– Con el testimonio de la dama Ichiteru, la carta, el diario y la declaración del padre de Harume, hay demasiadas pruebas en contra de la dama Keisho-in para que las desoigamos -le dijo Sano a Hirata-. No podemos retrasar más su interrogatorio. Además, el sacerdote Ryuko, por altura y complexión, encaja con la descripción del hombre que apuñaló a Choyei.
Sano ya le había descrito su descubrimiento del buhonero y la búsqueda infructuosa de su asesino. También le había relatado que le habían llevado al doctor Ito los materiales del taller de Choyei, y que había encontrado el veneno entre ellos. En ese momento iban de camino al palacio por las calles en penumbra del distrito funcionarial del castillo de Edo. Los tejados eran picudas siluetas negras contra un cielo que pasaba del azul apagado que estaba sobre sus cabezas, al salmón sobre las colinas del oeste. Unas tenues nubes rojas manchaban las alturas como rastros de sangre. El frío emanaba de las paredes de piedra y se aposentaba en los huesos. Sano llevaba el diario de Harume, con la carta de la dama Keisho-in doblada en su interior.
– No es más que un interrogatorio para ver qué tienen que decir Keisho-in y Ryuko -dijo-. No es una acusación formal de asesinato.
Pero ambos sabían que tanto la dama como el sacerdote podían interpretar el careo como una acusación de asesinato y ofenderse, y entonces contraatacar con un cargo de traición. Sería la palabra de ellos contra la suya, y el sogún actuaría de juez. ¿Qué posibilidades tenían de que Tokugawa Tsunayoshi tomara partido por ellos en lugar de por su adorada madre?
Sano se imaginaba la fría sombra del verdugo sobre él, el largo filo perfilado contra el descampado donde morían los traidores. Y Reiko lo vería con él… Le dieron arcadas. Hirata no parecía sentirse mejor. Su piel tenía una palidez enfermiza, y no dejaba de parpadear. Por extraño que pareciera, al llegar a casa, Sano se lo había encontrado en la cama. Aunque se había despertado aturdido y desorientado, había insistido en que se encontraba bien. Después de referirle lo que había averiguado de boca de la dama Ichiteru, no había añadido palabra y había evitado la mirada de su superior. Sano se compadecía de Hirata: las nuevas de la concubina habían supuesto un impacto desagradable, y era probable que se culpara por la prueba que les había obligado a jugárselo el todo por el todo.
– Todo saldrá bien -dijo Sano, para convencerse a sí mismo tanto como a Hirata.
Al entrar en la habitación de la dama Keisho-in, se encontraron a la madre del sogún y al sacerdote acomodados en los cojines del salón iluminado por lámparas. Llevaban puestas unas batas iguales, de color púrpura satinada con estampado de crisantemos dorados. Tanto el color como la flor solían estar reservados para uso de la familia imperial. «La emperatriz y el emperador de Japón», pensó Sano, recordando lo dicho por la dama Ichiteru sobre las ambiciones de la pareja. Un edredón cubría sus piernas y las formas cuadradas de un brasero de carbón. Alrededor de ellos había un despliegue de platos de sopa, encurtidos, verduras, huevos de codorniz, gambas fritas, frutas secas, un pescado entero cocido al vapor, una botella de sake y una jarra de té. La dama Keisho-in mordisqueaba una gamba. Ryuko acababa de sacar una baraja de cartas. La dejó con ojos recelosos en cuanto Hirata y Sano se arrodillaron e hicieron una reverencia.
La dama Keisho-in se lamió los dedos grasientos.
– Qué alegría volver a veros, sosakan Sano. Y a vuestro ayudante, también. -Le dedicó una caída de ojos a Hirata, que tenía la vista clavada en el suelo-. ¿Puedo ofreceros un refrigerio?
– Gracias, pero ya hemos cenado -mintió Sano con educación. El olor del pescado y el ajo lo ponían enfermo; habría sido incapaz de probar bocado.
– ¿Una bebida, entonces?
– No creo que el sosakan-sama esté aquí de visita de cortesía, mi señora -dijo Ryuko. Se volvió hacia Sano-. ¿Qué podemos hacer por vos?
Aunque Sano había coincidido con Ryuko durante las ceremonias religiosas, nunca habían pasado del intercambio de saludos, pero conocía la reputación del sacerdote. El ambiente íntimo confirmaba los rumores sobre su relación con Keisho-in. Al cruzar la mirada con sus ojos sagaces, Sano comprendió que él era la inteligencia motriz detrás del poder de ella. El descubrimiento no lo animó en absoluto. Su principal argumento a favor de la inocencia de la dama Keisho-in era su afable estupidez. Sin embargo, con Ryuko de aliado, no le haría falta ser malvada o astuta para cometer un asesinato.
– Os ruego que disculpéis la intromisión, honorable dama, pero debo hablaros de Harume.
– ¿No lo hemos hecho ya? -La dama Keisho-in frunció el entrecejo, confusa-. No sé qué más puedo deciros.
Miró a Ryuko en busca de ayuda, pero él tenía la vista fija en el diario que Sano llevaba en la mano. Una antinatural impasibilidad enmascaraba lo que fuera que pensaba o sentía.
– Recientemente han llegado a mi conocimiento ciertas cuestiones -dijo Sano, con la sensación de que cruzaba la frontera entre el terreno seguro y el campo de batalla-. ¿Cuál era vuestra relación con Harume?
Keisho-in se encogió de hombros y se metió en la boca un rabanito encurtido.
– Le tenía mucha estima.
– Entonces ¿erais amigas? -preguntó Sano.
– Sí, claro.
– ¿Más que amigas?
– ¿Qué se supone que estáis preguntando? -interrumpió el sacerdote Ryuko.
Sano hizo caso omiso.
– Éste es el diario de Harume. -Desató el cordón que lo encuadernaba y leyó las palabras ocultas de amor erótico, haciendo hincapié en los últimos versos:
Pero, ¡ay!, tu rango y tu fama nos ponen en peligro.
Nunca pasearemos juntos al sol.
Mas el amor es eterno; me perteneces para siempre, y yo a ti,
en espíritu, si no en matrimonio.
– ¿Os escribió Harume esto a vos, dama Keisho-in? Keisho-in abrió la boca llena de comida y reveló una asquerosa mezcolanza de alimentos mascados.
– ¡Imposible!
– La referencia al rango y la fama cuadra con vos -arguyó Sano.
– Pero el pasaje no menciona a la dama Keisho-in por su nombre -atajó Ryuko limpiamente-. ¿Harume decía en algún punto del diario que fueran amantes?
– No -reconoció Sano.
– Entonces debía de escribir sobre otra persona. -La voz de Ryuko conservó una calma suave, pero retiró las piernas del edredón como si tuviera demasiado calor.
– Poco antes de que Harume muriera -prosiguió Sano-, le rogó a su padre que la sacara del castillo de Edo. Dijo que tenía miedo de alguien. ¿Era de vos, dama Keisho-in?
– ¡Absurdo! -Keisho-in engulló con furia una pelota de arroz. ¿Era genuina su reacción, o se trataba de un número?-. A Harume no le mostré nada que no fuera amabilidad y afecto.
– A mi señora no le gusta lo que estáis insinuando, sosakan-sama. -La voz de Ryuko adquirió tintes de advertencia-. Si tenéis algo de sentido común lo dejaréis ahora, antes de que decida expresar su descontento por canales oficiales.
La amenaza no resultaba un golpe menos duro porque se la esperaran. Si Sano estuviese interrogando a solas a la dama Keisho-in, podría deducir sutilmente su inocencia o extraerle una confesión sin llegar a la confrontación directa. Pero la presencia de Ryuko complicaba las cosas. Jamás permitiría que su benefactora reconociera el asesinato, porque él compartiría su castigo. Iba a proteger su propio pellejo atacando a Sano… sobre todo si había conspirado para asesinar al heredero nonato del sogún. En su fuero interno, Sano maldijo su talante, que lo condenaba a erigir su propia pira funeraria. Pero no podía alterar las exigencias del deber y el honor. Resignado, sacó la carta.
– Decidme si la reconocéis, dama Keisho-in -dijo Sano, y leyó-: «No me quieres. Por mucho que intente creer lo contrario, ya no puedo negarme a ver a la verdad.»
A medida que recitaba las dolidas recriminaciones, la pasión celosa y los ruegos de amor, Sano comprobaba a intervalos la reacción de su público. Los ojos de Keisho-in fueron abriéndose cada vez más en una cara demacrada por el asombro. La expresión de Ryuko pasó de la incredulidad al desaliento. Eran la viva imagen de unos criminales atrapados con las manos en la masa. Sano sentía escasa satisfacción. Sería difícil lograr que encarcelaran a la dama Keisho-in con un sistema judicial controlado por su hijo; el precio del intento podía ser su propia vida.
– «Lo que en verdad quiero es verte sufrir tanto como yo sufro. Podría apuñalarte y observar cómo te desangras. Podría envenenarte y deleitarme con tu agonía. Cuando implores misericordia, sólo me reiré y te diré: "¡Así me has hecho sentir!" Si me niegas tu amor, ¡te mataré!»
Silencio. La dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko estaban paralizados. Los gases del carbón, los olores de la comida y el calor asfixiante de la habitación envolvían a Sano, a Hirata y a los dos conspiradores en una mortaja nauseabunda.
Entonces Keisho-in rompió a toser, con las manos a la garganta.
– ¡Socorro! -gritó entre jadeos.
Ryuko la golpeó en la espalda.
– ¡Agua! -ordenó-. ¡Se está asfixiando con la comida!
Hirata se levantó de un salto. Vertió agua de un jarro de loza en una taza y se la llevó al sacerdote, quien la acercó a los labios de Keisho-in.
– Bebed, mi señora -la apremió Ryuko.
La dama tenía la cara encarnada; lagrimeaba entre arcadas y resuellos. Bebió con ansia el agua, que se cayó por su ropa. Ryuko miró con furia a Sano.
– Fijaos en lo que habéis hecho.
Sano recordó que Keisho-in se había desmayado al oír que habían asesinado a Harume. ¿Había sido también aquello un número dirigido a ocultar el hecho de que ya lo sabía? ¿Su ataque era inteligente diversión o verdadera aflicción?
Keisho-in se recostó en los cojines, respirando con exagerado alivio. Ryuko le abanicaba la cara.
– Le escribisteis a Harume esta carta -dijo Sano-. Amenazasteis con matarla.
– No, no. -La dama Keisho-in agitó las manos en débil señal de protesta.
– ¿De dónde la habéis sacado? -exigió el sacerdote Ryuko-. Dejádmela ver. -Sano sostuvo en alto la carta, a salvo de las manos del sacerdote; no quería que su prueba acabase en el brasero.
– De la habitación de Harume -explicó.
Los dos exclamaron al unísono:
– ¡Eso es imposible! -Ryuko tenía la cara cenicienta y los ojos llenos de terror. La dama Keisho-in se incorporó.