Un mapa pintado de Japón cubría toda una pared del despacho del chambelán Yanagisawa en palacio. En un océano azul intenso flotaban las grandes masas continentales de Hokkaido, Honshu, Shikoku y Kyushu, así como las islas más pequeñas. Los caracteres negros designaban ciudades; las líneas doradas definían las fronteras de las provincias señaladas en rojo; las rayas blancas representaban caminos; los picos marrones hacían las veces de montañas; los garabatos y manchas azules eran ríos y lagos; el verde significaba tierras de labranza. Yanagisawa estaba de pie frente a esa obra maestra, con una caja laqueada en las manos, llena de agujas de cabeza redonda de jade, marfil, coral, ónice y oro. Mientras esperaba a que el mensajero le llevase la noticia de que Sano había acusado a la dama Keisho-in de asesinato, planeaba su glorioso futuro.
En realidad, no esperaba que encarcelaran o ejecutaran a Keisho-in. El sogún jamás mataría a su madre ni propiciaría un escándalo semejante. Pero su relación nunca volvería a ser la misma. Tokugawa Tsunayoshi, tan pusilánime, rehuiría la sombra de sospecha que quedaría aferrada a Keisho-in. Al saber lo que su madre podría perder si él engendraba a un heredero, siempre se preguntaría si ella era o no capaz de matar a su concubina y su hijo. A Yanagisawa le sería fácil convencerlo de que exiliara a Keisho-in… El chambelán sonrió mientras clavaba una aguja de coral en la remota isla de Hachijo. En cuanto la madre del sogún dejara de ser un obstáculo, ejecutaría la siguiente fase de su plan. Empezó a clavar agujas en los emplazamientos de los principales templos budistas.
Durante los diez años del reinado de Tokugawa Tsunayoshi, se había despilfarrado una fortuna en la construcción y el mantenimiento de esas instituciones; en comida, ropas y criados para los sacerdotes; en extravagantes ceremonias religiosas y actos públicos de caridad. El sacerdote Ryuko, por mediación de la dama Keisho-in, había convencido al sogún de que los gastos traerían buena fortuna. Pero Yanagisawa veía un uso mejor del dinero y las tierras. Expulsaría al clero, tomaría los templos, y situaría en ellos a hombres leales a él. Esos puntos se convertirían en sus zonas de influencia. Se consagraría como gobernante en la sombra: un segundo sogún, cabeza de un bakufu dentro del bakufu. Como cuartel general escogería el templo de Kannei, situado en el abrupto distrito de Ueno, al norte de Edo. Siempre le habían gustado sus salas y pabellones, la belleza de su laguna y sus cerezos en flor en primavera. Pronto sería su palacio privado.
Yanagisawa ensartó una aguja de oro en su territorio y soltó una risilla. Lo primero que haría en cuanto tomara posesión del templo de Kannei sería dar una espléndida fiesta para celebrar la ejecución del traidor Sano Ichiro. Ya saboreaba la euforia de verse libre de su rival y a salvo en su poder ilimitado. ¡Casi sentía gratitud hacia Sano por hacerlo posible de forma tan inconsciente!
Los ensueños triunfales le devolvieron el equilibrio que la declaración de amor de Shichisaburo había alterado. Yanagisawa acunaba la caja de agujas entre los brazos y contemplaba un futuro en el que las viejas heridas y necesidades del pasado ya no tendrían importancia.
Al oír que llamaban a la puerta, le dio un vuelco el corazón. Vibraba de emoción.
– Adelante -gritó, incapaz de ocultar el nerviosismo de su voz. Ahí estaban las noticias. El futuro había llegado.
En lugar de un mensajero, quien entró fue el sacerdote Ryuko, con un ondear de ropajes azafrán, su estola de brocado reluciente y una sonrisa insolente en la cara.
– Buenos días, honorable chambelán -dijo con una reverencia-. Espero no molestaros.
– ¿Qué queréis?
La decepción de Yanagisawa dio paso a la ira. Odiaba al sacerdote advenedizo que se había valido de un romance con una anciana descerebrada para lograr su posición influyente. Ryuko era una sanguijuela que chupaba de las riquezas y los privilegios de los Tokugawa, mientras escondía sus ambiciones bajo un manto de devoción. Tan rival por el poder como Sano, era uno de los principales argumentos por los que deseaba la desaparición de la dama Keisho-in.
Ryuko hizo caso omiso de la pregunta y paseó por la habitación, observándolo todo con gran interés.
– Tenéis un despacho muy atractivo. -Inspeccionó la hornacina-. Un jarrón chino de la dinastía Sung de hace cuatrocientos años y un pergamino de Enkai, uno de los más brillantes calígrafos de Japón. -Examinó los muebles-. Cofres de teca y armarios laqueados de los tiempos del régimen Fujiwara. -Pasó un dedo por el servicio de té que había encima del escritorio-. Celedón de Koryu. Muy bonito. -Abrió las persianas y contempló el jardín de piedras cubiertas de musgo y senderos rastrillados en la arena-. Y unas vistas preciosas.
– ¿Qué os habéis creído? -Yanagisawa se acercó furioso al intruso-. Salid de aquí. ¡Ahora mismo!
El sacerdote Ryuko deslizó los dedos por los bordados de seda de un biombo plegable.
– Necesito un despacho en palacio. La dama Keisho-in me ha dicho que elija la habitación que prefiera. La vuestra me parece la adecuada.
¡Sería posible tamaño atrevimiento!
– ¿Quedaros mi despacho, vos? -dijo el chambelán Yanagisawa con una carcajada de incredulidad-. ¡Jamás!
Alguien iba a pagar por semejante afrenta. Yanagisawa pensaba castigar a sus criados por dejar pasar a Ryuko, y después emprendería una campaña para convencer al sogún de que lo desterrara.
– ¡Y quitad las manos de ese biombo! -agarró a Ryuko por el brazo y gritó-: ¡Guardias!
Después se sobresaltó al notar que los dedos del sacerdote se cerraban con fuerza sobre su muñeca. Ryuko le sonrió en su cara y dijo:
– No ha funcionado.
– ¿Qué? -A Yanagisawa lo asaltó una perturbadora sensación, como si sus órganos internos estuvieran cambiando de posición.
– Vuestra estratagema para inculpar a mi señora y destruir al sosakan-sama. -Radiante de triunfo, Ryuko repitió lo dicho con dicción lenta y exagerada, para dejarlo bien claro y disfrutar de la consternación de Yanagisawa-. No… ha… funcionado.
Le explicó que un profesor de música había visto a Shichisaburo merodeando a escondidas por el Interior Grande; que la esposa del sosakan-sama había deducido que el actor había dejado pistas falsas; que la noticia había llegado justo a tiempo para evitar que Sano presentase cargos oficiales de asesinato contra la dama Keisho-in. A medida que la voz maliciosa de Ryuko seguía y seguía, lo que rodeaba a Yanagisawa parecía retroceder en una marea de estupor y náusea. Se le cayó la caja laqueada de las manos. Las agujas se desparramaron por el suelo.
En un intento desesperado de disimular, el chambelán Yanagisawa adoptó un tono altivo.
– Vuestra historia es absurda. No tengo la más mínima idea de lo que habláis. ¿Cómo os atrevéis a acusarme, parásito avaricioso?
Ryuko se rió.
– Honorable chambelán, vuestras ambiciones son evidentes. -Miró el mapa con sorna-. Ya podéis olvidar vuestros planes para haceros con el país.
Empezó a quitar agujas y a tirarlas al suelo con el resto.
– El sosakan Sano y la dama Keisho-in han resuelto el malentendido ocasionado por vuestra triquiñuela. Vuestro ruin atentado contra la madre y el vasallo favorito del sogún pronto llegará a sus oídos. -Al parecer, el deseo del sacerdote de regodearse se había impuesto a cualquier recelo de darle información por adelantado a Yanagisawa-. Su excelencia descubrirá al fin vuestro auténtico carácter.
Ryuko sacó la aguja de Hachijo y añadió:
– Ya me imagino a quién pensabais enviar aquí. -Tomó la mano de Yanagisawa y depositó en ella la aguja ceremoniosamente-. Aquí tenéis. Podéis cambiar esta chuchería por comida y cobijo cuando lleguéis a la Isla del Exilio.
El horror dejó a Yanagisawa sin habla. ¿Cómo había podido salir tan mal un plan tan astuto? El miedo le trocaba las tripas en gachas de arroz.
– ¡Guardias! -gritó, cuando encontró la voz.
Atronaron unos pasos en el pasillo. Entraron dos soldados. Yanagisawa señaló a Ryuko.
– ¡Sacadlo de aquí!
Los soldados avanzaron para agarrar al sacerdote, pero Ryuko pasó entre ellos de camino a la puerta mientras decía por encima del hombro:
– No quiero abusar de vuestra hospitalidad. -Entonces paró y se volvió, henchido de superioridad moral-. Tan sólo quería que supieseis lo que os va a pasar. Así sufriréis un poquito más por haber tratado de hacerle daño a mi señora.
El sacerdote Ryuko salió de la habitación a grandes zancadas seguido de los soldados, y dio un portazo. Por un momento, Yanagisawa se quedó con la vista fija donde había estado el heraldo del mal. Después se acuclilló en el tatami rodeándose las rodillas con los brazos. Sentía como si se encogiese hasta convertirse en el niño desgraciado que una vez fuera. De nuevo notaba en la espalda el dolor de los azotes de la vara de madera de su padre. La voz estridente resonaba a través de tantos años: «Eres estúpido, débil, incompetente, patético… ¡No eres más que una deshonra para esta familia!»
Yanagisawa respiró la atmósfera desolada de su juventud: aquella amalgama de lluvia, madera en descomposición, corrientes de aire y lágrimas. El pasado había alcanzado al presente. Su cabeza se colmó de posibilidades espantosas.
Vio la cara de Tokugawa Tsunayoshi, con un rictus de furia y dolor, y lo oyó decir: «Después de todo lo que te he dado, ¿cómo has podido tratarme así? El exilio es demasiado bueno para ti, y también el suicidio ritual. Por tu acto de traición contra mi familia, ¡te condeno a la ejecución!»
Sintió el hierro de los grilletes en torno a muñecas y tobillos. Los soldados lo arrastraban al campo de ejecuciones. La chusma enfervorizada le tiraba piedras y basura, y sus enemigos aplaudían. Los mirones lo rodeaban mientras los soldados le obligaban a arrodillarse junto al verdugo. Cerca le esperaba la armazón de madera en la que exhibirían su cuerpo en el puente de Nihonbashi. El chambelán Yanagisawa descubría que la predicción de su padre se había hecho realidad: su estupidez e incompetencia lo habían conducido a la deshonra definitiva, el castigo que merecía.
Y lo último que vio antes de que la espada le cercenase la cabeza fue a Sano Ichiro, nuevo chambelán de Japón, de pie en el lugar de honor, a la derecha de Tokugawa Tsunayoshi.
El odio a Sano lo abrasó como un espetón al rojo vivo atravesado en sus entrañas y lo sacó de su parálisis. La ira lo invadía como un tónico curativo. Con gran alivio sintió que se expandía hasta llenar su persona adulta y el mundo creado por su inteligencia y su fuerza. Se puso de pie. No tenía por qué inclinarse ante Sano, ante la dama Keisho-in o ante Ryuko. No pensaba rendirse sin plantar cara, como su hermano Yoshihiro. Dio vueltas por la habitación. La acción le devolvía su sensación de poder. Concentró toda su energía en la resolución del problema.