que haber esperado que mi conexión con Harume llegaría a saberse en algún momento; la metsuke es muy eficiente. Lo que me alegra es que haya sido después de su muerte, cuando ya apenas puede importar. Preguntadme lo que deseéis.

Sano no corrigió la impresión del daimio de que habían sido los espías de Tokugawa los descubridores de la relación, para así reservarse la posible ventaja de mantener en secreto el diario de la concubina.

– Tal vez debiéramos hablar a solas -dijo Sano, con una mirada hacia la dama Miyagi. Necesitaba los detalles íntimos del romance, que tal vez el caballero quisiera ocultarle a su esposa.

– Mi esposa se queda -dijo éste, no obstante-. Ya sabe todo sobre lo mío con la dama Harume.

– Somos primos, unidos en matrimonio de conveniencia -explicó la dama Miyagi. En efecto, tenía un parecido asombroso con su marido; idéntica tez, rasgos faciales y figura delgada. Pero su postura era rígida y sus ojos, de un marrón opaco y sin lustre; su boca sin pintar mostraba resolución. Tenía la voz grave y varonil. Mientras que todo en el caballero Miyagi indicaba debilidad y sensualidad, ella parecía una cáscara seca y dura en su quimono de brocado-. No necesitamos ocultarnos secretos. Pero a lo mejor sí que necesitamos un poco más de intimidad. ¡Copo de Nieve! ¡Gorrión! -Hizo un gesto a las jóvenes, que se levantaron y se arrodillaron ante ella-. Son las concubinas de mi esposo -dijo. Sano se sorprendió, porque las había tomado por hijas de la pareja. Con un cachete maternal a cada una, añadió-: Podéis iros. Seguid practicando vuestra música.

– Sí, honorable dama -dijeron las chicas a coro. Hicieron una reverencia y salieron de la sala.

– ¿De modo que sabíais que vuestro esposo se veía en secreto con Harume en Asakusa? -preguntó Sano a la dama Miyagi.

– Por supuesto. -La boca de la mujer se curvó en una sonrisa que dejó a la vista sus dientes ennegrecidos por la cosmética-. Yo me encargo de todos los entretenimientos de mi señor. Junto a ella, el caballero Miyagi asintió con complacencia-. Yo misma selecciono a sus concubinas y cortesanas. El verano pasado trabé conocimiento con la dama Harume y se la presenté a mi marido. Yo organicé cada una de las citas, enviándole cartas a Harume para decirle cuándo debía presentarse en la posada.

Había esposas que llegaban a extremos increíbles en su afán por servir a sus maridos, pensó Sano. Aunque aquel contubernio le ocasionaba un hormigueo de repelús, deseaba que Reiko poseyera algo de la disposición a complacer que tenía la dama Miyagi.

– Asumisteis un gran riesgo al encariñaros con la concubina del sogún -le comentó a Miyagi.

– El peligro me proporciona un gran deleite. -El daimio se estiró con suntuosidad. Sacó la lengua y sus labios se humedecieron de saliva.

Auténtico devoto de las delicias de la carne, parecía agudamente consciente de toda sensación física. Llevaba la bata como si notara la suave caricia de la seda en su piel. Cogió una pipa de tabaco de la bandeja de metal y chupó con lenta deliberación, suspirando al soltar el humo. Parecía casi infantil en su franco placer. Mas Sano veía una sombra siniestra tras los ojos entrecerrados. Recordó lo que sabía de los Miyagi.

Se trataba de un clan menor, más célebre por su disipación sexual que por el liderazgo político. Rumores de adulterio, incesto y perversión perseguían a miembros tanto masculinos como femeninos, aunque sus riquezas les eximían de las consecuencias legales. Al parecer, el actual daimio seguía las tradiciones familiares, que en algunos casos incluían la violencia.

Dirigiéndose tanto al marido como a la mujer, Sano preguntó:

– ¿Sabíais que Harume tenía planeado tatuarse?

El caballero Miyagi asintió y fumó. Su mujer respondió:

– Sí, lo sabíamos. Fue deseo de mi marido que Harume le demostrara su devoción rasgando su cuerpo como prenda de amor. Yo escribí la carta en la que se lo pedíamos.

Sano se preguntó si la rigidez de modales de la dama Miyagi reflejaba una frigidez sexual que descartaba las relaciones conyugales normales entre ella y su marido. Desde luego, no poseía ninguno de los atractivos físicos apreciados por un hombre de su talante. Pero tal vez obtuviera su propia excitación carnal al procurarle la suya a su marido; también ella era miembro del infame clan. De la bolsa que llevaba a la cintura, Sano sacó el frasco laqueado cuya tinta había envenenado a Harume.

– Entonces ¿obtuvo esto de vos?

– Sí, le enviamos el frasco con la carta -respondió la dama Miyagi con calma-. Yo lo compré. Mi marido escribió el nombre de Harume en la tapa.

De modo que los dos tocaron el recipiente. -

¿Cuándo? -preguntó Sano.

La dama Miyagi recapacitó.

– Hace cuatro días, me parece.

Aquello habría sido antes de que relevaran al teniente Kushida del servicio en el Interior Grande, pero después de la denuncia de la dama Harume. Aunque Kushida afirmaba no haber tenido conocimiento previo del tatuaje, y Sano aún no sabía nada de la dama Ichiteru; esperaba que Hirata obtuviera la información. De momento, los Miyagi parecían ser los que habían dispuesto de la mejor oportunidad para envenenar la tinta.

– ¿Os llevabais bien con la dama Harume? -preguntó Sano al caballero Miyagi.

El daimio se encogió de hombros con languidez.

– No nos peleábamos, si es a eso a lo que os referís. La amaba tanto como me es posible amar a alguien. Yo obtenía del asunto lo que quería, y suponía que ella también.

– ¿Y qué era lo que ella quería? -El diario explicaba el modo en que Miyagi obtenía gratificación, pero Sano sentía curiosidad por saber el motivo por el que la bella concubina se había jugado la vida en encuentros sórdidos y carentes de placer con un hombre poco agraciado.

Por primera vez, el caballero Miyagi parecía incómodo y miró a su mujer.

– Harume tenía ansia de aventuras, sosakan-sama -respondió ésta-. La relación prohibida con mi esposo la satisfacía.

– ¿Y vos? -preguntó Sano-. ¿Qué opinión os merecía la dama Harume y la relación?

La mujer volvió a sonreír, una expresión curiosamente desagradable que recalcaba su fealdad.

– Sentía gratitud hacia Harume, como la siento hacia todas las mujeres de mi marido. Las considero mis compañeras en el servicio de su placer.

Sano reprimió un escalofrío de repulsión. La dama Miyagi le recordaba a una propietaria de burdel de Yoshiwara que atendiese los caprichos sexuales de sus clientes con destreza profesional. Ni siquiera parecía importarle lo vulgar o pervertida que pudiera parecer. Desde el pasillo llegaban tenues acordes de música y el canto de las concubinas. De repente Sano fue consciente de la quietud de la casa. No oía ninguno de los sonidos que solían asociarse a la mansión del señor de una provincia: nada de patrullas, ni de criados y vasallos atareados. La estructura maciza de la mansión bloqueaba los ruidos de la calle y reforzaba la impresión que se había llevado Sano de mundo cerrado. ¡Qué casa tan extraña!

– Así que ya veis -dijo el daimio con un suspiro cansado-, ni mi esposa ni yo teníamos motivo alguno para matar a la dama Harume, y no lo hicimos. Echaré mucho de menos el placer que me proporcionaba. Y mi esposa jamás ha sentido celos de mi relación con Harume o con cualquier otra.

Se levantó de sus cojines e hizo un débil gesto hacia la bandeja de la comida.

– Permíteme ayudarte, primo -dijo la dama Miyagi con rapidez, y le sirvió té. Le puso la taza en la mano izquierda y un caqui en la derecha. Por un momento sus brazos se unieron en un círculo y Sano quedó atónito ante su parecido con los dos cisnes del emblema de los Miyagi. Una pareja unida, reflejo cada uno del otro, las alas tocándose, juntas en un enlace extraño pero mutuamente provechoso…

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