– ¿Iba con un hombre?
El eta viejo le dio un golpe al otro.
– Ay, padre, ¿por qué has hecho eso?
Se apartó con dolido mutismo.
– Decidme lo que sabéis de la dama -dijo Sano.
Algo en su voz o en sus modales debía de haber envalentonado al joven, porque le lanzó a su padre una mirada desafiante y respondió:
– Resulta que aquel día estábamos con nuestro jefe, que hacía su visita de inspección.
En una sociedad tan rígidamente controlada como la japonesa, todas las clases estaban organizadas. Los samuráis ocupaban cargos a las órdenes de sus señores; los mercaderes y artesanos tenían sus gremios; el clero, las comunidades de sus templos. Los campesinos pertenecían a una jerarquía de grupos de casas. Cada unidad tenía un jefe, y ni siquiera los eta escapaban a la rígida disciplina. Su cabecilla ostentaba el nombre y la posición, ambos hereditarios, que pasaban de padre a hijo. Tenía el privilegio de llevar dos espadas y vestiduras ceremoniales cuando se personaba frente a los magistrados de Edo por asuntos oficiales. Ese honor conllevaba la responsabilidad de supervisar las actividades de su gente. Sano tuvo la premonición de cómo encajaba el jefe de los parias en el misterio.
– Mientras negociábamos con la dama -prosiguió el joven eta-, no dejó de mirar a nuestro jefe. Él le devolvía la mirada. No hablaron, pero saltaba a la vista que algo pasaba entre ellos, ¿o no, padre?
El viejo se encogió de miedo con las manos en la cara, lamentándose a las claras de que su hijo hubiera traicionado a su superior y deseando estar en cualquier otra parte.
– Cuando la dama compró el pelo y las uñas, el jefe nos ordenó que nos fuéramos. Ella se quedó -siguió el hijo-. Pero teníamos curiosidad, así que nos quedamos detrás del muro y escuchamos. No oímos lo que decían, pero hablaron mucho tiempo. Entonces ella se fue a la posada del otro lado de la calle. El jefe esperó en la puerta de atrás hasta que ella lo dejó pasar.
Sano no cabía en sí de gozo. Su corazonada había valido la pena. El fantasma de la dama Harume lo había llevado hasta la sorprendente identidad de su amante secreto: no un alto funcionario con una buena reputación que mantener, sino un hombre cuya condición de marginado había resultado atractiva a los gustos burdos que Harume había aprendido de su madre.
Danzaemon, jefe de los eta. Sus dos espadas habían llevado al engaño al posadero, que lo había tomado por samurái.
– Honorable señor, os suplico que no castiguéis a nuestro jefe por fornicar con una dama del castillo -imploró el eta viejo-. El sabe que obró mal. Todos tratamos de advertirle del peligro. ¡Si el sogún se llega a enterar, los soldados lo matarían! Pero no podía evitarlo.
– Siguieron viéndose, y ahora ella está muerta. Qué historia tan bonita -dijo el joven con un suspiro soñador-. Es igual que una obra de Kabuki que oí mientras limpiaba una calle del barrio de los teatros.
El hermoso amor prohibido que había puesto en peligro al cabecilla de los descastados no había supuesto una amenaza menor para la dama Harume, como bien sabía Sano. Cualquier infidelidad habría acarreado la ira del sogún y la muerte de Harume, pero ¿un romance con el jefe de los eta? El castigo habría incluido también brutales torturas en la prisión de Edo; una multitud furiosa habría apedreado e insultado a la concubina y a su amante, de camino a la ejecución; habrían expuesto sus cuerpos en el camino para que los que pasaran los injuriaran y mutilaran, como advertencia para otros criminales. Por fin Sano entendía el auténtico significado de los versos del pasaje oculto en el diario de Harume:
«Juntos en las sombras entre dos existencias», «Tu rango y tu fama nos ponen en peligro», «Nunca pasearemos juntos al sol»…
La dama Harume y Danzaemon debían de haberse querido mucho para exponerse a las terribles consecuencias de que los descubrieran. ¿Se había estropeado el romance? ¿Era el jefe de los parias el asesino? Sano se preguntaba si por fin se estaría acercando a la verdad sobre el asesinato.
– ¿Dónde puedo encontrar a Danzaemon? -preguntó.