La última tarea del día que Sano debía desempeñar era atender los informes presentados por su cuerpo de detectives. En su despacho, los hombres relataban los progresos en su caza del traficante de venenos y la inspección del Interior Grande. Habían sondeado a doctores y farmacéuticos, sin resultado hasta el momento; las preguntas a las residentes de las dependencias de mujeres y los registros de las habitaciones se habían mostrado infructuosos a la hora de revelar datos o pruebas de utilidad. Sano dio órdenes de que se reanudara el trabajo al día siguiente y asignó un equipo para seguir la pista del frasco de tinta y la carta desde la mansión Miyagi hasta la dama Harume. Luego los detectives abandonaron la habitación y dejaron solos a Sano y a Hirata para que pusieran en común sus pesquisas.
– La jefatura de policía me ha dado una posible pista sobre el vendedor ambulante -dijo Hirata-, un viejo que vende afrodisíacos por toda la ciudad. Estoy usando a uno de mis confidentes, la Rata.
Sano asintió en señal de aprobación. Aquel vendedor de drogas podría haber suministrado la toxina para flechas que mató a Harume, y conocía sobradamente las habilidades de la Rata.
– ¿Y qué hay de la dama Ichiteru?
Hirata hurtó la mirada.
– He hablado con ella. Pero… todavía no tengo un informe definitivo.
Parecía distraído, y en sus ojos brillaba una intensidad peculiar. A Sano le preocupaban las evasivas de Hirata, así como su fracaso para obtener información de un sospechoso importante. Pese a todo, odiaba reprender a Hirata.
– Supongo que mañana será suficiente para acabar de interrogar a la dama Ichiteru -dijo.
Su voz debía de haber reflejado algo de duda, porque Hirata saltó a la defensiva.
– Ya sabéis que no siempre es posible obtener toda la información de alguien a la primera. -Se retorcía las manos-. ¿Preferiríais interrogar vos mismo a la dama Ichiteru? ¿No confiáis en mí? ¿Por lo de Nagasaki?
Sano recordó cómo su inclinación por afrontar todos los retos a solas en esa ciudad casi acaba con él, y que la capacidad y lealtad de Hirata le habían salvado la vida.
– Por supuesto que confío en ti -dijo Sano. Para cambiar de tema, le describió el reconocimiento del cadáver de la dama Harume y sus entrevistas con el teniente Kushida y los Miyagi-. Mantendremos en secreto el embarazo hasta que haya informado al sogún. Entre tanto, trata de descubrir con discreción quién sabía o suponía que Harume estaba preñada.
– ¿Creéis que ella lo sabía? -preguntó Hirata.
Sano meditó.
– Parece que al menos lo sospechaba. Mi teoría es que no notificó su embarazo porque no estaba segura de quién era el padre, o de si el sogún reconocería al niño como suyo. -Sano notó que Hirata tenía la vista perdida en vez de escucharle-. ¿Hirata?
Hirata se sobresaltó y se ruborizó.
– ¡Sí, sosakan-sama! ¿Hay algo más?
Si el comportamiento de Hirata no volvía pronto a la normalidad, pensó Sano, iban a tener que hablar en serio. Pero, en ese momento, lo único que Sano deseaba era ver a Reiko.
– No, nada más. Te veré mañana.
– ¿Cómo, que no está en casa? -preguntó Sano al criado que lo recibió en los aposentos privados de la mansión con la noticia de que Reiko había salido por la mañana y todavía no había vuelto-. ¿Adónde ha ido?
– No lo quiso decir, amo. Sus escoltas enviaron recado de que la habían llevado a varios puntos de Nihonbashi y Ginza. Pero no sabemos qué hacía.
Una sospecha desagradable tomó forma en la cabeza de Sano.
– ¿Cuándo volverá?
– Nadie lo sabe. Lo siento, amo.
Irritado por el aplazamiento de su velada romántica, Sano se dio cuenta de que estaba hambriento: no había comido desde el mediodía, un cuenco de fideos en casa de su madre después de la entrevista con el teniente Kushida. Además, necesitaba limpiar de su mente el recuerdo de la disección.
– Que me preparen el baño y me traigan la cena -ordenó al sirviente.
Ya bañado, vestido con ropa limpia y cómodamente instalado en el salón cálido e iluminado por las lámparas, Sano trató de comer su cena a base de arroz, pescado al vapor, verduras y té. Pero su enfado con Reiko pronto se convirtió en preocupación. ¿Le habría pasado algo malo?
¿Lo habría abandonado?
Perdido el apetito, Sano dio vueltas por la habitación. Se le ocurrió que así debía de ser el matrimonio para las mujeres: esperar en casa el regreso de su esposo, temerosas e inquietas. De repente entendió que Reiko se rebelase contra el modo de vida que le había caído en suerte. Pero el enfado lo privaba de comprensión. Aquello no le gustaba, ¿cómo se atrevía a tratarlo así? Durante la hora siguiente, su furia alternó con una creciente preocupación. Se imaginaba a Reiko atrapada en un edificio en llamas o asaltada por forajidos. Ensayó en su cabeza la reprimenda que iba a dirigirle cuando llegara a casa.
Entonces oyó ruido de cascos en la puerta. El corazón le dio un vuelco con alivio y furia simultáneos. ¡Por fin! Salió corriendo hacia la entrada. Allí llegaba Reiko, acompañada de su cortejo. El viento frío le había conferido una intensa chispa en los ojos y le había desprendido unos cuantos mechones del peinado. Estaba absolutamente encantadora, y satisfecha consigo misma.
– ¿Dónde has estado? -preguntó Sano-. No tendrías que haber salido sin mi permiso, y sin dejar constancia de tu paradero. ¡Explica qué has estado haciendo hasta tan tarde!
Los criados, ante el panorama de una disputa conyugal, se esfumaron. Reiko se cuadró y adelantó su delicada mandíbula.
– He estado investigando el asesinato de la dama Harume.
– ¿Después de que te ordenase que no?
– ¡Sí!
A pesar de su enfado, Sano admiraba la entereza de Reiko. Una mujer más débil le habría mentido para evitar la reprimenda en vez de plantarle cara. Su atracción por ella cargó el aire del oscuro pasillo de chispas invisibles. Y notaba que ella también lo sentía. El recato rompió la mirada impasible de Reiko; se llevó la mano al pelo para arreglárselo; se tocó el diente mellado con la lengua. Sano se sintió excitado contra su voluntad. Se obligó a reír con sarcasmo.
– Investigando, ¿cómo? ¿Qué puedes hacer tú?
Con las manos entrelazadas y las mandíbulas firmes en un rígido autocontrol, Reiko dijo:
– No tengas tanta prisa por reírte de mí, honorable esposo -dijo con voz cargada de desdén-. He ido a Nihonbashi a ver a mi prima Eri. Es funcionaria de palacio en el Interior Grande. Me dijo que sorprendieron al teniente Kushida en la habitación de la dama Harume dos días antes del asesinato. La dama Ichiteru amenazó con matar a Harume en una pelea que tuvieron en el templo de Kannei.
Se rió ante la cara de sorpresa de Sano.
– No lo sabías, ¿verdad? Sin mí nunca te habrías enterado, porque acallaron los dos incidentes. Y Eri cree que alguien le arrojó una daga a Harume y trató de envenenarla el verano pasado. -Reiko describió los sucesos, y añadió-: ¿Cuánto hubieses tardado tú en descubrirlo? Necesitas mi ayuda. ¡Admítelo!
Aquel hallazgo situaba al teniente Kushida en la habitación de la dama Harume el día en que los Miyagi le enviaron el frasco de tinta. Kushida podría haber leído la carta y ver la oportunidad perfecta para administrar el veneno con el que ya tenía planeado asesinarla. Reiko también había confirmado el odio a Harume de la dama Ichiteru. Sano estaba impresionado por su habilidad, y furioso por su falta de remordimientos.
– Unos cuantos hechos sueltos no resuelven un caso -le espetó, aunque sabía que a veces sí-. ¿Y cómo puedo estar seguro de que tu prima es un testigo de fiar o de que sus teorías son correctas? Me has desafiado, y te has puesto en peligro por nada.
– ¿Peligro? -Reiko frunció el entrecejo, confusa-. ¿Qué podría pasarme sólo por hablar y escuchar?
Aún más airado por la actitud desafiante de su mujer, Sano perdió la clemencia por su sensibilidad femenina.
– Cuando era comandante de la policía tenía un secretario, un hombre aún más joven que tú. -La voz de Sano enronqueció al recordar la inocencia infantil de Tsunehiko-. Murió en una posada con la garganta rebanada, en un charco de sangre. No hizo nada para merecer la muerte. Su único error fue acompañarme en una investigación de asesinato.
Reiko abrió los ojos, estupefacta.
– Pero… tú todavía estás bien. -Su tono atrevido se había convertido en un murmullo dubitativo.
– Sólo por gracia de los dioses -replicó Sano-. Me han atacado con estocadas, disparos, emboscadas y palizas más veces de las que puedo recordar. Así que créeme cuando te digo que el trabajo de detective es peligroso. ¡Podrías acabar muerta!
Reiko lo miró fijamente.
– ¿Todo eso te pasó mientras investigabas crímenes y atrapabas asesinos? -dijo con voz lenta y despojada de desdén-. ¿Te jugaste la vida para hacer lo correcto, aun a sabiendas de que había quien te mataría para impedirlo?
La novedosa admiración de su mirada atribuló más a Sano que su anterior rebeldía. Sin habla, asintió.
– No lo sabía. -Reiko dio un paso titubeante hacia él-. Lo siento.
Sano estaba paralizado, incapaz incluso de respirar. Percibía en aquella joven mujer una devoción por la verdad y la justicia a la altura de la suya, una voluntad de sacrificarse por principios abstractos, por el honor. Aquella afinidad de espíritu era una base irrefutable para el amor. Saberlo lo emocionaba y lo llenaba de terror.
Pero la cara de Reiko brillaba con el jubiloso reconocimiento del mismo hecho. Tendió una esbelta mano hacia él.
– Entiendes cómo me siento -dijo en respuesta a su intercambio silencioso. La pasión exaltaba su belleza-. Trabajemos y sirvamos juntos al honor. ¿Juntos podemos resolver el misterio del asesinato de la dama Harume!
¿Cómo sería, se preguntaba Sano, toda aquella pasión dirigida a él en el dormitorio? La idea lo mareaba. La perspectiva de tener una compañera que compartiera su misión era casi irresistible. Anhelaba tomar la mano que le ofrecía.
Pero no podía conducir a su esposa a la peligrosa telaraña de su profesión. Y conocía sus propios defectos, que no quería fomentar en ella. ¿Cómo iba a vivir con alguien tan cabezota, temerario y decidido como él? Todavía acariciaba el sueño de una esposa sumisa y un hogar pacífico.
– Ya has oído mis motivos para querer que te mantengas apartada de asuntos que no son de tu incumbencia. He tomado una decisión, y es definitiva.