El cuarto de baño de la mansión de los Miyagi era similar al de todas las grandes propiedades de los daimio de Edo. Una bañera de madera hundida en el suelo y llena de agua caliente humeaba en el centro de la espaciosa habitación. Había estantes con cubos para aclararse, paños secos, jabón de salvado de arroz y frascos de esencias. El suelo de listones permitía que el agua derramada fluyera hacia los desagües de debajo. Había braseros de carbón para caldear el ambiente. Pero aquel baño en particular también poseía dos rasgos fuera de lo común.
Un biombo de bambú cerraba una esquina y, en la pared, se había insertado una minúscula compuerta corredera a la altura del ojo. En el espacio delimitado por el biombo, arrodillada sobre un cojín, estaba la dama Miyagi. Oyó pasos al otro lado de la pared y se puso en tensión, atenta a la llegada de su marido. Se abrió la compuerta de la mirilla y notó la excitación de su esposo al mirar hacia el baño, esperando el entretenimiento que ella le había preparado. Dio una palmada, la señal para el inicio del ritual.
Se abrió la puerta. Entraron las concubinas del caballero Miyagi, Copo de Nieve y Gorrión. Las dos llevaban puesta una bata y el cabello recogido con agujas. Parloteaban y parecían no ser conscientes de que su señor las observaba por el agujero. También parecían ajenas a la presencia de la dama Miyagi, a pesar de que el biombo sólo la ocultaba a los ojos del daimio y la tenían claramente a la vista. Cuatro años atrás, la dama había examinado a todas las chicas del orfanato del templo de Zojo, en busca de la combinación adecuada de inteligencia y docilidad, antes de llevarse a aquellas dos a casa. Había formado a Copo de Nieve y a Gorrión en el arte de complacer a su marido. Ya eran unas magníficas actrices. Como si estuvieran totalmente a solas, se quitaron la ropa.
El caballero Miyagi suspiró detrás de la mirilla. La dama Miyagi sonrió, disfrutando del placer de su marido al ver los cuerpos desnudos de las concubinas. Copo de Nieve tenía pechos grandes y pezones prominentes. Gorrión, plana de busto, tenía las caderas amplias y sinuosas. Se complementaban a la perfección, y la dama Miyagi sentía el calor de la excitación de su marido, como llamas que lamieran la pared. Copo de Nieve levantó un cubo y se empapó de agua. Se acuclilló y empezó a frotarse los brazos con jabón.
– ¿Me lavas la espalda? -le dijo a Gorrión con coqueta timidez.
La concubina accedió con una risilla y después le enjabonó los pechos. Copo de Nieve ronroneó con aparente deleite. Cerró los ojos y suspiró cuando Gorrión le acarició los senos, pellizcando y chupando los pezones.
La dama Miyagi oyó que su marido gemía. Sabía que se estaba sacando el miembro del taparrabos, que se tocaba. Gorrión la miró de reojo y ella le indicó con un gesto que siguiera acariciando a Copo de Nieve. Al caballero Miyagi le agradaba aquel juego erótico prolongado. La dama Miyagi no sabía -ni le importaba- si a las concubinas también les gustaba, o si tan sólo fingían placer por obligación hacia el amo que las cobijaba y les daba de comer, o por temor a la furia de su señora en caso de que desobedecieran. Ella en particular no sentía ningún estímulo físico. Una mala experiencia temprana había aniquilado su capacidad para el placer sexual.
Como niña de una rama secundaria del clan Miyagi, se había criado en esa mansión. En aquellos tiempos la casa estaba siempre llena de gente. El anterior daimio -el padre de su marido- era amante de las fiestas espléndidas. En una de ellas, una Miyagi Akiko de once años había conocido a un tío recién llegado de la provincia de Tosa. Diez años mayor que ella, el tío Kaoru la había embelesado con su belleza y simpatía. Había empezado a seguirlo a todas partes, y le ofrecía regalitos de flores o caramelos. De una manera infantil, se enamoró.
Entonces, una noche, se abrió la puerta corredera de su dormitorio.
– Ven conmigo, Akiko -susurró Kaoru-. Tengo una sorpresa para ti.
Lo acompañó entusiasmada y salieron a la cálida noche veraniega. Cogida de la fuerte mano de Kaoru, sentía una creciente emoción que no alcanzaba a comprender. La llevó a los establos. Los caballos se agitaron al oírlos llegar. El corazón de Akiko dio un vuelco cuando Kaoru la condujo a un compartimento vacío, donde la luna que entraba por la ventana abierta iluminaba el suelo cubierto de paja. Los ojos de Kaoru brillaban con una extraña intensidad.
– ¿Me quieres, Akiko-chan?
– Eh… Sí. -Retrocedió, nerviosa.
Kaoru le cerró el paso hacia la puerta, sonrió y le acarició el pelo.
– No tengas miedo. -Le recorrió el cuerpo menudo con las manos-. Tan joven. Tan hermosa.
Se le escapó un gemido gutural.
– Qui… quiero volver a casa -dijo Akiko, encogiéndose ante su contacto.
Él le desató la faja y le arrancó el quimono. Se abalanzó sobre ella, jadeando como un perro.
– ¿Qué haces, oji-san ? ¡Para, por favor!
Atrapada entre él y la paja, Akiko olió su sudor entremezclado con el intenso hedor a estiércol de caballo. Le apestaba el aliento a licor. Forcejeó, y Kaoru le dio un bofetón.
– No te resistas -bramó con voz áspera-. ¡Esto es lo que estabas pidiendo, y ahora lo vas a tener!
Cuando le separó las piernas, Akiko sintió el golpe de su rígida entrepierna. Gritó aterrorizada. La paja le arañaba la piel; su peso la aplastaba. Había oído historias de niñas campesinas, e incluso de parientes de su sexo, violadas por hombres de su clan, pero jamás se había imaginado que pudiera pasarle a ella. Volvió a gritar:
– ¡Socorro!
Kaoru le dio otra bofetada, más fuerte.
– Cállate o te mato.
Después la penetró.
Akiko sintió un dolor abrasador entre las piernas, como si la hubieran atravesado con una espada. Con cada nueva acometida el filo se le hundía más adentro. Akiko estaba cegada por la agonía; sollozaba en silencio. Los caballos se encabritaban y piafaban. La tortura siguió y siguió. Después Kaoru dio un grito. Se retiró y el dolor mitigó. A través de las lágrimas, Akiko lo vio levantarse de encima de ella.
– Oh, no -dijo él, al ver sus manos, su ropa y la paja. Estaba cubierto por una sustancia oscura. Akiko entrevió que era sangre: la suya-. Si le cuentas esto a alguien, te mataré -dijo Kaoru con voz tomada por el pánico-. ¿Me entiendes? ¡Te mataré!
Más tarde, Akiko tuvo vagos recuerdos de yacer desfallecida entre la paja hasta que alguien la encontró por la mañana; de médicos que la obligaban a tragar una amarga medicina. Al cabo de un tiempo se recuperó, pero no del todo. Entre las piernas y en la parte baja de su vientre, donde una vez sintiera placenteros hormigueos durante sus fantasías románticas, el tejido de cicatrización había borrado la sensibilidad.
El tío Kaoru se quedó en la mansión. Akiko jamás dio parte de lo que le había hecho. Si alguien lo suponía, nadie lo castigó nunca. Akiko pasaba los días escondida a solas en su dormitorio con las persianas bajadas. Después, Kaoru partió de repente hacia la provincia de Tosa. El alivio aligeró el peso del terror del que era prisionera. Salió al jardín por primera vez en dos meses. Mientras estaba allí plantada, parpadeando al sol, alguien se puso a su lado.
– Hola, prima.
Dio un respingo involuntario al oír una voz masculina. Después reconoció a su primo de dieciséis años, Shigeru, primogénito del daimio. Aunque los dos habían convivido en la mansión toda su vida, apenas lo conocía: el futuro señor de la provincia de Tosa estaba demasiado ocupado para perder el tiempo con niñas. Akiko vio que aquel esbelto joven de pose abandonada y ojos y boca suaves y húmedos carecía de la brutalidad masculina que tanto temía, pero su rango la intimidaba.
– Vi lo que pasó en el establo. Se lo dije a mi padre, y él echó al tío Kaoru -dijo Shigeru, y le dedicó una sonrisa pícara y obsequiosa-. Pensé que te gustaría saberlo.
Akiko estaba abrumada por la gratitud. Sin que se lo pidiera, la había ayudado cuando a nadie más le importaba. A partir de aquel momento, consagró su vida a Shigeru. Ella necesitaba alguien al que adorar; él necesitaba devoción incondicional. Se hicieron inseparables, y él pasó a ser el beneficiario de su amor. Bajo su protección, Akiko estaba a salvo de otros hombres. El le confiaba sus pensamientos más íntimos: su aversión por la responsabilidad; sus sueños de una vida tranquila consagrada al placer. Y jamás trató de tocarla. Pronto descubrió su pasatiempo favorito: espiar a las mujeres.
Siempre ansiosa por complacer, Akiko ayudó a Shigeru a entrar a escondidas en las dependencias de las mujeres para que pudiera verlas desvestirse y bañarse. El se estimulaba mientras ella montaba guardia. Akiko adivinó que Shigeru debía de haber reparado en su fijación por Kaoru y que los había seguido hasta el establo aquella noche, donde había disfrutado al observar la agresión en lugar de detenerlo. También sabía que Shigeru se había dado cuenta de las ventajas de desviar su devoción hacia él. Mas nunca admitió que él la estuviera utilizando. Lo amaba; lo necesitaba. Por tanto, tenía que hacer todo lo necesario para conservar su amistad.
Pasaron ocho años. Cuando Akiko maduró, la terrorífica perspectiva del matrimonio se cernió sobre ella. No soportaba la idea de dejar a Shigeru, de vivir con un desconocido que tocara su cuerpo. La agresión le había causado daños físicos permanentes: el periodo le acarreaba calambres agónicos; tal vez nunca pudiera concebir niños. Sin embargo, ese posible defecto no iba a salvarla. Ni una palabra de su lesión había sobrepasado los confines de su familia directa; sus padres no querían echar a perder sus posibilidades de un enlace ventajoso.
Entonces murió el padre de Shigeru, y él se convirtió en daimio. El clan había aplazado su matrimonio con la esperanza de unirse con algún poderoso clan samurái, pero el bajo linaje de los Miyagi no atrajo a casaderas que valieran la pena; en consecuencia, el clan decidió consolidar sus activos casando a Shigeru con una joven de su propia familia. La rama de Akiko era la que le seguía en la línea sucesoria, y ella, la hija mayor. Shigeru se casó con su prima.
Akiko no cabía en sí de gozo. Viviría definitivamente bajo la protección de un esposo que no le impondría sus atenciones físicas.
– El matrimonio no tiene por qué cambiar las cosas entre nosotros -le dijo Shigeru-. Sigamos como siempre y ya está.
Modificaron la casa para adecuarla a sus gustos. Shigeru envió a la mayoría de los familiares y vasallos a sus posesiones de la provincia de Tosa. Akiko despidió a casi todas las sirvientas. Cuando no estaban inmersos en la búsqueda de gratificación sexual para Shigeru, preferían la poesía y la música a los placeres de sociedad. Durante los meses que Shigeru pasaba en Tosa cada año, Akiko se consumía de añoranza. Como esposa de un daimio, perdió parte de su miedo a los hombres y cobró cierto aire de autoridad, pero sólo se sentía de verdad segura, o feliz, cuando Shigeru estaba con ella.