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Reiko dejó caer la mano. El dolor extinguió su resplandor como un velo arrojado sobre una lámpara, pero su determinación no flaqueó.

– ¿Por qué no puedo disponer de mi vida para arriesgarla si eso es lo que quiero, y por qué mi honor ha de significar menos que el tuyo por ser una mujer? -exigió-. También yo llevo sangre samurái en las venas. En siglos pasados habría cabalgado a tu lado en la batalla. ¿Por qué ahora no?

– Porque así son las cosas. Tu deber es para conmigo, y espero que lo cumplas aquí, en casa. -Sano era consciente de sonar pomposo, pero hablaba con total sinceridad-. Que hicieras otra cosa no sería más que un desprecio egoísta y deliberado a tus responsabilidades familiares.

Reparó en lo irónico de la situación. ¡Que él, que tantas veces había puesto en peligro sus deberes familiares por causas personales, criticase a Reiko por hacer lo mismo! Vaciló y retomó como pudo el hilo de la discusión.

– Ahora dime para qué has ido a Ginza. ¿Más cotilleos de mujeres?

– Si vas a despreciar mi trabajo, no mereces saberlo. -La voz melódica de Reiko revestía un núcleo de acero; su expresión era no menos fría y dura-. Y si no quieres mi ayuda en la investigación, entonces no tiene importancia. Ahora te ruego que me disculpes.

Cuando pasó por su lado, Sano experimentó una inmediata sensación de pérdida. Y no podía dejar que ella dijera la última palabra.

– Reiko. Espera.

La agarró del brazo. Ella lo fulminó con la mirada y dio un tirón. La manga se soltó con un sonoro desgarrón. Después se fue y dejó a Sano con un largo retazo de seda en la mano.

Sano la miró durante un momento. Después arrojó el trozo de manga al suelo. Su matrimonio iba de mal en peor. Se fue indignado a su habitación. Se vistió para salir a la calle, puso las espadas al cinto y llamó a un criado.

– Que ensillen mi caballo.

No podía resolver solo sus problemas. Por tanto, tendría que consultar a la única persona capaz de ayudarlo con Reiko, y que también podía disponer de información vital relativa a la investigación del asesinato.

– Buenas noches, Sano-san. Entrad, os lo ruego.

El magistrado Ueda, sentado en su despacho, no parecía sorprendido por la llegada intempestiva de Sano. Sobre su escritorio las lámparas iluminaban recado de escribir, documentos oficiales y papeles sueltos: era evidente que estaba adelantando trabajo. Le indicó a Sano que se arrodillase frente a él y se dirigió al criado que lo había hecho pasar a la mansión:

– Preparad té para mi honorable yerno.

El nerviosismo y la vergüenza atenazaban el estómago de Sano. No estaba acostumbrado a pedir ayuda sobre problemas personales. Sus apuros con Reiko ponían de manifiesto una incompetencia de lo más embarazosa; un samurái de alto rango debería ser capaz de tener a raya a una simple mujer. La petición de consejo reflejaba una debilidad que no quería revelar a su suegro, al que respetaba pero apenas conocía. Sano buscaba las palabras para obtener ayuda sin perder el tipo.

El magistrado Ueda le ahorró el esfuerzo.

– Es por mi hija, ¿no? -Ante el gesto de asentimiento de Sano, sus rasgos adoptaron una expresión de inexorable simpatía-. Me lo imaginaba. ¿Qué ha hecho esta vez?

Animado por la franqueza del magistrado, Sano se desahogó y le contó toda la historia.

– Conocéis a Reiko. Os ruego que me digáis lo que tengo que hacer.

El criado les llevó el té. El magistrado Ueda frunció el entrecejo y adoptó el tono autoritario que empleaba en el Tribunal de Justicia.

– Mi hija es tan inteligente y tenaz que debéis controlarla con mano firme y mostrarle quién manda, ¿eh?

Después suspiró y retomó su voz habitual.

– ¿Quién soy yo para hablar? Yo, que siempre me he plegado a los deseos de Reiko. Sano-san, me temo que habéis acudido para que os dé consejo a la persona equivocada.

Se miraron a la cara con atribulada comprensión: magistrado de Edo y muy honorable investigador, desconcertados por la mujer que los unía. De repente eran amigos.

– Entre los dos tendríamos que ser capaces de encontrar una respuesta al problema -dijo el magistrado Ueda, entre sorbo y sorbo de té-. Siempre he cedido con Reiko porque no quería quebrantar su espíritu, el cual admiro a mi pesar. -Un centelleo jocoso iluminó su mirada al ver la sonrisa sardónica de Sano-. Ah, veo que no soy el único. Tal vez ahora os corresponda renunciar a vos. ¿Por qué no asignarle una parte fácil y segura de vuestro trabajo, como llevar la documentación?

– No se conformará con eso -dijo Sano con convicción-. Quiere ser detective. Y no se le da mal -admitió a regañadientes.

Cuando le refirió los hallazgos de Reiko, al magistrado se le iluminó el rostro de orgullo paterno.

– Entonces debe de haber otra cosa que pueda hacer. Unas indagaciones más encubiertas, como las que ha realizado hoy, pueden resultar muy útiles, ¿eh?

Todos los instintos de Sano se sublevaban ante aquella alternativa.

– ¿Qué pasa si el asesino la considera una amenaza y la ataca cuando no esté yo cerca para protegerla?

A pesar de su enfado con su mujer, la idea de perder a Reiko lo llenaba de horror. Se estaba enamorando de ella, descubrió con tristeza, y no albergaba muchas esperanzas de ser correspondido, pero se negaba a renunciar al control sobre su casa.

– Vuestra naturaleza obstinada es un obstáculo en el camino hacia un matrimonio feliz -dijo el magistrado Ueda-. Reiko tendrá que someterse si la forzáis a obedecer, pero jamás os amará ni os respetará. Por tanto, me temo que es necesario un compromiso de vuestra parte.

Sano suspiró.

– De acuerdo. Intentaré pensar en algo que Reiko pueda hacer.

Entonces se acordó del otro motivo por el que había ido a ver a su suegro.

– Tenía la esperanza de que pudierais proporcionarme algunos antecedentes de los sospechosos del asesinato. -Cualquier delito o denuncia contra ellos en el pasado estaría registrado en los documentos oficiales del tribunal. A pesar de todos los problemas matrimoniales de Sano, su boda le había aportado un indiscutible beneficio: el contacto con el magistrado Ueda-. ¿Han tenido problemas con anterioridad el teniente Kushida, la dama Ichiteru o el caballero y la dama Miyagi?

– Esta mañana, cuando me he enterado de que Kushida e Ichiteru eran sospechosos, he comprobado si tenían antecedentes -replicó el magistrado Ueda-. No hay nada sobre ellos. Sin embargo, el caso de los Miyagi es distinto. Recuerdo un incidente sucedido hace cuatro años. La hija de un guardia desapareció de la mansión vecina a la de los Miyagi. Los padres de la chica afirmaban que el caballero Miyagi era el responsable. La había atraído hasta su casa y había intentado seducirla, decían, para después matarla cuando se resistió.

Sano sintió un cosquilleo de emoción en el pecho. Quizá el daimio seguía las costumbres de sus crueles ancestros. Quizá había envenenado a la chica, y después a Harume, por negarse a realizar los actos que les pedía.

– ¿Qué sucedió?

– Unos días después recuperaron el cuerpo de la chica de un canal. La policía fue incapaz de dictaminar cómo había muerto. No se presentaron cargos contra el caballero Miyagi. El caso sigue sin resolver. -El encogimiento de hombros del magistrado Ueda manifestaba un arraigado cinismo-. Así funciona la ley.

– Sí -dijo Sano-. La palabra de un simple soldado no tendría ninguna posibilidad contra la influencia del daimio.

– La influencia es una amenaza formidable, Sano-san. -El magistrado le dirigió una mirada penetrante-. Poco después de la muerte de su hija, los servidores del caballero Miyagi expulsaron al guardia de la ciudad. No pudo conseguir otro puesto. Él y su mujer murieron en la miseria. El bakufu ni los protegió, ni castigó a Miyagi.

Sano tomó una decisión.

– Hay algo que quiero contaros acerca del asesinato, algo muy delicado. ¿Me prometéis mantenerlo en el más estricto secreto?

Ante el asentimiento del magistrado Ueda, Sano le habló del embarazo de Harume. Con el entrecejo fruncido, el magistrado caviló, vaciló y dijo:

– Dado el embarazo de la dama Harume, ahora el caso de asesinato está potencialmente relacionado con la sucesión del poder. Vuestra investigación podría implicar a ciudadanos poderosos que desean debilitar el dominio de los Tokugawa quebrantando la línea de sucesión. Los señores externos, por ejemplo. O el responsable de muchos de vuestros problemas pasados.

«El chambelán Yanagisawa.» Al recordar su extraño comportamiento del último encuentro, Sano se preguntó con desasosiego si sería una señal de la implicación del chambelán en el asesinato. Al principio aquel caso había parecido sencillo. Ahora lo amilanaba la perspectiva de desvelar una conspiración de gran alcance.

– Respeto vuestra habilidad y vuestros principios -dijo el magistrado Ueda-. Pero guardaos de hacer acusaciones graves contra sospechosos influyentes. Si soliviantáis a las personas equivocadas, tal vez ni vuestro rango os proteja. -Otra pausa enfática-. Me preocupa mi hija tanto como vos. Prometedme que no la pondréis en peligro de modo temerario.

En la guerra y en la política, a menudo los enemigos atacaban a los parientes.

– Lo prometo -dijo Sano, sintiendo las tensiones opuestas del honor y la integridad profesional, la prudencia y las consideraciones familiares. Hizo una reverencia-. Gracias por vuestro consejo, honorable suegro. Mis disculpas por molestaros a tan avanzada hora. Será mejor que vuelva a casa y os permita retomar vuestro trabajo.

– Buenas noches, Sano-san. -El magistrado Ueda hizo una reverencia-. Haré todo lo que esté en mi mano para ayudaros a resolver el asesinato con el mínimo perjuicio para nuestras familias. -Después sonrió con sorna-. Y buena suerte con Reiko. Si conseguís domarla, sois más hombre que yo.

Faltaban dos horas escasas para la medianoche cuando Sano regresó al castillo de Edo. Por entre las colinas soplaba un viento otoñal ribeteado de escarcha. Una acre humareda de carbón brotaba de millares de braseros. La negra bóveda estrellada del cielo trazaba un arco sobre la ciudad dormida. Sano, arropado en su gruesa capa mientras avanzaba a caballo por el laberinto de pasajes amurallados del castillo, se sentía también más que dispuesto para el sueño. Había sido una jornada larga y agotadora, con la promesa de otra igual al día siguiente. Ansioso por una cama caliente, Sano entró en su calle de las dependencias funcionariales del castillo.

Intuyó el peligro momentos antes de que su vista captase la causa. La zona estaba completamente a oscuras, aunque tendrían que haberse visto luces en las puertas de cada mansión. El barrio parecía anormalmente tranquilo y desierto. ¿Dónde estaban los centinelas y las patrullas de guardia?

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