El barrio Saru-waka-cho de los teatros estaba situado en las inmediaciones del distrito Ginza de Edo, que debía su nombre al edificio donde se acuñaban las monedas de plata de los Tokugawa. Vistosos carteles anunciaban las representaciones; de las ventanas abiertas de los pisos superiores de los teatros surgían música y vítores. En armazones erigidos como torres sobre los tejados, había hombres que tocaban el tambor para atraer al público. Gente de todas las edades y clases hacía cola delante de las taquillas; los salones de té y los restaurantes estaban llenos a rebosar de clientes. Hirata dejó su caballo en un establo público y siguió a pie entre la bulliciosa muchedumbre. Por orden de Sano, había enviado a un equipo de detectives a la búsqueda del mercader ambulante de drogas Choyei y otro, a registrar el Interior Grande en pos de veneno y otras pruebas. Al llegar a las dependencias de las mujeres para interrogar a la dama Ichiteru, lo habían informado de que ésta iba a pasar el día en el teatro de marionetas Satsuma-za. A medida que se acercaba al edificio, una creciente aprensión le aceleraba el pulso.
Había mentido al decirle a Sano que no pasaba nada, tratando de convencerse de que era capaz de manejar la entrevista con la dama Ichiteru. Las mujeres no siempre lo intimidaban, como había pasado la noche anterior con la dama Keisho-in y con Chizuru; le gustaban, y había disfrutado de muchos romances con doncellas e hijas de tenderos. Sin embargo, las damas de hombres poderosos despertaban en él un profundo sentimiento de incompetencia. Por lo común, Hirata se enorgullecía de sus orígenes humildes y de lo que había logrado pese a ellos. En valor, inteligencia y habilidad con las artes marciales, se sabía a la altura de muchos samuráis de alto rango; en consecuencia, podía vérselas con sus superiores varones sin perder el aplomo. Pero las mujeres…
Su elegante belleza le inspiraba un anhelo imposible. Soltero a la avanzada edad de veintiún años, Hirata había aplazado el matrimonio con la esperanza de prosperar lo suficiente para desposar algún día a una dama distinguida que no tuviera que esclavizarse como su madre, llevando la casa y cuidando de la familia sin la ayuda de criados. Como vasallo mayor de Sano, había logrado su meta; su familia había recibido propuestas de clanes destacados que buscaban una relación más estrecha con la corte del sogún y le ofrecían a sus hijas como posibles esposas. Sano actuaría de mediador y concertaría un enlace. Pero, aun así, Hirata aplazaba su boda. Las damas de clase alta le hacían sentirse tosco, sucio e inferior, como si ninguno de sus logros valiera para nada; jamás sería lo bastante bueno para relacionarse con ellas, por no hablar de merecer a una como esposa.
Se detuvo en el exterior del Satsuma-za, un recinto grande al aire libre formado por paredes de madera erigidas en torno a un patio. Sobre la entrada, cinco flechas emplumadas -símbolo del teatro de marionetas- atravesaban una reja de la que pendían unas cortinas de color añil con el emblema del establecimiento. Las obras representadas se anunciaban en unas banderas verticales. Un criado sentado sobre una plataforma cobraba las entradas, mientras que otro vigilaba el acceso, una angosta hendidura horizontal en la pared que impedía que la concurrencia entrara sin pagar. Hirata decidió que no iba a dejar que la dama Ichiteru lo alterase como lo había hecho la madre del sogún. El envenenamiento -un crimen indirecto, retorcido- era el clásico método de las mujeres asesinas, y eso convertía a Ichiteru en la principal sospechosa del crimen.
– Una, por favor -le dijo al criado, y le tendió el dinero. Agachó la cabeza para pasar por la puerta y se encontró en el acceso al teatro. Había llegado en uno de los intermedios que jalonaban la serie de representaciones que ocupaban el día entero, y el espacio estaba atestado de parroquianos que compraban en los puestos de comida té, sake, pasteles de arroz, frutas y pepitas asadas de melón. Hirata dejó sus zapatos junto con otros muchos y se abrió paso entre la multitud, preguntándose cómo iba a dar con la dama Ichiteru, a la que no conocía.
– ¿Hirata-san?
Se volvió hacia el sonido de una voz femenina que lo llamaba por su nombre. Delante de él había una joven dama varios años menor que él. Ataviada con un quimono de seda rojo brillante con un estampado de parasoles azules y dorados, tenía una negra y lustrosa melena que le llegaba hasta los hombros, mejillas redondas y ojos brillantes y alegres. Hizo una reverencia y dijo:
– Soy Niu Midori. -Tenía la voz aguda, cantarina, infantil-. Sólo quería presentarle mis respetos a vuestro señor. -Una sonrisa curvó sus generosos labios encarnados y alumbró unos hoyuelos en sus mejillas-. En una ocasión me hizo un gran favor, y le estoy sinceramente agradecida.
– Sí, lo sé… Me lo contó. -Hirata le devolvió la sonrisa, cautivado por sus modales nada afectados, lo que no había esperado en una mujer de la condición social de Midori. Su padre era un «señor externo», un daimio cuyo clan había sido derrotado en la batalla de Sekigahara, y más tarde había jurado lealtad a la facción victoriosa de los Tokugawa. Los Niu, aunque despojados de su feudo ancestral y trasladados a la remota Kyushu, seguían siendo una de las familias más acaudaladas y poderosas de Japón. Pero Midori parecía tan sencilla como las chicas con las que Hirata se había relacionado. Sintiéndose de repente alegre e importante, hizo una reverencia y añadió-: Es un placer conoceros.
– El placer es mío. -La expresión de Midori se tiñó de nostalgia-. ¿Se encuentra bien el sosakan-sama?
Cuando quedó convencida de que Sano gozaba de perfecta salud, comentó:
– Así que ahora está casado. -Su suspiro le indicó a Hirata que Sano le gustaba y que en algún momento había albergado esperanzas de casarse con él. Después lo contempló con vivo interés-. He oído hablar mucho de vos. Erais policía, ¿verdad? ¡Qué emocionante!
Midori compró una bandeja de té y pasteles en un puesto de comidas.
– Permitidme que os ayude -se ofreció Hirata.
– Gracias. -Sonrió mostrando sus hoyuelos-. Debéis de ser muy valiente para ser detective.
– No tanto -dijo Hirata con modestia. Ocuparon un sitio vacío, y le relató algunas historias heroicas de su carrera policial.
– ¡Qué maravilla! -Midori batió palmas-. Y me han dicho que ayudasteis a capturar a una banda de contrabandistas de Nagasaki. Oh, cómo desearía haberlo visto.
– No fue nada -aseveró Hirata, crecido ante su franca admiración. Realmente era dulce y muy guapa-. Ahora investigo el asesinato de la dama Harume, y necesito hablar con la dama Ichiteru. También tengo algunas preguntas para vos -añadió, recordando las instrucciones de Sano.
– ¡Oh, bien! Os diré todo lo que pueda -sonrió Midori-. Venid a sentaros con nosotras. Podemos hablar hasta que empiece la obra.
Hirata la siguió hacia el interior del teatro, rebosante de confianza. Le había parecido tan fácil charlar con Midori; con la dama Ichiteru todo iba a salir a pedir de boca.
El suelo del soleado patio del teatro estaba cubierto de tatamis. Braseros de carbón caldeaban el aire. El público arrodillado charlaba en grupos. Enfrente, el escenario consistía en una larga valla de madera de la que colgaba una cortina negra para ocultar de la vista a los titiriteros, al cantor y a los músicos. Midori condujo a Hirata hasta los asientos preferentes situados delante del escenario, que estaban ocupados por una hilera de damas de ricos vestidos, con sus doncellas y sus guardias.
– La del extremo es la dama Ichiteru. -De repente Midori parecía tímida, vacilante-. Hirata-san, os ruego que me disculpéis si me estoy entrometiendo, pero… debo advertiros de que vayáis con mucho cuidado. No sé nada a ciencia cierta, pero yo…
Siguió balbuciendo, pero en aquel instante la dama Ichiteru se volvió y cruzó una mirada con Hirata.
Con su cara larga y afilada, su nariz alta y los ojos estrechos e inclinados, su belleza clásica parecía sacada de las antiguas pinturas de la corte, o de los folletos baratos que anunciaban a las cortesanas del barrio Yoshiwara del placer. Todo en ella reflejaba esa pasmosa combinación de refinamiento de clase alta y vulgar sensualidad. Llevaba pintados unos delicados labios rojos sobre una boca generosa y exuberante que el maquillaje blanco de la cara no alcanzaba a ocultar. Su peinado, recogido en ondas por los lados y suelto por detrás, era sencillo y austero, pero estaba sujeto por un elaborado ornamento de flores de seda y peinetas laqueadas al estilo de las prostitutas de alto nivel. Su quimono burdeos de brocado le caía por los hombros a la última moda provocativa, pero la piel de su largo cuello y sus hombros redondeados parecía pura, blanca, intacta por ningún hombre. La mirada de Ichiteru era a la par velada y ausente, ladina e inteligente.
A Hirata le temblaban las rodillas, y un calor embarazoso se extendía por todo su cuerpo. Avanzó hacia la dama Ichiteru como un sonámbulo. Apenas era consciente de que Midori estaba haciendo las presentaciones y explicando el motivo de su presencia. Todo lo que lo rodeaba se fundió en una sombra borrosa, mientras que sólo Ichiteru permanecía nítida y vívida. Jamás había sentido una atracción tan inmediata por una mujer.
La dama Ichiteru hablaba con el deje afectado y lánguido de las mujeres de alta cuna:
– Es un placer conoceros… Desde luego, os ayudaré con vuestras pesquisas en todo lo que esté en mi mano…
Su voz era un murmullo ronco que se infiltraba en el cerebro de Hirata como un humo oscuro y embriagador. Alzó un abanico de seda que ocultó la mitad inferior de su cara, y con una caída de párpados y una inclinación de cabeza, invitó a Hirata a que tomara asiento a su lado. Eso hizo él, dirigiendo una mirada ausente a Midori cuando ésta cogió la bandeja de té y empezó a repartir los refrescos entre el grupo, con cara de pena. Después se olvidó de ella por completo.
– Yo… yo quisiera saber… -balbució, tratando de poner sus ideas en orden. El perfume de la dama Ichiteru lo envolvía en el poderoso y agridulce aroma de las flores exóticas. A su pesar, Hirata era consciente de su cortísimo pelo, el disfraz que le había salvado la vida en Nagasaki y que le confería más aspecto de campesino que de samurái-. ¿Cuál era vuestra relación con la dama Harume?
– Harume era una chiquilla pizpireta… -Ichiteru se encogió de hombros con delicadeza, y su quimono resbaló un poco más, revelando el nacimiento de sus pechos generosos. Hirata, devolviendo la mirada a su cara con un esfuerzo sobrehumano, notó que empezaba a tener una erección-, pero era una vulgar campesina. Para nada se trataba de una persona con la que un miembro de la familia imperial…, como es mi caso…, pudiera tener el menor interés en relacionarse.