Tras dejar el teatro de marionetas Satsuma-za, Hirata cabalgó sin rumbo por la ciudad. Transcurrieron las horas mientras revivía cada minuto pasado con la mujer que deseaba pero que jamás tendría. No podía pensar en nada que no fuera la dama Ichiteru.
Al final, pese a todo, su excitación física remitió lo suficiente para que cobrara conciencia de sus acciones. En lugar de trabajar en la investigación del asesinato, había perdido una mañana entera en ensoñaciones sin futuro. Y había viajado inadvertidamente hasta su antiguo territorio: la jefatura de policía, situada en la esquina meridional del distrito administrativo de Edo. Al ver los conocidos y altos muros de piedra y el aluvión de doshin, presos y agentes que atravesaban las custodiadas puertas, Hirata recobró el sentido común. Se dio cuenta de lo que había sucedido, y se maldijo por estúpido.
La dama Ichiteru había evitado responder a todas sus preguntas. ¿Cómo iba a explicarle a Sano que había fracasado al indagar si Ichiteru tenía móvil y oportunidad para el asesinato de la dama Harume? Había estropeado por completo el crucial interrogatorio de un sospechoso importante. Ahora era capaz de admitir que las evasivas de Ichiteru manifestaban su culpabilidad. Además, pensó Hirata con abatimiento, una mujer de su clase no coquetearía con un hombre de la suya, si no fuera por motivos poco escrupulosos.
Aun así, reconocerlo no hacía que dejara de desearla, ni de esperar que fuera inocente, y que ella también lo deseara a él. Aunque temía otro episodio de fracaso y humillación, anhelaba verla de nuevo. ¿Debería volver al teatro y exigirle respuestas claras? Sus entrañas bullían de sangre caliente ante la idea de estar con Ichiteru y acabar lo que habían empezado. A regañadientes decidió que no se hallaba en condiciones de conducir un interrogatorio objetivo; antes tenía que recuperar el control sobre sus sentimientos. Además, Hirata tenía otras pistas que investigar aparte de la dama Ichiteru. Por fortuna, sus instintos de detective lo habían llevado al lugar adecuado.
Entró en el complejo de la policía. Después de darle su caballo a un mozo de cuadras, cruzó el patio rodeado por los barracones que una vez habitara como doshin y entró en el edificio principal, una laberíntica estructura de madera. En la sala de recepción, los agentes firmaban su entrada o salida de servicio y entregaban delincuentes. Desde una plataforma elevada, cuatro empleados despachaban mensajes y atendían a los visitantes.
– Buenos días, Uchida-san -saludó Hirata al empleado jefe.
Uchida, un hombre mayor de rostro bonachón, le dedicó a Hirata una sonrisa de bienvenida.
– Bueno, bueno, mira a quién tenemos aquí. -La comisaría siempre era una fuente de información y Uchida, por cuyo despacho pasaba toda esa información, había demostrado muchas veces ser un valioso confidente-. ¿Cómo va la vida en el castillo de Edo?
Tras el intercambio de cortesías, Hirata le expuso el motivo de su visita.
– ¿Algún informe sobre un viejo mercachifle que vende drogas raras?
– Nada oficial, pero he oído un rumor que a lo mejor te interesa. Algunos jóvenes de familia rica de mercaderes de los distritos de Suruga, Ginza y Asakusa supuestamente han localizado una substancia que induce trances y hace que el sexo sea más divertido. Como no hay ninguna ley que lo prohíba, y los consumidores no sufren ni causan ningún daño, la policía no ha arrestado a nadie. Se dice que el traficante es un hombre con el pelo blanco y sin nombre. -Uchida soltó una risilla-. Es a él a quien buscan los doshin, sobre todo, creo, para probar ellos la droga.
– Un hombre con pociones de placer también podría tener venenos -dijo Hirata-. Parece que podría tratarse del que ando buscando. Si se llega a saber algo de su paradero, házmelo saber.
– Encantado, si tú me recomiendas a tus amigos importantes cuando repartan los ascensos. -Uchida le guiñó un ojo.
Hirata salió de la jefatura, montó su caballo frente a la puerta… y pensó de inmediato en la dama Ichiteru. Se obligó a concentrarse en el trabajo que tenía entre manos. Suruga, Ginza y Asakusa estaban separados por una considerable distancia; al parecer el traficante anónimo de drogas cubría todo Edo, y a esas alturas ya podría haberse trasladado. En vez de entrevistarse con los doshin que lo habían denunciado, Hirata iba a explotar otra mejor, si bien no oficial, fuente de información.
Tal vez la actividad le hiciera olvidar a la dama Ichiteru.
El gran arco de madera del puente de Ryogoku salvaba el río Sumida y unía Edo con los distritos rurales de Honjo y Fukagawa, en las orillas orientales. Por debajo del puente, balsas y botes de pesca surcaban el agua, un espejo reluciente que reflejaba el vívido follaje otoñal de las orillas y el azul del cielo. Repicaban las campanas de los templos con tañidos que vibraban sonoros en el aire despejado.
Los cascos de la montura de Hirata resonaron en los tablones de madera del puente cuando se incorporó al torrente de tráfico que se dirigía al extremo opuesto; una zona conocida como Ryogoku Honjo Muko («Ryogoku del Otro Lado»), que se había desarrollado en años recientes a medida que la población de Edo desbordaba el abarrotado centro urbano. Habían drenado las marismas, y ahora la ribera estaba jalonada de almacenes y embarcaderos. A la sombra del templo del Desamparo -erigido sobre el lugar de sepultura de las víctimas del gran incendio ocurrido hacía treinta y tres años- había surgido un floreciente barrio mercantil. Ryogoku Honjo Muko se había convertido también en un popular enclave de diversión. Campesinos y ronin acudían en masa al amplio cortafuegos y frecuentaban salones de té, restaurantes, tugurios de cuentacuentos y garitos donde los hombres jugaban a las cartas, apostaban a las carreras de tortugas o tiraban flechas a una diana para ganar premios. Escabrosos carteles con animales salvajes anunciaban una casa de fieras. Los voceadores gritaban señuelos; los buhoneros vendían dulces, juguetes y fuegos artificiales. Hirata se encaminó hacia una popular atracción, donde se había congregado una gran multitud frente a una plataforma elevada. Sobre ella había un hombre de aspecto extraordinario.
Llevaba un quimono azul, calzas de algodón, sandalias de esparto y una cinta roja en la cabeza. Un pelo negro y agreste recubría no sólo su cráneo sino todas las partes de su cuerpo que quedaban a la vista: mejillas, barbilla, cuello, tobillos, el dorso de las manos y de los pies y un poco de pecho en el escote de su quimono. Unas cejas pobladas casi tapaban sus ojos brillantes como cuentas de vidrio; una boca de dientes afilados sonreía desde su mostacho.
– ¡Entrad en la Casa de los Monstruos de la Rata! -gritaba, señalando una cortina que tenía detrás-. ¡Veréis al enano de Kanto y la Bodhisattva viviente! ¡Presenciaréis otras curiosidades asombrosas de la naturaleza!
La Rata no era menos anómalo que sus monstruos. Procedía de la remota isla septentrional de Hokkaido, donde, a causa de los fríos inviernos, a los hombres les cubría una capa de vello corporal. Los Ainu, como los llamaban, recordaban a los simios, eran muy primitivos y, por lo general, mucho más altos que el resto de los japoneses. Bajo y nervudo, la Rata debía de haber sido el enano de su tribu, y muy ambicioso. De joven, había llegado a Edo a buscar fortuna. Un mercader de tabaco lo había dejado vivir en la trastienda de su cuchitril, y cobraba a los clientes por dejar que lo vieran. Su semblante de roedor le había ganado su apodo; su visión para los negocios había convertido la oferta suplementaria del mercader en aquella afamada y lucrativa casa de los monstruos. Unos veinte años más tarde, la Rata ya era propietario del establecimiento, que había heredado a la muerte de su amo.
– ¡Adelante! -invitó-. ¡La entrada sólo cuesta diez zeni!
El público, monedas en mano, formó una cola delante de la cortina. La Rata bajó de un salto de la tarima para hacerlos pasar; su ayudante, un gigante de abultada musculatura, recogía el dinero de las entradas. Hirata se incorporó a la cola. Al ver sus manos vacías el gigante gruñó y frunció el entrecejo.
– Es a ti a quien vengo a ver -le dijo a la Rata.
– Ah, Hirata-san. -Los ojillos brillantes de la Rata adquirieron un destello de astucia codiciosa; se frotó las zarpas peludas-. ¿Qué puedo hacer hoy por vos?
– Necesito información.
La Rata, que campaba por Edo y sus provincias en continua búsqueda de nuevos monstruos, también recogía novedades. Complementaba sus ingresos con la venta de información selecta. Cuando era agente de policía, Hirata lo había atrapado durante una redada en un burdel ilegal, y la Rata había trocado su puesta en libertad por información, revelándole a Hirata el paradero de un forajido que llevaba años eludiendo a la policía de Edo. Desde entonces, Hirata lo había usado a menudo de confidente. Sus precios eran altos, pero el servicio era fiable.
– Será mejor que entréis -dijo la Rata. Hablaba con acento pueblerino y extranjero-. La función está a punto de empezar, y tengo que anunciar los números. Podemos hablar entre tanto.
Hirata lo siguió al interior del edificio, donde el público se agolpaba en una angosta habitación frente al telón bajado de un escenario. La Rata se encaramó a él. Ensalzó las maravillas que estaban a punto de presenciar y empujó a la muchedumbre a un frenesí ansioso y vocinglero; entonces anunció:
– ¡Y ahora os presento al enano de Kanto!
Se abrió el telón y apareció una figura grotesca, la mitad de alto que un hombre normal, con cabeza grande, cuerpo enano y extremidades cortas. Ataviado con chillones ropajes teatrales, entonó una canción de un popular drama kabuki. El público vitoreó. La Rata se unió a Hirata entre bastidores.
– Busco a un vendedor ambulante de drogas llamado Choyei -dijo Hirata, y le refirió la escasa información que disponía sobre el hombre.
La Rata exhibió una sonrisa asilvestrada.
– De modo que queréis saber quién vendió y quién compró el veneno que mató a la concubina del sogún. No es cosa fácil dar con alguien que no quiere que lo encuentren. Hay muchos escondrijos en Edo.
Hirata no se dejó engañar. La Rata siempre comenzaba las negociaciones haciendo hincapié en la dificultad de obtener determinada información.
– Treinta monedas de cobre si me lo encuentras para mañana -dijo Hirata-. Si es más tarde, veinte.
En el escenario, el enano acabó su canción.
– Disculpad -dijo la Rata. Saltó al escenario y anunció-: ¡ La Bodhisattva viviente!