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Sano desembarcó de la balsa que lo había transportado desde la otra orilla del río Sumida hasta Fukagawa, lugar de nacimiento de la dama Harume. Situado en la desembocadura del río, donde vertía sus aguas en la bahía de Edo, aquel arrabal se alzaba sobre antiguas marismas sepultadas por montones enormes de basura urbana y tierra excavada durante la construcción de los canales. Tras el gran incendio, muchos ciudadanos se habían trasladado allí para empezar de nuevo sus vidas. Sin embargo, Fukagawa estaba expuesto a los azares de su ubicación geográfica. Inundaciones, tifones y mareas altas ocasionaban grandes catástrofes. Con razón se consideraba que la zona traía mala suerte. Allí la dama Harume había dado el malaventurado inicio a una vida destinada a acabar dieciocho años después con su asesinato.

De camino hacia el centro de la población, Sano pasó por delante de almacenes que olían a madera de pino, aceite de sésamo y hoshika , un fertilizante hecho a base de sardinas. El humo de los hornos de sal de los estuarios del sur oscurecía la vista de Edo en la ribera de enfrente. El aire frío saturaba de humedad los pulmones. Un bullicioso distrito comercial bordeaba la avenida principal que llevaba al santuario de Tomioka Hachiman. En él estaba el Oka Basho, un barrio ilegal de mala reputación donde se prostituían las «aves nocturnas». Abundaban los salones de té y las tabernas, así como los excelentes restaurantes de marisco de Fukagawa.

Al oír que las campanas de los templos anunciaban el mediodía, Sano se dio cuenta de que tenía hambre. Entró en el Hirasei, un famoso restaurante situado justo enfrente de la puerta de torii del santuario. Comió un variado de sushi con verduras, arroz y trucha a la parrilla. Después llamó al propietario.

– Busco a una mujer llamada Manzana Azul. ¿Sabes dónde puedo encontrarla?

El dueño sacudió la cabeza.

– No conozco a nadie con ese nombre. Probad en los salones de té.

Eso hizo, con decepcionantes resultados: nadie había oído hablar nunca de Manzana Azul; nadie conocía a la dama Harume, si no era como víctima de un asesinato muy sonado. Sano se encaminó hacia el santuario de Hachiman. Su grandioso techo de tejas de cobre se cernía sobre las calles como un colosal casco de samurái; sus altos muros de piedra cobijaban el templo de Etai, cuyos sacerdotes registraban el censo de todos los habitantes del distrito. Si alguien podía llevar a Sano hasta Manzana Azul eran ellos.

– Su auténtico nombre era Yasuko -dijo el viejo sacerdote.

El y Sano se encontraban en el cementerio del templo de Etai, donde por fin había localizado a la madre de la dama Harume. Su lápida de piedra cubierta de musgo yacía en el área reservada a los indigentes. Ninguna flor adornaba aquellas tumbas. La hierba alta ocultaba los senderos raramente recorridos por visitantes. En el lugar se respiraba un aire de desolación sórdida y helada. Temblando bajo la capa, Sano escuchaba los recuerdos que el sacerdote tenía de Manzana Azul, muerta hacía doce años.

– Llegó en busca de asilo durante las inundaciones, y la recuerdo por su particular situación. La mayoría de las «aves nocturnas» no tienen a nadie que cuide de ellas. Sus clientes suelen ser pobres y sobre todo extranjeros más que habituales. Pero Yasuko era hermosa y estaba muy solicitada. Su nombre de profesión se debía al antojo azulado y con forma de manzana de su muñeca. Era una criatura confiada que a menudo se tatuaba el nombre de su amante de turno. Cuando preparé su cuerpo para la cremación encontré caracteres entintados entre sus dedos de las manos y de los pies.

Y su ejemplo había conducido a su hija Harume a la muerte.

– Yasuko se ganó el afecto de Jimba de Bakurocho cuando éste llegó a Fukagawa por asuntos de negocios -prosiguió el sacerdote-. Cuando nació la niña le enviaba dinero de forma regular. Entonces Manzana Azul enfermó. Perdió su belleza y, con ella, sus mejores clientes. Sirvió a antiguos criminales, incluso a algún eta para ganarse el arroz. Cuando murió me traje a la niña, que tenía seis años, a nuestro orfanato. Después me puse en contacto con Jimba. El se la llevó consigo a Bakurocho.

El sacerdote suspiró.

– A menudo me he preguntado qué fue de ella.

Cuando Sano se lo explicó, su rostro amable se ensombreció de pesar.

– Qué tragedia. Aun así, tal vez Harume disfrutó de una vida mejor y más larga que si se hubiera quedado en Fukagawa para ser un «ave nocturna» como su madre.

Sano jamás se había parado a pensar en las pocas ocupaciones disponibles para las mujeres. En aquel momento, con alarmante claridad, fue consciente de la estrecha gama de posibilidades de sus vidas: esposa, criada, monja, concubina, prostituta, mendiga. Había honor -y era posible que felicidad- en el matrimonio y la maternidad, pero ni siquiera esas alternativas abrían las puertas a la independencia, la erudición, las artes marciales, la aventura o los logros que hacían que la vida valiera la pena para los hombres. Pensó con inquietud en Reiko, luchando por sobrepasar los confines de la cultura japonesa, y en sus esfuerzos por contenerla. Los hombres establecían las reglas. Él mismo formaba parte de un sistema que había decretado la limitada existencia de su esposa.

Y de la dama Harume.

No era aquélla una reflexión exactamente agradable. Le dio las gracias al sacerdote y salió del templo. Aunque lamentaba el tiempo perdido en aquel viaje, no podía evitar sentir que había aprendido algo importante para el caso, y también para su agitado matrimonio.

El distrito de Bakurocho estaba al noroeste del castillo de Edo, entre el barrio mercantil de Nihonbashi y el río Kanda. Fue feria de caballos incluso antes de la fundación de la capital de los Tokugawa, y suministraba monturas a los treinta mil samuráis de Edo. Sano cabalgó por calles embarradas, entre criadores de caballos que arreaban a sus mercancías. Aquellas bestias lanudas y multicolores habían viajado desde los remotos pastos del norte para acabar siendo vendidas en los establos de los comerciantes de Bakurocho. En una regia mansión habitaban los administradores de los Tokugawa, que cuidaban de las tierras del sogún. Las rústicas tabernas acogían a los funcionarios de provincias que estaban de paso por la ciudad para comprar caballos o hacer negocios con los administradores. El famoso campo de tiro con arco servía de tapadera para un burdel ilegal. Bajos edificios de madera albergaban puestos de comidas, salones de té, un taller de guarnicionero y una herrería donde hombres fornidos martilleaban herraduras. Los porteadores acarreaban balas de heno mientras los barrenderos eta recogían estiércol. Sano giró por la tienda de un fabricante de bardas y desmontó frente a los establos de Jimba, cuya puerta estaba adornada con el emblema de un caballo al galope. Un asistente salió corriendo e hizo una reverencia.

– Buenos días, sosakan-sama. ¿Buscáis una montura nueva?

– He venido a ver a Jimba -anunció Sano.

– Por supuesto. Pasad.

El asistente cogió las riendas de su caballo y abrió la marcha hacia el interior del complejo de establos más grande de Bakurocho. La hermosa mansión familiar de los Jimba estaba coronada por varios tejados a dos aguas; tenía dos pisos de prístinas paredes de yeso blanco, ventanas de celosía y balcones con barandilla; las dependencias del servicio estaban al fondo. «A un mundo de distancia del suburbio de Fukagawa que viera nacer a Harume», pensó Sano. ¿Le habría resultado difícil adaptarse? Frente a la mansión se extendía el picadero. A su alrededor había muñecos de paja colgados de postes. A través de las puertas abiertas de las caballerizas se veía a los mozos que cepillaban a los animales. El asistente condujo a Sano a un compartimento donde tres samuráis contemplaban un semental gris rodado. Un hombre corpulento vestido con un quimono marrón y pantalones anchos lo sostenía por la cabeza.

– Se ve que está sano por el estado de su boca -dijo Jimba separando los labios para mostrar la enorme dentadura. Sus gruesos dedos se movían con la soltura que da la práctica. Cuando Sano se acercó, alzó la vista; su cara se iluminó al reconocerlo-. Ah, sosakan-sama. Me alegro de volver a veros.

A sus más de cuarenta años, Jimba parecía tan vigoroso como sus animales. Su cuello, como una gruesa y nervuda columna, soportaba su cabeza cuadrada. Su pelo, peinado hacia atrás desde las entradas y trenzado en la nuca, tan sólo presentaba unas pocas hebras canosas. Sano no discernía en sus rasgos toscos y su tez morena ningún parecido con la dama Harume.

Jimba sonrió, enseñando tres incisivos rotos: un recordatorio permanente de que una vez un caballo había podido con él.

– Felicidades por vuestro matrimonio. ¿Listo para ampliar vuestro clan? Ja, ja. ¿Qué puedo hacer por vos? -Dejó al asistente a cargo del cierre de la venta y acompañó a Sano por las hileras de compartimentos-. ¿Un buen caballo de carreras, tal vez? Para impresionar a vuestros amigos del castillo de Edo. Ja, ja.

A Sano nunca le había gustado el obsequioso comerciante ni sus familiaridades, pero compraba en su establecimiento por lo mismo que los otros samuráis acomodados: entendía de caballos. Siempre escogía animales fuertes y sanos a los que entrenaba para que fueran monturas rápidas y fiables. Daba buen género por un precio razonable y nunca trataba de hacer pasar un caballo del montón por un pura sangre.

– Mi visita se debe a tu hija -dijo Sano-. Como responsable de la investigación de su muerte, es mi deber hacerte algunas preguntas. Pero antes, te ruego que me permitas expresarte mis condolencias.

Jimba se acercó enfurecido a la valla que delimitaba el picadero y le dio un puñetazo, maldiciendo entre dientes. Su habitual expresión jovial dio paso al enojo mientras contemplaba a un trío de mozos que preparaban a un caballo para un paseo de prueba con guarnición de batalla completa. Fijaron una silla de madera a su lomo y engancharon la brida. Sano, que ya había sido testigo del dolor colérico de los padres de la víctima de un asesinato, dijo:

– Haré todo lo posible por entregar el asesino de Harume a la justicia.

Jimba rechazó las palabras de Sano con un gesto de la mano.

– Vaya una cosa. Ella se ha ido y nada va a devolvérmela. En esa chica derroché diez años de dinero y trabajo duro. Cuando murió la madre, la saqué de Fukagawa y la crié yo mismo. Le puse ropa bonita, contraté a tutores para que le enseñaran música, caligrafía y modales. Percibí su potencial, ¿sabéis?; conozco a las hembras, ya sean yeguas o mujeres. Ja, ja. -Jimba sonrió con orgullo-. Harume era la más guapa de mis tres hijas. Creció muy bien, para el gusto de los hombres, si me entendéis. Salió a la madre. Era mi mejor oportunidad de acercarme a los Tokugawa.

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